Traducción:
Orna Stoliar
Quería
ver cómo era la guerra, y por eso viajé con ellos. Los dos se habían
sentado cómodamente adelante y yo me apreté como pude en el asiento
de atrás. Todo me parecía nuevo y diferente. Esa región se había
puesto la ropa de fajina: la tierra dolida que comenzaba bajo las
ruedas del jeep y corría raudamente hacia el horizonte, el cielo que
se inclinaba a sus pies, el pesado olor de los uniformes y los nuevos
rumbos abiertos en el corazón del páramo.
¿O tal vez era yo el nuevo y diferente?
Estábamos cansados. La senda era larga, polvorienta y desierta, como
todo camino que lleva a la guerra.
Quería que nos detuviéramos ya, que dejáramos de avanzar, pero
ellos seguían viajando, viajando y callando.
Nos acercamos a otros jeeps camuflados detrás de unos arbustos
espinosos y esqueléticos, a la vera de un cerco de cactos, y sólo
allí nos detuvimos. Pensé que ése era el corazón de la guerra.
El capitán apagó el motor y respondió a una pregunta del teniente
que no alcancé a oír: -Sí, por lo visto llegamos un poco tarde.
Del capitán emanaba una seriedad joven. Sus cejas eran espesas. Alzó
las piernas hambrientas y saltó del jeep, nos azuzó con un "¡Nu!"
y tendió los brazos hacia el horizonte. El teniente bajó con un
salto ágil y dio la espalda al viento para encender un cigarrillo.
Saludaron a alguien y avanzaron hacia un hombre enjuto y silencioso,
de ojos sabios y cansados, rodeado por otros hombres grandes y pesados
que también guardaban silencio.
Bajé lentamente, con mucho cuidado para no pisar los asientos
tapizados de rojo, y marché tras ellos. Era nuevo. No sabía. Ya se oía
el fragor de los cañones. En el horizonte se abrían flores de humo.
Los hombres las contemplaban desorbitados y yo escuchaba atentamente.
-¿Hace mucho que empezaron?- preguntó el capitán como todos los que
se retrasan, sacudiéndose la ropa con grandes palmadas y haciendo
volar a su alrededor nubes de polvo. El teniente también se sacudió
el polvo después de haber estrechado la mano de alguien, como si
fueran cómplices de algún delito. Ambos sonrieron. Hice como ellos.
Nadie me estrechó la mano.
-Hace exactamente cuatro minutos- precisó el hombre enjuto, mirando
el reloj por debajo de los anteojos. Su mano era negra y vellosa. Los
demás, en silencio, miraron los relojes y asintieron con un
movimiento de cabeza.
El hombre señaló más allá del horizonte y las casas blancas y les
dijo: -El enemigo.
Yo sabía qué significaba esa palabra. Para mí era un titular
terrible en los periódicos, ventanas cubiertas con tiras de papel
engomado, una casa destruida cerca de la nuestra, una pila de muebles
en el patio y una muchacha a la que ya no veo ir a trabajar. Comprendí
perfectamente el hondo significado de esa palabra y sacudí la cabeza
sin que nadie me prestara atención. Por lo visto, ellos la
entendieron de otra manera, porque nadie sacudió la cabeza como yo.
El hombre enjuto, a quien todos se apresuraban a ceder el lugar cada
vez que se movía, se acercó a nosotros, desplegó un mapa sobre el
suelo y comenzó a hablar una vez que también yo me hube arrodillado
tal como ya lo habían hecho el capitán y el teniente:
-Vean, está aquí, en este corredor. -Pasó un dedo enérgico por la
línea roja señalada en el mapa. -Ante todo, queremos atemorizarlo.
Ustedes ya oyeron el estruendo que hacemos; él es muy sensible a ese
ruido y sin duda se asustará. Después le llamaremos la atención
hacia este lado, lo haremos entrar a una zona oscura, aparentemente
por atrás, y lo abatiremos antes de que se prepare para el combate.
Oigan esos tambores que hemos traído, ponen los nervios de punta. Lo
harán volver loco, y sin saber cómo se hallará solo y aislado en
estos campos, en su propia zona. ¡Ja, ja!
Los que estaban un poco alejados estallaron también en carcajadas,
con una risa que requería habitaciones cerradas y no campos. Era
extraña. Pensé que en la guerra no se ríe.
-Está bien, pueden seguir- respondió el hombre enjuto a la pregunta
del teniente.
Se dirigieron hacia el jeep; el teniente volvió la cabeza hacia mí y
me dijo: -Ven adelante. Veremos todo más de cerca.
Cuando emprendimos la marcha se rieron a nuestras espaldas, alguien
gritó algo que no entendí y volvieron a reír. Me apreté todo lo
que pude y seguimos viaje.
Había largas filas de cactos. Los cañones aguardaban camuflados detrás
de ellos, la gente agitaba las manos en un idioma incomprensible y el
capitán volvió a saludar gritando "Shalom" sin un atisbo
de vergüenza. Los tanques-oruga acechaban a la sombra de los
arbustos; la gente sombría nos miraba con curiosidad. Más allá
avanzaba una desordenada fila de jeeps que disparaban ráfagas de
ametralladora en alguna dirección y frente a ellos los blindados se
arrastraban con una lentitud terrorífica.
Nos detuvimos junto a una choza. El capitán me dijo: -Trae el fusil.
Era un fusil bueno y pesado, y su calor me llevó tras ellos con pasos
bruscos. Subimos al techo de la choza y nos acostamos mirando hacia el
mar.
Los largavistas recortaban el horizonte en círculos. Vimos humo y una
casa que se había convertido en una columna de polvo blanquecino.
Alguien, a lo lejos, gritó "¡hurra!" y la gente comenzó a
correr entre las casas recostadas sobre el horizonte. Una fila de
jeeps avanzó por la derecha como un escorpión negro, y los
tanques-oruga de la izquierda dejaron salir hombres que corrían y caían,
caían y corrían. Una ametralladora desgranó una ráfaga larga y
acompasada, y los cañones tronaron como tambores ancestrales. Se oían
los gritos de los combatientes.
-¡No está mal!- dijo el capitán.
-Sí -corroboró el teniente -Esta vez será muy fácil.
Desde aquel techo, toda la guerra se deplegaba ante mí; la observé,
pero no la vi. Y yo que tanto quería sentirla, que quería percibir
ese miedo viscoso, comprender el ansia de matar, conocer el terror de
las cosas que vamos perdiendo y rugir con todos "¡Vencimos!"
Pero no supe nada de eso.
Cargué el fusil y apunté con cuidado hacia uno de las cactos
cercanos. A su derecha, a unos 250 metros, pastaba un camello joven.
Marchaba con su calma eterna entre esos odios intensos, en esa cascada
de instintos violentos hasta el horror, y rumiaba como sabiéndolo
todo. De vez en cuando inclinaba el cuello noble, demoraba la cabeza
entre el pasto verde y la alzaba hacia ese cielo que yo conocía tan
bien. Ese camello, el camello de las lejanías, era hermoso.
-Pégale al camello. Es un blanco excelente -sugirió el capitán sin
sonreír.
Bajé el fusil y después de un momento lo volví a acomodar sobre el
hombro. Sabía que no podía rehusarme: temía que mi negativa fuera
interpretada como temor; sencillamente, miedo. Sólo quien mató por
lo menos a una persona puede negarse a matar un camello. Pensé también
que muy dentro de mí quería disparar a un blanco vivo, tal vez para
ver esa brusca transición de la vida a la muerte o quizás para
elevarme más cerca de las determinaciones de Dios y saber que un ser
humano como yo puede decidir la muerte de alguien con su solo
pensamiento, o con el mínimo movimiento de un dedo. Realmente, con el
movimiento de un solo dedo.
Orienté cuidadosamente la mira hacia el pecho del camello, que siguió
deambulando por su tranquilo paraíso sin prestar atención al
estruendoso torrente que se abatía sobre su casa y su dueño. Era
como si las ráfagas de balas que acribillaban el silencio no hubieran
penetrado en su antigua conciencia. El camello seguía en lo suyo,
rumiando su callada plegaria.
-¡Deja ese camello! -intentó reprenderme de pronto el teniente.
-Apunta al cacto. ¿Qué quieres del camello? Yo no quería nada, en
verdad. Odiaba mis pequeños deseos pero temía negarme a los reclamos
de lo cotidiano, en especial después de que el capitán añadiera: -¡Dispárale,
no seas tan sensible! y el teniente replicara: -No le molestes, es
propiedad del enemigo.
Nuevamente comprendí el significado de esa palabra. Para mí se
trataba de una pila de muebles en el patio, una casa destruida cerca
de la nuestra, ventanas abiertas cubiertas con tiras de papel
engomado, una muchacha a la que ya no veo ir a trabajar, y un titular
terrible en los periódicos.
Si hubiese sido mejor, aunque más no fuera un poco, o si no hubiese
sido tan nuevo y tan extraño a todo ese panorama bélico, tal vez
habría dicho "¡No!" Pero tenía miedo de que me dijeran
"sensible"; no quería que me llamaran así, quería ser
como ellos. Pensé "no debo pensar en eso" y apreté el
gatillo.
El camello siguió orando al cielo; tan sólo por un momento movió la
cabeza hacia atrás, aparentemente al oír el zumbido de la bala, y
siguió rumiando sus espinas, marchando cansinamente e inclinando de
vez en cuando la cabeza hacia los tallos más tiernos.
-¡No le acertaste!- dijo el capitán y siguió aguardando.
-¡Dios mío! -respiré- Un blanco tan grande, a una distancia de no más
de 250 metros, y no le di -pensé avergonzado. Me sentí realmente
ofendido; introduje rápidamente otra bala, apunté, contuve la
respiración, dejé de respirar, no respiré y... ¡disparé!
Por lo visto, esa vez le di, porque el camello sacudió el cuello y
comenzó a andar en círculos, sacudiendo las patas tiernas. No intentó
huir, no sabía adónde. Sólo sabía que debía correr y corría en círculos,
girando alrededor de sí mismo sin meta ni objetivo, hasta que se
doblegó lentamente, como bajo los azotes de un látigo. Le vi plegar
las patas bajo el cuerpo y erguir el noble cuello hacia el cielo
inocente. Así permaneció, inmóvil, congelado en el tiempo,
aguardando.
Yo esperaba oír la voz del capitán; sabía que hablaría.
-Acábalo de una vez. ¿No ves que está sufriendo? -dijo enojado-Apúntale
al cuello o a la cabeza, si puedes.
En ese momento tuve la sensación de que tres hombres habían
declarado la guerra a un camello, pero el teniente añadió una sola
palabra: "¡camello!" La pronunció tan suavemente que casi
prorrumpí en llanto. Dejé de ver los muebles en el patio, la
muchacha, y supe que no me había acercado a Dios sino que me había
alejado de él. Me sentí tan desdichado que ya no tuve otra
alternativa que volver a cargar el fusil, apuntar hacia esa hermosa
cabeza y disparar.
El cuello se doblegó como un tallo y cayó hacia el pasto amarillento
como el camello. En ese momento llegaron a nuestros oídos los gritos
de victoria.
-La aldea fue conquistada. Izaron la bandera. ¿No ven? -dijo el capitán
a través de los largavistas.
-Les dije que esta vez sería muy fácil -dijo el teniente.
-Conquistamos la aldea. ¡Vencimos! -susurré, pero ninguno de ellos
se entusiasmó.
Bajamos del techo y fuimos hacia el jeep. Yo caminaba lentamente.
Cuando nos sentamos, el capitán dijo: -Pasaremos junto al camello
para ver tu puntería.
-¡Deja ese camello! -dijo el teniente.
-¡Sí, dejémoslo! -pedí- La aldea ya fue conquistada. Regresemos.
Pero el capitán no prestó atención a mis palabras y detuvo el jeep
junto al camello. Bajé para observarlo de cerca: las patas estaban
recogidas sobre el pecho y la cabeza apoyada sobre el pasto; no vi
rastros de sangre. Fue decepcionante. Tan sólo en sus ojos abiertos
noté el terror de la certeza de la muerte inminente. Brillaban con
una luz muy fría; en ellos se reflejaba el cielo inmenso, los cactos
verdes, el horizonte, las casas blancas, el jeep y sus dos hombres
silenciosos.
Volví el rostro y comencé a andar sin saber hacia dónde, como él,
hasta que el camello se levantó a mis espaldas y adondequiera que yo
vaya, él va detrás de mí.
Dahn
Ben-Amotz
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