La carreta llega al pueblo
rodando un paso hoy y otro mañana. En el apeadero, donde se
encuentran la calle y el camino, está la primera tienda. Sus dueños
son viejos, tienen güegüecho, han visto espantos, andarines y
aparecidos, cuentan milagros y cierran la puerta cuando pasan los húngaros:
esos que roban niños, comen caballo, hablan con el diablo y huyen de
Dios. La calle se hunde como la hoja de una espada quebrada en el puño
de la plaza. La plaza no es grande. La estrecha el marco de sus
portales viejos, muy nobles y muy viejos. Las familias principales
viven en ella y en las calles contiguas, tienen amistad con el obispo
y el alcalde y no se relacionan con los artesanos, salvo, el día del
apóstol Santiago, cuando, por sabido se calla, las señoritas sirven
el chocolate de los pobres en el Palacio Episcopal.
En verano, la arboleda se
borra entre las bojas amarillas, los paisajes aparecen desnudos, con
claridad de vino viejo, y en invierno, el río crece y se lleva el
puente.
Como se cuenta en las
historias que ahora nadie cree - ni las abuelas ni los niños -, esta
ciudad fue construida sobre ciudades enterradas en el centro de América.
Para unir las piedras de sus muros la mezcla se amasó con leche. Para
señalar su primera huella se enterraron envoltorios de tres dieces de
plumas y tres dieces de cañutos de oro en polvo junto a la yerba-mala,
atestigua un recio cronicón de linajes; en un palo podrido, saben
otros, o bien bajo rimeros de leña o en la montaña de la que surgen
fuentes.
Existe la creencia de que
los árboles respiran el aliento de las personas que habitan las
ciudades enterradas, y por eso, costumbre legendaria y familiar, a su
sombra se aconsejan los que tienen que resolver casos de conciencia,
los enamorados alivian su pena, se orientan los romeros perdidos del
camino y reciben inspiración los poetas.
Los árboles
hechizan la ciudad entera. La tela delgadísima del sueño se puebla
de sombras que la hacen temblar. Ronda por Casa-Mata la Tatuana. El
Sombrerón recorre los portales de un extremo a otro; salta, rueda, es
Satanás de hule. Y asoma por las vegas el Cadejo, que roba mozas de
trenzas largas y hace ñudos en las crines de los caballos. Empero, ni
una pestaña se mueve en el fondo de la ciudad dormida, ni nada pasa
realmente en la carne de las cosas sensibles.
El aliento de los árboles
aleja las montañas, donde el camino ondula como hilo de humo.
Oscurece, sobrenadan naranjas, se percibe el menor eco, tan honda repercusión
tiene en el paisaje dormido una hoja que cae o un pájaro
que canta, y despierta en el alma el Cuco de los Sueños.
El Cuco de los Sueños hace
ver una ciudad muy grande - pensamiento claro que todos llevamos
dentro -, cien veces más grande que esta ciudad de casas pintaditas
en medio de la Rosca de San Blas. Es una ciudad formada de ciudades
enterradas, superpuestas, como los pisos de una casa de altos. Piso
sobre piso. Ciudad sobre ciudad. ¡Libro de estampas viejas, empastado
en piedra con páginas de oro de Indias, de pergaminos españoles y de
papel republicano! ¡Cofre que encierra las figuras heladas de una
quimera muerta, el oro de las minas y el tesoro de los cabellos
blancos de la luna guardados en sortijas de plata! Dentro de esta
ciudad de altos se conservan intactas las ciudades antiguas. Por las
escaleras suben imágenes de sueño sin dejar huella, sin hacer ruido.
De puerta en puerta van cambiando los siglos. En la luz de las
ventanas parpadean las sombras. Los fantasmas son las palabras de la
eternidad. El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos.
En la ciudad de Palenque,
sobre el cielo juvenil, se recortan las terrazas bañadas por el sol,
simétricas, sólidas y simples, y sobre los bajorrelieves de los
muros, poco cincelados a pesar de su talladura, los pinos delinean sus
figuras ingenuas. Dos princesas juegan alrededor de una jaula de
burriones, y un viejo de barba niquelada sigue la estrella tutelar
diciendo augurios. Las princesas juegan. Los burriones vuelan. El
viejo predice. Y como en los cuentos, tres días duran los burriones,
tres días duran las princesas.
En la ciudad de Copán, el
Rey pasea sus venados de piel de plata por los jardines de Palacio.
Adorna el real hombro la enjoyada pluma del nahual. Lleva en el pecho
conchas de embrujar, tejidas sobre hilos de oro. Guardan sus
antebrazos brazaletes de caña tan pulida que puede competir con el
marfil más fino. Y en la frente lleva suelta, insigne pluma de garza.
En el crepúsculo romántico, el Rey fuma tabaco en una caña de bambú.
Los árboles de madre-cacao dejan caer las hojas. Una Iluvia de
corazones es bastante tributo para tan gran señor. El Rey está
enamorado y malo de bubas, la enfermedad del sol.
Es el tiempo viejo de las
horas viejas. El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos. La
arquitectura pesada y suntuosa de Quiriguá hace pensar en las
ciudades orientales. El aire tropical deshoja la felicidad indefinible
de los besos de amor. Bálsamos que demayan. Bocas húmedas, anchas y
calientes. Aguas tibias donde duermen los lagartos sobre las hembras
virgenes. ¡El trópico es el sexo de la tierra!
En la ciudad de Quiriguá,
a la puerta del templo, esperan mujeres que llevan en las orejas
perlas de ambar. El tatuaje dejo libres sus pechos. Hombres pintados
de rojo, cuya nariz adorna un raro arete de obsidiana. Y doncellas teñidas
con agua de barro sin quemar, que simboliza la virtud de la gracia.
El Sacerdote llega; la
multitud se aparta. El sacerdote llama a la puerta del templo con su
dedo de oro; la multitud se inclina. La multitud lame la tierra para bendeciría. El sacerdote sacrifica siete palomas blancas. Por las
pestañas de las vírgenes pasan vuelos de agonía, y la sangre que
salpica el cuchillo de chay del sacrificio, que tiene la forma del Árbol
de la Vida, nimba la testa de los dioses, indiferentes y
sagrados. Algo vehemente trasciende de las manos de una reina muerta
que en el sarcófago parece estar dormida. Los braseros de piedra
rasgan nubes de humo olorosas a anis silvestre, y la música de las
flautas hace pensar en Dios. El sol peina la llovizna de la mañana
primaveral afuera, sobre el verdor del bosque y el amarillo sazón de
los maizales.
En la ciudad de Tikal,
palacios, templos y mansiones están deshabitados. Trescientos
guerreros la abandonaron, seguidos de sus familias. Ayer mañana, a la
puerta del laberinto, nanas e iluminados contaban todavía las
leyendas del pueblo. La ciudad alejóse por las calles cantando.
Mujeres que mecian el cántaro con la cadera llena. Mercaderes que
contaban semillas de cacao sobre cueros de puma. Favoritas que
enhebraban en hilos de pita, más blanca que la luna, los
chalchihuitls que sus amantes tallaban para ellas a la caída del sol.
Se clausuraron las puertas de un tesoro encantado. Se extinguió la
llama de los templos. Todo está como estaba. Por las calles desiertas
vagan sombras perdidas y fantasmas con los ojos vacios.
¡Ciudades sonoras como
mares abiertos!
A sus pies de piedra, bajo
la vestidura ancha, ceñida de leyendas, juega un pueblo niño a la política, al comercio, a la guerra, señalándose en las eras de paz
el aparecimiento de maestros-magos que por ciudades y campos enseñan
la fabricación de las telas, el valor del cero y las sazones del
sustento.
La memoria gana la escalera
que conduce a las ciudades españolas. Escalera arriba se abren a cada
cierto espacio, en lo más estrecho del caracol, ventanas borradas en
la sombra o pasillos formados con el grosor del muro, como los que
comunican a los coros en las iglesias católicas. Los pasillos dejan
ver otras ciudades. La memoria es una ciega que en los bultos va
encontrando el camino. Vamos subiendo la escalera de una ciudad de
altos: Xibalbá, Tuláin, ciudades mitológicas, lejanas, arropadas en
la niebla. Iximché, en cuyo blasón el águila cautiva corona el
galibal de los señores cakchiqueles. Utatlán, ciudad de señorios. Y
Atitlán, mirador engastado en una roca sobre un lago azul. ¡La flor
del maiz no fue más bella que la última mañana de estos reinos! El
Cuco de los Sueños va hilando los cuentos.
En la primera ciudad de los Conquistadores - gemela de la ciudad del
Señor Santiago -, una ilustre dama se inclina ante el esposo, más
temido que amado. Su sonrisa entristece al Gran Capitán, quien, sin pérdida
de tiempo, le da un beso en los labios y parte para las Islas de la
Especiería. Evocación de un tapiz antiguo. Trece navíos aparejados
en el golfo azul, bajo la luna de plata. Siete ciudades de Cíbola
construidas en las nubes de un pais de oro. Dos caciques indios
dormidos en el viaje. No se alejan de las puertas de Palacio los ecos
de las caballerías, cuando la noble dama ve o sueña, presa de
aturdimientos, que un dragón hace rodar a su esposo al silo de la
muerte, ahogándola a ella en las aguas oscuras de un río sin fondo.
Pasos de ciudad colonial.
Por las calles arenosas, voces de clérigos que mascullan Ave-Marías,
y de caballeros y capitanes que disputan poniendo a Dios por testigo.
Duerme un sereno arrebozado en la capa. Sombras de purgatorio. Pestañeo
de lámparas que arden en las hornacinas. Ruido de alguna espuela
castellana, de algún pájaro agorero, de algún reloj despierto.
En Antigua, la segunda
ciudad de los Conquistadores, de horizonte limpio y viejo vestido
colonial, el espiritu religioso entristece el paisaje. En esta ciudad
de iglesias se siente una gran necesidad de pecar. Alguna puerta se
abre dando paso al señor obispo, que viene seguido del señor
alcalde. Se habla a media voz. Se ve con los párpados caídos. La
visión de la vida a través de los ojos entreabiertos es clásica en
las ciudades conventuales. Calles de huertos. Arquerías. Patios
solariegos donde hacen labor las fuentes claras. Grave metal de las
campanas. ¡Ojalá se conserve esta ciudad antigua bajo la cruz católica
y la guarda fiel de sus volcanes! Luego, fiestas reales celebradas en
geniales días, y festivas pompas. Las señoras, en sillas de altos
espaldares, se dejan saludar por caballeros de bigote petulante y
traje de negro y plata. Ésta une al pie breve la mirada lánguida. Aquélla
tiene los cabellos de seda. Un perfume desmaya el aliento de la que
ahora conversa con un señor de la Audiencia. La noche penetra ...
penetra ... El obispo se retira, seguido de los bedeles. El tesorero,
gentil hombre y caballero de la orden de Montesa, relata la historia
de los linajes. De los veladores de vidrio cae la luz de las candelas
entumecida y eclesiástica. La música es suave, bullente, y la danza
triste a compás de tres por cuatro. A intervalos se oye la voz del
tesorero que comenta el tratamiento de "Muy ilustre Señor"
concedido al conde de la Gomera, capitán general del Reino, y el eco
de dos relojes viejos que cuentan el tiempo sin equivocarse. La noche
penetra ... penetra ... El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos.
Estamos en el templo de San
Francisco. Se alcanzan a ver la reja que cierra el altar de la Virgen
de Loreto, los pavimentos de azulejos de Génova, las colgaduras de
Damasco, los tafetanes de Granada y los terciopelos carmesí y de
brocado. ¡Silencio! Aquí se han podrido más de tres obispos y las
ratas arrastran malos pensamientos. Por las altas ventanas entra
furtivamente el oro de la luna. Media luz. Las candelas sin llamas y
la Virgen sin ojos en la sombra.
Una mujer llora delante de
la Virgen. Su sollozo en un hilo va cortando el silencio. El hermano
Pedro de Betancourt viene a orar después de medianoche: dio pan a los
hambrientos, asilo a los huérfanos y alivio a los enfermos. Su paso
es imperceptible. Anda como vuela una paloma.
Imperceptiblemente se
acerca a la mujer que llora, le pregunta qué penas la aquejan, sin
reparar en que es la sombra de una mujer inconsolable, y la oye decir:
¡Lloro porque perdí a un
hombre que amaba mucho; no era mi esposo, pero lo amaba mucho! ... ¡Perdón,
hermano, esto es pecado!
El religioso levantó los
ojos para buscar los ojos de la Virgen, y. . ., ¡que raro!, había
crecido y estaba más fuerte. De improviso sintió caer sobre sus
hombros la capa aventurera, la espada ceñida a su cintura, la bota a
su pierna, la espuela a su talón, la pluma a su sombrero. Y comprendiéndolo
todo, porque era santo, sin decir palabra inclinóse ante la dama que seguía
llorando. . .
¿Don Rodrigo?
Con el tino del loco que se
propone atrapar su propia sombra, ella se puso en pie, recogió la
cola de su traje, llegóse a é1 y le cubrió de besos. ¡Era el mismo
Don, Rodrigo! ... ¡Era el mismo Don Rodrigo! ...
Dos sombras felices salen
de la iglesia - amada y amante - y se pierden en la noche por las
calles de la ciudad, torcidas como las costillas del infierno.
Y a la mañana que sigue cuéntase
que el hermano Pedro estaba en la capilla profundamente dormido, más
cerca que nunca de los brazos de Nuestra Señora.
El Cuco de los Sueños va
hilando los cuentos. De los telares asciende un siseo de moscas
presas. Un razraz de escarabajo escapa de los rincones venerables
donde los cronistas del rey, nuestro señor, escriben de las cosas de
Indias. Un lero-lero de ranas se oye en los coros donde la voz de los
canónigos salmodia al crepúsculo. Palpitación de yunques, de
campanas, de corazones ...
Pasa Fray Payo Enríquez de
Rivera. Lleva oculta, en la oscuridad de su sotana, la luz. La tarde
sucumbe rápidamente. Fray Payo llama a la puerta de una casa pequeña
e introduce una imprenta.
Las primeras voces me
vienen a despertar; estoy llegando. ¡Guatemala de la Asunción,
tercera ciudad de los Conquistadores! Ya son verdad las casitas
blancas sorprendidas desde la montaña como juguetes de nacimiento. Me
llena de orgullo el gesto humano de sus muros - clérigos o soldados
vestidos por el tiempo -, me entristecen los balcones cerrados y me
aniñan los zaguanes abuelos. Ya son verdad las carreras de los
rapaces que se persiguen por las calles y las voces de las niñas que
juegan a Andares:
- "¡Andares! ¡Andares!"
- "¿Qué te dijo
Andares?"
- "¡Que me dejaras
pasar!"
- ¡Mi pueblo! ¡Mi pueblo,
repito, para creer que estoy llegando! Su llanura feliz. La cabellera
espesa de sus selvas. Sus montañas inacabables que al redor de la
ciudad forman la Rosca de San Blas. Sus lagos. La boca y la espalda de
sus cuarenta volcanes. El patrón Santiago. Mi casa y las casas. La
plaza y la iglesia. El puente. Los ranchos escondidos en las
encrucijadas de las calles arenosas. Las calles enredadas entre los
cercos de yerba-mala y chichicaste. El río que arrastra continuamente
la pena de los sauces. Las flores de izote. -¡Mi pueblo! ¡Mi pueblo!
Miguel
Angel Asturias
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