¿Por
qué tendremos una tía tan temerosa de caerse de espaldas? Hace años
que la familia lucha para curarla de su obsesión, pero ha llegado
la hora de confesar nuestro fracaso. Por más que hagamos, tía
tiene miedo de caerse de espaldas; y su inocente manía nos afecta a
todos, empezando por mi padre, que fraternalmente la acompaña a
cualquier parte y va mirando el piso para que tía pueda caminar sin
preocupaciones, mientras mi madre se esmera en barrer el patio
varias veces al día, mis hermanas recogen las pelotas de tenis con
que se divierten inocentemente en la terraza y mis primos borran
toda huella imputable a los perros, gatos, tortugas y gallinas que
proliferan en casa. Pero no sirve de nada, tía sólo se resuelve a
cruzar las habitaciones después de un largo titubeo, interminables
observaciones oculares y palabras destempladas a todo chico que ande
por ahí en ese momento. Después se pone en marcha, apoyando
primero un pie y moviéndolo como un boxeador en el cajón de
resina, después el otro, trasladando el cuerpo en un desplazamiento
que en nuestra infancia nos parecía majestuoso, y tardando varios
minutos para ir de una puerta a otra. Es algo horrible.
Varias veces la familia ha procurado que mi tía explicara con
alguna coherencia su temor a caerse de espaldas. En una ocasión fue
recibida con un silencio que se hubiera podido cortar con guadaña;
pero una noche, después de un vasito de hesperidina, tía
condescendió a insinuar que si se caía de espaldas no podría
volver a levantarse. A la elemental observación de que treinta y
dos miembros de la familia estaban dispuestos a acudir en su
auxilio, respondió con una mirada lánguida y dos palabras: «Lo
mismo». Días después mi hermano el mayor me llamó por la noche a
la cocina y me mostró una cucaracha caída de espaldas debajo de la
pileta. Sin decirnos nada asistimos a su vana y larga lucha por
enderezarse, mientras otras cucarachas, venciendo la intimidación
de la luz, circulaban por el piso y pasaban rozando a la que yacía
en posición decúbito dorsal. Nos fuimos a la cama con una marcada
melancolía, y por una razón u otra nadie volvió a interrogar a tía;
nos limitamos a aliviar en lo posible su miedo, acompañarla a todas
partes, darle el brazo y comprarle cantidad de zapatos con suelas
antideslizantes y otros dispositivos estabilizadores. La vida siguió
así, y no era peor que otras vidas.
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