Ramoncito
Fitzgerald Olavarría, que leía a Proust y estaba emparentado con
medio Lima, había sido demasiado lindo de niño, delicadísimo de
adolescente, piadosísimo al cumplir la mayoría de edad y,
finalmente, un adulto profundamente depresivo hasta que encontró la
salvación de su equilibrio psíquico en su verdadera vocación:
Sacerdote de moda. Lo suyo, según él mismo confesaba y predicaba
en púlpitos pero sólo en iglesias de San Isidro, lo suyo era
continuar metido entre los millones que su familia había poseído
gracias a urbanizables haciendas aledañas a Lima, y hacer entre los
ricos su verdadero apostolado con el fin de que algún día íntegre
la alta sociedad de Lima pasara por el hueco de una aguja.
Detestaba, eso sí, compararla con un camello, y se deprimía a
muerte cuando alguien se olvidaba de invitarlo a uno de esos cócteles
a los que llegaba vestido con un elegantísimo terno gris y el
cuello sacerdotal por todo sacerdocio, ya que enseguida se lanzaba a
contar chistes y chismes de grupo en grupo, respetando siempre, no
faltaría más, la antigüedad de los apellidos y el monto de las
fortunas. Pero nunca había sido mala la intención del padre
Ramoncito, que vivía en una preciosa casita de estilo inglés, en
pleno corazón de San Isidro, que daba la vida por confesar a los
adolescentes hijos de sus amigos de adolescencia, pero no en un
confesionario de iglesia sino, pero qué moderno es el hijo de
Luchita Olavarría, en la media luz eterna de la salita de su casa,
al lado de la chimenea, fumando su pipa y de tú a tú, por
supuesto.
© Alfredo
Bryce Echenique |