Probablemente
fue Carlota la que tuvo la idea. Lo cierto es que todos la aceptaron,
aunque sin ganas. Era la hora de la siesta de un día muy caluroso, el
8 o el 9 de enero. En cuanto al año, no caben dudas: 1919. Los
muchachos no sabían qué hacer y decían que en la ciudad no había
un alma, porque algunos amigos ya estaban veraneando. Salcedo convino
en que el Parque Japonés quedaba cerca. Agregó:
Será cosa de ponerse el rancho e ir en fila india, buscando la
sombra.
¿Están seguros de que en el Parque Japonés funciona el Nóumeno?preguntó
Arribillaga.
Carlota dijo que sí. El Nóumeno era un cinematógrafo unipersonal,
que por entonces daba que hablar, aún en las noticias de policía.
Arturo miró a Carlota. Con su vestido blanco, tenía aire de griega o
de romana. "Una griega o romana muy linda", pensó.
Vale la pena costearsedijo Arribillaga. Para hacernos una opinión
sobre el asunto.
Algo indispensabledijo con sorna Amenábar.
Yo tampoco veo la ventajadijo Narciso Dillon.
Voy a andar medio justo de tiempo previno Arturo. El tren sale a
las cinco.
Y si no vas, ¿qué pasa? ¿Tu campo desaparece?preguntó Carlota.
No pasa nada, pero me están esperando.
Aunque no fuera indispensable la fila india, tampoco era cuestión de
insolarse y derretirse, de modo que avanzaron de dos en dos, por la
angosta y no continua franja de sombra. Carlota y Amenábar caminaban
al frente; después, Arribillaga y Salcedo; por último, Arturo y
Dillon. Éste comentó:
Qué valientes somos.
¿Por salir con este solazo?preguntó Arturo.
Por ir muy tranquilos a enfrentarnos con la verdad.
Nadie cree en el Nóumeno.
Desde luego.
Es de la familia de la cotorra de la buena suerte.
Entonces, una de dos. O no creemos y ¿para qué vamos? O creemos y
¿pensaste, Arturo, en este grupo de voluntarios? La gente más
contradictoria de la República. Empezando por un servidor. Nací
cansado, no sé lo que se llama trabajar, si me arruino me pego un
tiro y no hay domingo que no juegue hasta el último peso en las
carreras.
¿Quién no tiene contradicciones?
Unos menos que otros. Vos y yo no vamos al Nóumeno batiendo palmas.
Arturo dijo:
A lo mejor sospechamos que para seguir viviendo, más vale dormirse
un poco para ciertas cosas. ¿Qué va a suceder cuando entre
Arribillaga y vea cómo el aparato le combina su orgullo de perfecto
caballero con su ambición política?
Arribillaga sale a todo lo que da y el Nóumeno estalla dijo
Dillon. ¿Amenábar también tendrá contradicciones?
No creo.
Cuando conoció a Amenábar, Arturo estudiaba trigonometría, su última
materia de bachillerato, para el examen de marzo. Un pariente,
profesor en el colegio Mariano Moreno, se lo recomendó. "Si te
prepara un mozo Amenábar", le dijo, "no sólo aprobarás
trigonometría, sabrás matemáticas". Así fue, y muy pronto
entablaron una amistad que siguió después del examen, a través de
esas largas conversaciones filosóficas, que en alguna época fueron
tan típicas de la juventud. Por Arturo, Amenábar conoció a Carlota
y después a los demás. Lo trataban como a uno de ellos, con la misma
despreocupada camaradería, pero todos veían en él a una suerte de
maestro, al que podían consultar sobre cualquier cosa. Por eso lo
llamaban el Profe.
Comentó Dillon:
Su idea fija es la coherencia.
Ojalá muchos tuviéramos esa idea fija contestó Arturo. Él
mismo dice que la coherencia y la lealtad son las virtudes más raras.
Menos mal, porque si no, con la vida que uno lleva... ¿Qué sería
de mí, un domingo sin turf? ¡Me pego un balazo!
Si hay que pegarse un balazo porque la vida no tiene sentido, no
queda nadie.
¿También Carlota será contradictoria? A ella se le ocurrió el
programa.
Carlota es un caso distintoexplicó Arturo; con aparente
objetividad. Le sobra el coraje.
Las mujeres suelen ser más corajudas que los hombres.
Yo iba a decir que era más hombre que muchos.
Tal vez Arturo no estuviera tan alegre como parecía: Cuando hablaba
de Carlota se reanimaba.
No conozco chica más independiente aseguro Dillon, y agregó:
Claro que la plata ayuda.
Ayuda. Pero Carlota era muy joven cuando quédó huérfana. Apenas
mayor de edad. Pudo acobardarse, pudo buscar apoyo en alguien de la
familia. Se las arregló sola.
"Y por suerte ahí va caminando con Amenábar", pensó
Arturo. "Sería desagradable que tuviera al otro a su lado."
Entraron en el Parque Japonés. Arturo advirtió con cierto alivio que
nadie se apuraba por llegar al Nóumeno. Lo malo es que no era el único
peligro. También estaba la Montaña Rusa. Para sortearla, propuso el
Water Shoot, al que subieron en un ascensor. Desde lo alto de la
torre, bajaron en un bote, a gran velocidad, por un tobogán, hasta el
lago. Pasaron por el Disco de la Risa, se fotografiaron en
motocicletas Harley Davidson y en aeroplanos pintados en telones y, más
allá del teatro de títeres, donde tres músicos tocaban Cara sucia,
vieron un quiosco de bloques de piedra gris, en papier mache, que por
la forma y por las dos efinges, a los lados de la puerta, recordaba
una tumba egipcia.
Es acádijo Salcedo y señaló el quiosco.
En el frontispicio leyeron: El Nóumeno y, a la derecha, en letras más
chicas: de M. Cánter. Un instante después un viejito de mal color se
les acercó para preguntar si querían entradas. Arribillaga pidió
seis.
¿Cuánto tiempo va a estar cada uno adentro?preguntó Arturo.
Menos de un cuarto de hora. Más de diez minutoscontestó el
viejo.
Bastan cinco entradas. Si me alcanza el tiempo compro la mía.
¿Usted es Cánter?preguntó Amenábar.
Sídijo el viejo. No, por desgracia, de los Cánter de La Sin
Bombo, sino de unos más pobres, que vinieron de Alemania. Tengo que
ganarme la vida vendiendo entradas para este quiosco. ¡Seis, mejor
dicho cinco, miserables entradas, a cincuenta centavos cada una!
¿Ahora no hay nadie adentro?preguntó Dillon.
No.
Y aparte de nosotros, nadie esperando. Le tomaron miedo a su Nóumeno.
No veo por quéreplicó el viejo.
Por lo que salió en los diarios.
El señor cree en la letra de molde. Si le dicen que alguien entró
en este quiosco de lo más campante y salió con la cabeza perdida, ¿lo
cree? ¿No se le ocurre que detrás de toda persona hay una vida que
usted no conoce y tal vez motivos más apremiantes que mi Nóumeno,
para tomar cualquier determinación?
Arturo preguntó:
¿Cómo se le ocurrió el nombre?
A mí no se me ocurrió. Lo puso un periodista, por error. En
realidad, el Nóumeno es lo que descubre cada persona que entra. Y, a
propósito: ¡Adelante, señores, pasen! Por cincuenta centavos
conocerán el último adelanto del progreso. Tal vez no tengan otra
oportunidad.
Deséenme buena suertedijo Carlota.
Saludó y entró en el Nóumeno. Arturo la recordaría en esa puerta,
como en una estampa enmarcada: el pelo castaño, los ojos azules, la
boca imperiosa, el vestido blanquísimo. Salcedo preguntó a Cánter:
¿Por qué dice que tal vez no haya otra oportunidad?
Algo hay que decir para animar al público explicó el viejo, con
una sonrisa y una momentánea efusión de buen color, que le dio aire
de resucitado. Además, la clausura municipal está siempre sobre
nuestras cabezas.
¿Cabezas? preguntó Arturo. ¿Las suyas o las de todos?
Las de todos los que recibimos la visita de señores que viven de
las amenazas de clausura. Los señores inspectores municipales.
Una verguenzadijo Salcedo, gravemente.
Hay que comerdijo el viejo.
Después de Cara Sucia, los de al lado tocaron Mi noche triste. Arturo
pensó que por culpa de ese tango, que siempre lo acongojaba un poco,
estaba nervioso porque la chica no salía del Nóumeno. Por fin salió
y, como todos la miraban inquisitivamente, dijo con una sonrisa:
Muy bien. Impresionante.
Arturo pensó "Le brillan los ojos".
Acá voy yoexclamó Salcedo y, antes de entrar, se volvió y
murmuró:No se vayan.
Felice mortegritó Arribillaga.
Carlota pasó al lado de Arturo y dijo en voz baja:
Vos no entres.
Antes que pudiera preguntar por qué, ella se trabó en una conversación
con Amenábar. El tono en que había dicho esas tres palabras le
recordó tiempos mejores.
En el teatro de títeres tocaban otro tango. Cuando Salcedo salió del
Nóumeno, entró Amenábar. Arribillaga preguntó:
¿Qué tal?
Nada extraordinariocontestó Salcedo.
Explicame un poco dijo Dillon. Ahí adentro ¿consigo un dato
para el domingo?
Creo que no.
Entonces no me interesa. Casi me alegro.
Yo, en cambio, me alegro de haber entrado. Hay una especie de máquina
registradora, pero de pie, y una sala, o cabina, de biógrafo, que se
compone de una silla y de un lienzo que sirve de pantalla.
Te olvidás del proyectordijo Carlota.
No lo vi.
Yo tampoco, pero el agujero está detrás de tu cabeza, como en
cualquier sala, y al levantar los ojos ves el haz de luz en la
oscuridad.
La película me pareció extraordinaria. Yo sentí que el héroe
pasaba por situaciones idénticas a las mías.
¿Concluyó bien?preguntó Carlota.
Por suerte, sídijo Salcedo. ¿Y la tuya?
Depende. Según interpretes.
Salcedo iba a preguntar algo, pero Carlota se acercó a Amenábar, que
salía del quiosco, y le preguntó cuál era su veredicto.
Yo ni para el Nóumeno tengo veredictos. Es un juego, un simulacro
ingenioso. Una novedad bastante vieja: la máquina de pensar de
Raimundo Lulio, puesta al día. Casi puedo asegurar que mientras uno
se limite a las teclas correspondientes a su carácter, la respuesta
es favorable; pero si te da por apretar la totalidad de las teclas
correspondientes a las virtudes, la inmediata respuesta es Hipócrita,
Ególatra, Mentiroso, en tres redondelitos de luz colorada.
¿Hiciste la prueba?preguntó Carlota.
Riendo, Amenábar contestó que sí y agregó:
¿Te parece poco serio? A mí me pareció poco serio el biógrafo.
Qué cinta. Como si nos tomaran por sonsos.
Después de mirar el reloj Arturo dijo:
Yo me voy.
¿No me digas que te asusta el Nóumeno? preguntó Dillon.
La verdad que esa puerta alta y angosta le da aspecto de tumbadijo
Salcedo.
Carlota explicó:
Tiene que tomar el tren de las cinco.
Y antes pasar por casa, a recoger la valija agregó Arturo.
Le sobra el tiempodijo Salcedo.
Quién sabe dijo Amenábar. Con la huelga no andan los tranvías
y casi no he visto automóviles de alquiler ni coches de plaza.
Lo que vio Arturo al salir del Parque Japonés le trajo a la memoria
un álbum de fotografías de Buenos Aires, con las calles desiertas.
Para que esas pruebas documentales no contrariaran su convicción
patriótica de que en las calles de nuestra ciudad había mucho
movimiento, pensó que las fotografías debieron de tomarse en las
primeras horas de la mañana. Lo malo es que ahora no era la mañana
temprano, sino la tarde.
No había exagerado Amenábar. Ni siquiera se veían coches
particulares. ¿lba a largarse a pie, a Constitución? Una caminata,
para él heroica, no desprovista de la posibilidad de llegar después
de la salida del tren. "¿Dónde está ese ánimo? ¿Por qué
pensar lo peor?", se dijo. "Con un poco de suerte encontraré
algo que me lleve a Constitución." Hasta Cerrito, bordeó el
paredón del Central Argentino, volviendo todo el tiempo la cabeza,
para ver si aparecía un coche de plaza o un automóvil de alquiler.
"A este paso, antes que las piernas se me cansa el
pescuezo." Dobló por Cerrito a la derecha, subió la barranca,
siguió rumbo al barrio sur. "Desde el Bajo y Callao a Constitución
habrá alrededor de cuarenta cuadras", calculó. "Más vale
dejar la valija." Lo malo era que de paso dejaría La ciudad y
las sierras, que estaba leyendo. Para recoger la valija, tendría seis
cuadras hasta su casa, en la calle Rodríguez Peña y, ya con la carga
a cuestas, las seis cuadras hasta Cerrito y todas las que faltaban
hasta Constitución. "Otra idea", se dijo, "sería irme
ahora mismo a casa, recostarme a leer La ciudad y las sierras frente
al ventilador y postergar el viaje para mañana; pero, con la huelga,
quién me asegura que mañana corran los trenes. No hay que aflojar
aunque vengan degollando". Nadie venía degollando, pero la
ciudad estaba rara, por lo vacía, y aún le pareció amenazadora,
como si la viera en un mal sueño. "Uno imagina disparates, por
la cantidad de rumores que oye sobre desmanes de los
huelguistas." A la altura de Rivadavia, pasó un taxímetro
Hispano Suiza. Aunque iba libre, continuó la marcha, a pesar de su
llamado. "A lo mejor el chófer está orgulloso del auto y no
levanta a nadie."
Poco después, al cruzar Alsina, vio que avanzaba hacia él un coche
de plaza tirado por un zaino y un tordillo blanco. Arturo se plantó
en medio de la calle, con los brazos abiertos, frente al coche. Creyó
ver que el cochero agitaba las riendas, como si quisiera atropellarlo,
pero a último momento las tiró para atrás, con toda la fuerza, y
logró sujetar a los caballos. Con voz muy tranquila, el hombre
preguntó:
¿Por suerte anda buscando que lo maten?
Que me lleven.
No lo llevo. Ahora vuelvo a casa. A casita, cuanto antes.
¿Dónde vive?
Pasando Constitución.
No tiene que desandar camino. Voy a Constitución.
¿A Constitución? Ni loco. La están atacando.
Me deja donde pueda.
Resignado, el cochero pidió:
Suba al pescante. Si voy con pasajero y nos encontramos con los
huelguistas, me vuelcan el coche. Que lleve a un amigo en el pescante,
¿a quién le interesa? Hay que cuidarse, porque la Unión de Choferes
apoya la huelga.
Usted no es chofer, que yo sepa.
Tanto da. Caigo en la volteada como cualquiera.
Por Lima siguieron unas cuadras. Arturo comentó:
Corre aire acá. Uno revive. ¿Sabe, cochero, lo que he descubierto?
Usted dirá.
Que se viaja más cómodo en coche que a pie.
El cochero le dijo que eso estaba muy bueno y que a la noche iba a
contárselo a la patrona. Observó amistosamente:
La ciudad está vacía, pero tranquila.
Una tranquilidad que mete miedoaseguró Arturo.
Casi inmediatamente oyeron detonaciones y el silbar de balas.
Armas largasdictaminó el cochero.
¿Dónde?preguntó Arturo.
Para mí, en la plaza Lorea. Vamos a alejarnos, por si acaso.
En Independencia doblaron a la izquierda y después, en Tacuarí, a la
derecha. Al llegar a Garay, Arturo dijo:
¿Cuánto le debo? Bajo acá.
Vamos a ver: ¿viajó, sí o no, en el asiento de los amigos?Sin
esperar respuesta, concluyó el cochero:Nada, entonces.
Porque faltaba la desordenada animación que habitualmente había en
la zona, la mole gris amarillenta de la estación parecía desnuda.
Cuando Arturo iba a entrar, un vigilante le preguntó:
¿Dónde va?
A tomar el trencontestó.
¿Qué tren?
El de las cinco, a Bahía Blanca.
No creo que salgadijo el vigilante.
"Con tal que atiendan en la boletería", se dijo Arturo. Lo
atendieron, le dieron el boleto, le anunciaron:
El último tren que corre.
En el momento de subir al vagón se preguntó qué sentía. Nada
extraordinario, un ligero aturdimiento y la sospecha de no tener plena
conciencia de los actos y menos aún de cómo repercutirían en su ánimo.
Era la primera vez, desde que ella lo dejó, que salía de Buenos
Aires. Había pensado que la falta de Carlota sería más tolerable si
estaban lejos.
Se encontró en el tren con el vasco Arruti, el de la panadería La
Fama, reputada por la galleta de hojaldre, la mejor de todo el cuartel
séptimo del partido de Las Flores. Arturo preguntó:
¿Llegamos a eso de las ocho y media?
Siempre y cuando no paren el tren en Talleres y nos obliguen a
bajar.
¿Vos creés?
La cosa va en serio, Arturito, y en Talleres hay muchos
trabajadores. Nos mandan a una vía muerta, si quieren.
No sé. Los trabajadores están cansados.
Pasaron de largo Talleres y Arruti dijo:
Tengo sed.
Vayamos al vagón comedor.
Ha de estar cerrado.
Estaba abierto. Pidió Arturo una Bilz, y un Pernod Arruti, que explicó:
Lo que tomábamos con tu abuelo, cuando iba a la estancia, a jugar a
la baraja.
Eso fue en los último años de mi abuelo.
Antes lo acompañabas a cazar.
De nuevo hablaron de la huelga. Con algún asombro, Arturo creyó
descubrir que Arruti no la condenaba y le preguntó:
¿No estás en contra de la huelga porque pensás que de una
revolución va a salir un gobierno mejor que el de ahora?
No estoy loco, chereplicó Arruti. Todos los gobiernos son
malos, pero a un mal gobierno de enemigos prefiero un mal gobierno de
amigos.
¿El que tenemos es de enemigos?
Digamos que es de tu gente, no de la mía.
No sabía que vos y yo fuéramos enemigos.
No lo somos, Arturo, ni lo seremos. Ni tú ni yo estamos en política.
Una gran cosa.
Sin embargo, apostaría que tomamos las ideas más a pecho que los
políticos.
Esa gente no cree en nada. Sólo piensan en abrirse paso y mandar.
Imaginó cómo iba a referirle a Carlota esta conversación. Recordó,
entonces, lo que había pasado. Se dijo: "Debo
sobreponerme", pero tuvo sentimientos que tal vez correspondieran
a una frase como: "¿Para qué vivir si después no puedo
comentar las cosas con Carlota?".
Arruti, que era un vasco diserto, habló de su infancia en los
Pirineos, de su llegada al país, de sus primeras noches en Pardo,
cuando se preguntaba si el rumor que oía era del viento o de un malón
de indios.
A ratos Arturo olvidó su pena. Lo cierto es que el viaje se hizo
corto. A las ocho y media bajaron en la estación Pardo.
Seguro que Basilio vino con el break dijo. ¿Te llevo?
No, hombrecontestó Arruti. Vivo demasiado cerca. Eso sí: una
tarde caigo de visita en la estancia. Esta vuelta vas a quedarte más
de lo que tienes pensado.
Basilio, el capataz, los recibió en el andén. Preguntó:
¿Qué tal viaje tuvieron?y agregó después de agacharse un poco
y llevar la mirada a una y otra mano de Arturo: ¿No olvidaste nada,
Arturito?
Nada.
¿Qué debía traer?preguntó Arruti.
Siempre viene con valijas cargadas de libros. Hay que ver lo que
pesan.
Arruti se despidió y se fue. Arturo preguntó:
¿Cómo andan por acá?
Bien. Esperando el agua.
¿Mucha seca?
Se acaba el campo, si no llueve.
Emprendieron el largo trayecto en el break. Hubo conversación, por
momentos, y también silencios prolongados. Todavía no era noche.
Distraídamente Arturo miraba el brilloso pelo del zaino, la redondez
del anca, el tranquilo vaivén de las patas, y pensaba: "Para
vida agitada, el campo. Uno se desvive porque llueva o no llueva, o
porque pase la mortandad de los terneros... Lo que es yo, no voy a
permitir que me contagien la angustia". Iba a agregar "por
lo menos hasta mañana a la mañana", cuando se acordó de la
otra angustia y se dijo: "Qué estúpido. Todavía tengo ganas de
hacerme el gracioso".
Llegaron a la estancia por la calle de eucaliptos. Era noche cerrada.
La casera le tendió una mano blanda y dijo:
Bien ¿y usted? ¿Paseando?
En el patio había olor a jazmines; en la cocina y el cuartito de la
caldera, olor a leña quemada; en el comedor, olor a la madera del
piso, del zócalo, de los muebles.
Poco después de la comida, Arturo se acostó. Pensaba que lo mejor
era aprovechar el cansancio para dormirse cuanto antes. Un silencio,
apenas interrumpido por algún mugido lejano, lo llevó al sueño.
Vio en la oscuridad un telón blanco. De pronto, el telón se rajó
con ruido de papel y en la grieta aparecieron, primero, los brazos
extendidos y después la querida cara de Carlota, aterrada y tristísima,
que le gritaba su nombre en diminutivo. Repetidamente se dijo:
"No es más que un sueño. Carlota no me pide socorro. Qué
absurdo y presuntuoso de mi parte pensar que está triste. Ha de estar
muy feliz con el otro. Al fin y al cabo este sueño no es más que una
invención mía". Pasó el resto de la noche en cavilaciones
acerca del grito y de la aparición de Carlota. A la mañana, lo
despertó la campanilla del teléfono.
Corrió al escritorio, levantó el tubo y oyó la voz de Mariana, la
señorita de la red local de teléfonos, que le decía:
Señor Arturo, me informan de la oficina de la Unión Telefónica de
Las Flores que lo llaman de Buenos Aires. Se oye mal y la comunicación
todo el tiempo se corta. ¿Paso la llamada?
Pásela, por favor.
Oyó apenas:
Un rato después de salir del Parque Japonés... Imagino cómo te
caerá la noticia... Encontraron el cuerpo en la gruta de las
barrancas de la Recoleta.
¿El cuerpo de quién? gritó Arturo. ¿Quién habla?
No era fácil de oír y menos de reconocer la voz entrecortada por
interrupciones, que llegaba de muy lejos, a través de alambres que
parecían vibrar en un vendaval. Oyó nuevamente:
Después de salir del Parque Japonés.
El que hablaba no era Dillon, ni Amenábar, ni Arribillaga. ¿Salcedo?
Por eliminación quizá pareciera el más probable, pero por la voz no
lo reconocía. Antes que se cortara la comunicación, oyó con
relativa claridad:
Se pegó un balazo.
La señorita Mariana, de la red local, apareció después de un largo
silencio, para decir que la comunicación se cortó porque los
operarios de la Unión Telefónica se plegaron a la huelga. Arturo
preguntó:
¿No sabe hasta cuándo?
Por tiempo indeterminado.
¿No sabe de qué número llamaron?
No, señor. A veces nos llega la comunicación mejor que a los
abonados. Hoy, no.
Después de un rato de perplejidad, casi de anonadamiento, por la
noticia y por la imposibilidad de conseguir aclaraciones, Arturo
exclamó en un murmullo: "No puede ser Carlota". La
exclamación velaba una pregunta, que formuló con miedo. El resultado
fue favorable, porque la frase en definitiva expresaba una conclusión
lógica. Carlota no podía suicidarse, porque era una muchacha fuerte,
consciente de tener la vida por delante y resuelta a no desperdiciarla
Si todavía quedaba en el ánimo de Arturo algún temor, provenía del
sueño en que vio la cara de Carlota y oyó ese grito que pedía
socorro. "Los sueños son convincentes", se dijo, "pero
no voy a permitir que la superstición prevalezca sobre la cordura. Es
claro que la cordura no es fácil cuando hubo una desgracia y uno está
solo y mal informado". De pronto le vinieron a la memoria ciertas
palabras que dijo Dillon, cuando iban al Parque Japonés. Tal vez debió
replicarle que el suicida es un individuo más impaciente que filosófico:
a todos nos llega demasiado pronto la muerte. Recapacitó: "Sin
embargo fui atinado en no insistir, en no dar pie para que Dillon
dijera de nuevo que pegarse un tiro era la mejor solución. No creo
que lo haya hecho... Si me atengo a lo que dijo en broma, o en serio,
podría pegarse un tiro después de perder en el hipódromo. Ayer no
fue al hipódromo, porque no era domingo". En tono de
intencionada despreocupación agregó: "¿Qué carrerista va a
matarse en vísperas de carreras?"
¿Quiénes quedaban? " ¿Amenábar? No veo por qué iba a
hacerlo. Para suicidarse hay que estar en la rueda de la vida, como
dicen en Oriente. En la carrera de los afanes. O haber estado y sentir
desilusión y amargura. Si no se dejó atrapar nunca por el juego de
ilusiones ¿por qué tendría ahora ese arranque?" En cuanto a
Carlota, la única falta de coherencia que le conocía era Salcedo.
Algo que lo concernía tan íntimamente quizá lo descalificara para
juzgar. Si la imaginaba triste y arrepentida hasta el punto de
suicidarse, caería en la clásica, y sin duda errónea, suposición
de todo amante abandonado. Pensó después en Arribillaga y en sus
ambiciones, acaso incompatibles: un perfecto caballero y un popular
caudillo político. Por cierto, el más frecuente modelo de perfecto
caballero es un aspirante a matón siempre listo a dar estocadas al
primero que ponga en duda su buen nombre y también dispuesto a
defender, sin el menor escrúpulo, sus intereses. Es claro que el
pobre Arribillaga quería ser un caballero auténtico y un político
merecidamente venerado por el pueblo y tal vez ahora mismo jugara con
la idea de empuñar el volante de su Pierce Arrow y darse una vuelta
por la fábrica de Vasena y arengar a los obreros huelguistas. ¿Y
Perucho Salcedo? "Supongamos que no fue el que llamó por teléfono:
¿tenía alguna razón para suicidarse? ¿Un flanco débil? ¿La
deslealtad con un amigo? Birlar la mujer del amigo ¿es algo serio?
Además ¿cómo opinar sin saber cuál fue la participación de la
mujer en el episodio?" Se dijo: "Mejor no saberlo".
A lo largo del día, de la noche y de los tres días más que pasó en
el campo, Arturo muchas veces reflexionó sobre las razones que pudo
tener cada uno de los amigos, para matarse. En algún momento se
abandonó a esperanzas no del todo justificadas. Se dijo que tal vez
fuera más fácil encontrar un malentendido en la comunicación telefónica
del viernes, que una razón para matarse en cualquiera de ellos. Sin
duda la comunicación fue confusa, pero el sentido de algunas frases
era evidente y no dejaba muchas esperanzas: "Imagino cómo te
caerá la noticia", "encontraron el cuerpo en la gruta de la
Recoleta", "se pegó un balazo". También se dijo que
llevado por una impaciencia estúpida emprendió esa investigación y
que más valía no seguirla. Quizá fuera menos desdichado mientras no
identificara al muerto.
En la última noche, en un sueño, vio un salón ovalado, con cinco
puertas, que tenían arriba una inscripción en letras góticas. Las
puertas eran de madera rubia, labrada, y todo resplandecía a la luz
de muchas lámparas. Porque era miope debió acercarse para leer,
sobre cada puerta, el nombre de uno de sus amigos. La puerta que se
abriera correspondería al que se había matado. Con mucho temor apoyó
el picaporte de la primera, que no cedió, y después repitió el
intento con las demás. Se dijo: "Con todas las demás",
pero estaba demasiado confuso como para saberlo claramente. En
realidad no deseaba encontrar la puerta que cediera.
A la mañana le dijeron que se había levantado la huelga y que los
trenes corrían. Viajó en el de las doce y diez.
Apenas pasadas las cinco, bajaba del tren, salía de Constitución,
tomaba un automóvil de alquiler. Aunque nada deseaba tanto como
llegar a su casa, dijo al hombre:
A Soler y Aráoz, por favor.
En ese instante había sabido cuál de los amigos era el muerto. La
brusca revelación lo aturdió. El chófer trató de entablar
conversación: preguntó desde cuándo faltaba de la capital y comentó
que, según decían algunos diarios, se había levantado la huelga, lo
que estaba por verse. Quizás en voz alta Arturo pensó en el suicida.
Murmuró:
Qué tristeza.
No le quedó recuerdo alguno del momento en que bajó del coche y
caminó hacia la casa. Recordó, en cambio, que abrió el portón del
jardín y que la puerta de adentro estaba abierta y que de pronto se
encontró en la penumbra de la sala, donde Carlota y los padres de
Amenábar estaban sentados, inmóviles, alrededor de la mesita del té.
Al ver a su amiga, Arturo sintió emoción y alivio, como si hubiera
temido por ella. Trabajosamente se levantaron la señora y el señor.
Hubo saludos; no palmadas ni abrazos. Ya se preguntaba si lo que había
imaginado sería falso, cuando Carlota murmuró:
Traté de avisarte, pero no conseguí comunicación.
Creo que me llamó Salcedo. No estoy seguro. Se oía muy mal.
La señora le sirvió una taza de té y le ofreció tostadas y
galletitas. Después de un rato anunció Carlota:
Es tarde. Tengo que irme.
Te acompañodijo Arturo.
¿Por qué se van tan pronto?preguntó la señora. Mi hijo no
puede tardar.
Cuando salieron, explicó la muchacha:
La madre se niega a creer que el hijo ha muerto. Me parece natural.
Es lo que todos sentimos. ¿Por qué no quiso vivir?
Amenábar era el único de nosotros que no se permitía
incoherencias.
Adolfo Bioy
Casares
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