Alfredo Bryce Echenique

No me esperen en abril (fragmento)

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Ramoncito Fitzgerald Olavarría, que leía a Proust y estaba emparentado con medio Lima, había sido demasiado lindo de niño, delicadísimo de adolescente, piadosísimo al cumplir la mayoría de edad y, finalmente, un adulto profundamente depresivo hasta que encontró la salvación de su equilibrio psíquico en su verdadera vocación: Sacerdote de moda. Lo suyo, según él mismo confesaba y predicaba en púlpitos pero sólo en iglesias de San Isidro, lo suyo era continuar metido entre los millones que su familia había poseído gracias a urbanizables haciendas aledañas a Lima, y hacer entre los ricos su verdadero apostolado con el fin de que algún día íntegre la alta sociedad de Lima pasara por el hueco de una aguja. Detestaba, eso sí, compararla con un camello, y se deprimía a muerte cuando alguien se olvidaba de invitarlo a uno de esos cócteles a los que llegaba vestido con un elegantísimo terno gris y el cuello sacerdotal por todo sacerdocio, ya que enseguida se lanzaba a contar chistes y chismes de grupo en grupo, respetando siempre, no faltaría más, la antigüedad de los apellidos y el monto de las fortunas. Pero nunca había sido mala la intención del padre Ramoncito, que vivía en una preciosa casita de estilo inglés, en pleno corazón de San Isidro, que daba la vida por confesar a los adolescentes hijos de sus amigos de adolescencia, pero no en un confesionario de iglesia sino, pero qué moderno es el hijo de Luchita Olavarría, en la media luz eterna de la salita de su casa, al lado de la chimenea, fumando su pipa y de tú a tú, por supuesto.

© Alfredo Bryce Echenique

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