A
Remigio González le había dicho su padre, cuando le despidió allá
en su Lima natal, que no se anduviese con cuentos en París, que le
sacase un enorme provecho a su beca para estudiar cooperativismo, y
que, por encima de todo, mucho pero mucho cuidado con pescar una
gonorrea en invierno. "Hijo mío -le había concluido su padre
a Remigio González, hablándole de hombre a hombre y abrazándole
entre paternal, brutal, y los hombres también lloramente, ante la
puerta de embarque número cinco del aeropuerto de Lima-. No
olvides, mijito mío de mi alma, que yo soy la voz de la experiencia
y que también viví mi París de soltero, allá por el año
veinticinco. Y créeme que un invierno en París es cosa seria y que
con gonorrea el asunto se pone ya de necesidad mortal. Y recuerda
siempre que, por más de la puta madre (con el perdón de aquí tu
señora madre) que esté una franchutita, en el fondo de su alma no
es más que una puta. Y jamás olvides que la piba más bella del
barrio latino terminó convertida en una madame Ivonne, en Buenos
Aires, según canta en un tango el inmortal Carlitos Gardel, que de
minas francesas supo casi tanto como Dios, porque, además, nació
en Toulouse de Francia. Todas, mijito, dan muy mal pago y gonorrea.
Y todas, todititas, son como la Brigitte Bardot esa, que mucho
acentito lindo y mucho pimpollo y pepa de mango, pero que de BB nada
y de PP todo".
Después,
el padre de Remigio González le cedió la palabra, el último
abrazo, el beso conmovedoramente prolongado y el llanto a mares, a
aquí tu señora madre, que ante la puerta de embarque y última
llamada número cinco del aeropuerto de Lima sólo atinó a
desgarrarse aún más, aunque logrando a pesar de todo exhalar un
lamentable y último suspiro de limeña. Consistió éste en la
promesa eterna de llevar el hábito color morado del Señor de los
Milagros cada mes de octubre, porque en octubre se estaba embarcando
suijito, y porque el Señor de los Milagros no le fallaba nunca a
nadie y era el Cristo moreno y patrón de la ciudad de Lima, también
llamada Ciudad Jardín, por entonces, algo que en la altamente
tugurizada Lima que se fue, de hoy y de Chabuca Granda, resulta ya
totalmente imposible y suena más bien a insulto de extranjero
indeseable.
Soplaban
vientos de otoño, de 1964, y de Charles Aznavour cantando La bohème
y Comme c¹est triste Venise, cuando entre varios centenares más de
latinoamericanos de ambos sexos y del más amplio espectro y aspecto
(cholos chatos, multiformes y todoterreno, mulatos alegres al
principio, pero luego los peores para aguantar inviernos de comida
sin picante y lontananzas sin ritmos patrios, una minoría negra,
entre serena, virreinal y muy en su lugar, o sea, sólo por encima
del indio, ningún indio de mierda, un pelirrojo como Dios manda,
arios bajo sospecha y un millonario de verdad, que quería empezar
de cero, como empezó su padre), Remigio González ocupó por
primera vez su lugar en la cola del edificio Chatelet, donde chicas
y chicos españoles y latinoamericanos cobraban mensualmente la beca
del gobierno francés.
El
era el pelirrojo de verdad. Y era tan alto y pelirrojo y fornido que
ya casi no parecía un latinoamericano, sino un actor de Hollywood años
cincuenta representando el papel de Un americano en París. Pero,
no, qué va. A Remigio González, a pesar de la gonorrea mortal de
su padre y del hábito desgarradoramente morado de su señora madre,
su alma-corazón-y-vida lo delataron como un gran seductor made in
Perú y muy años sesenta, o sea, ya casi decimonónico, en el
preciso momento en que llegó a la ventanilla de pago y la
funcionaria de turno -que no estaba nada mal para ser una
funcionaria de turno y porque en tiempo de guerra todo hueco es
trinchera y La bohème, la bohème..., de Charles Aznavour-, con el
fin de ubicar el sobre con sus miserables cuatrocientos ochenta
francos mensuales, le preguntó su nombre, nacionalidad y la rama
del saber que lo había traído a Francia. Sintiendo y tarareando el
orgullo y la felicidad de ser peruano, de haber nacido en esa
hermosa tierra del sol, donde el indómito Inca, prefiriendo morir,
legó a su raza la gran herencia de su valor, etc., etc., y con su
mejor espíritu de futbolista peruano con camiseta patria en estadio
extranjero, Remigio González untó su voz con miel de abejas y néctar
de dioses, y se presentó:
-La
bohème, la bohème, mamasel mamacita. My name is Remi, aunque solo
para ti soy made in Perú, de pies a cabeza, y mi especialidad en el
saber es la de latin lover, pero latino, además, lo cual es, como
quien dice, un primer valor añadido...
El
iba a agregar mucho más, el inefable, caduco y lamentable Remigio
González iba a preguntarle a qué hora salía del trabajo mamasel
mamacita, cuando la funcionaria le rompió en sus narices el sobre
con sus cuatrocientos ochenta francos del alma y del mes, a gritos
se lo rompió, además, llamando a su jefe y éste luego a la policía,
por si las moscas, mientras en la cola enfurecían los españoles
porque ya basta de tanta espera por el pelirrojo ese de eme, coño.
Entre
los latinoamericanos, en cambio, nació al unísono la más alegre
solidaridad anti Remigio González cuando una panameña desenfadada,
de buen ver y mejor estar en este mundo, gritó, autoritaria y
lideresa: "¡Qué cobre el que sigue y que viva el mambo de Pérez
Prado. Y usted, compadre made in Perú, lo menos que agarra este mes
para dormir y comer es un muelle del Sena by night, o sea, que mucho
ojo con los clochards, que también los hay del otro equipo!".
La verdad, hasta Simón Bolívar habría aprovechado ese momento de
total concordia latinoamericana para crear un gran estado fuerte y
unido al sur del río Grande.
"Alfredo
Bryce" -me dije, lo menos bolivarianamente que darse pueda, y
profundamente triste, mientras observaba el avergonzado y solitario
caminar de cabeza gacha con que Remigio González abandonaba al
edificio Chatelet. "Alfredo Bryce" -me repetí,
abandonando enseguida mi lugar en la cola para acercarme al
pelirrojo más derrotado que he visto hasta hoy en mi vida. Pero que
hay gente que hasta la muerte es como Remigio González, aprendí en
aquella oportunidad, cuando al acercarme y presentarme pude
comprobar que hay individuos que, por decirlo de alguna manera, se
crecen ante la adversidad cuando tienen ante sí a un tipo aún más
imbécil que ellos. Remigio González no sólo me dejó con la mano
tendida, sino que pegó un escupitajo que me rozó un zapato, olvidó
por completo y para siempre que acaba de portarse como un imbécil
y, recuperando la totalidad de su metro ochenta y cinco y el
esplendor rojo de su engominado pelo, cruzó la calle como quien
cruza un baile limeño muy 1960 para matar a una hembrita con sus
andares y su mirada, y partió hacia un millón de conquistas
amorosas.
Volví
a entrar al edificio, y me disponía a ubicarme al final de la cola
cuando un español me dio la voz y me dijo que me había estado
guardando mi lugar, delante de él, en esa cola.
-Mi
nombre es Antonio Linares -me dijo-, y vengo de Málaga a estudiar
sociología. Debo confesarte que llevo un buen rato observándote y
que eres el único aquí que no se ha pasado todo el rato mirándole
el culo a las mujeres. ¿Cómo te llamas?
-Bryce...
Alfredo Bryce... Muchas gracias por guardarme el sitio.
-Nada,
hombre... ¿Peruano?
-De
Lima, sí. Y he venido a estudiar literatura francesa.
Antonio
Linares fue mi primer amigo en París. Y fue también mi maestro. Y
aunque con el tiempo el hombre se politizó en exceso y sólo vivió
para su causa, siempre hizo una risueña excepción conmigo, como si
aquel fracaso mío con el cretino de Remigio González le hubiese
abierto una pequeña brecha en el corazón de paredón que reinaba
entre la izquierda de aquellos años. Me refiero, claro, a los
hispanohablantes, a los españoles y, sobre todo, a los
latinoamericanos. Mezclado con éstos, y al mismo tiempo no sintiéndome
jamás completamente mezclado con nada, aprendí que era gente
peligrosa por un hecho fundamental: porque es malo creer en una sola
idea, sobre todo en el caso en que se tiene una sola idea.
En
fin, como el semanario que todos leíamos en aquella época, Le
Nouvel Observateur, muy pronto me descubrí convertido en una suerte
de nuevo observador, a menudo condenado a fracasos como el que había
experimentado sólo por apiadarme de Remigio González. Y entonces
parecía un espectador taurino que, en el medio de la más apoteósica
faena, descubre que a la roja y grave muleta del torero le falta un
pespunte y que, en cambio, la capa trae una alegre y hermosa
perfección que le permite al matador ejercer con plenitud la
personificación de su arte, o sea, aquello que Joselito llamó el
estilo y que, según él, no era otra cosa más que la gracia con
que se viene al mundo.
Por
todo ello puedo decir, hoy, que al inefable matador de hembritas
parisienses Remigio González le faltó siempre un pespunte y que
nunca me cansé de observarlo. En otoño llevaba siempre un
impermeable a lo Albert Camus y Humphrey Bogart, y esquineaba por
todas las calles del barrio latino, poniéndose en marcha, eso sí,
no bien pasaba una mamasel mamacita digna de que él pusiera en
funcionamiento la estudiada y presumida ciencia del enamoramiento
que allá, en su Lima de barrio chico y cortas miras, le había
resultado tan exacta como infalible. Yo conocía sus itinerarios
preferidos y me dedicaba a observarlo con tanta curiosidad como
piedad. ¿Cuál era su error? ¿Cuál era la razón por la que, una
y otra vez, tarde tras tarde y noche tras noche, abandonara el
barrio latino sin una sola presa?
Yo
creo que era que ya las muchachas de aquel momento parisiense y
cosmopolita ni lo entendían. Y que poco a poco el altivo pelirrojo
empezaba a parecerse cada vez más un desamparado indio que baja a
Lima desde sus andinas alturas y quiere preguntarnos algo
desesperadamente, en un idioma que le es ajeno. Se ha dicho, y es
cierto, que por Lima uno pude curzarse con un hombre que acaba de
llegar, por ejemplo, del siglo XVI. Pues eso es lo que creo yo que
le ocurría al pobre.
Porque
cuando llegó al invierno y Remigio González -que, dicho sea de
paso, jamás pisó el curso de cooperativismo para el que se le había
otorgado la beca- estrenó un abrigo simple y llanamente
inenarrable, y se engominó más que nuca su roja cabellera lacia y
dijo más que nunca mamasel y mamacita y ¿voulezvous un café avec
un péruvien comme moi à París la bohème?, Sin la más remota
posibilidad de éxito, él y su decaída fama de don Juanito -éste
era su apodo, desde mediados del invierno, más o menos-, no
tuvieron más remedio que trasladar sus puntos de observación del
devenir femenino al mundo de las hembritas árabes. Y ahí no sólo
fracasó, una vez más, sino que le llegó, además, la noche en que
una mancha estudiantil árabe obró grupalmente, asestándole
tremenda paliza por el solo hecho de haber pisado territorio magrebí.
Y
todo esto se debe, cómo no, a que un magrebí es como un
latinoamericano corregido y aumentado, en todo lo que al eterno
femenino se refiere. Los magrebíes respetan tu terreno con ley de
hampa donjuanesca y hasta le hacen serias y respetuosas venias a tu
pareja, por más bella y sublime que ésta sea. Y, ay, por
consiguiente, ay de ti si te metes con una falda que les pertenece.
Te aplican la ley del más macho con nocturnidad, alevosía y gran
maldad, y eso equivale a que te caen de a montón magrebí y te
dejan bien pateado en el suelo y convertido en carne de ambulancia.
Y
a aquella soberana paliza se debió la prolongada desaparición del
barrio latino, sus esquinas y sus calles, del ya pobrecito Remigio
González, y también su coja y tardía reaparición primaveral en
el bulevar Saint Michel. Dicen que Valle Inclán fascinaba a las
mujeres contádoles mil y una versiones de la pérdida de su brazo.
Limitémonos a decir que, definitivamente, Remigio González no
escribió Divinas palabras ni Luces de bohemia ni nada que se le
parezca, ni muchísimo menos tampoco. Y que con la llegada del
verano, y tras un fracaso en el ambiente de las latinoamericanas,
redujo al máximo su campo de acción y ya sólo probó suerte sin
suerte alguna entre sus compatriotas peruanas. Y que se fue de París
sin saber absolutamente nada acerca de París y que en Lima se quedó
calvo tan rápido que, hablándole muy de hombre a hombre, su padre
le preguntó si por casualidad no había sobrevivido con las justas
a una gonorrea en primavera o en verano, porque la gonorrea en el
París de 1925 del señor González padre también era menos maligna
y mortal que en invierno.
Yo
hubiera pagado por asistir a aquella conversación de hombre a
hombre entre un padre de 1925 y un hijo que regresó del frente de
batalla, en 1965, sin una sola condecoración y sin haber aprendido
absolutamente nada sobre cooperativismo. Pero yo no estaba en Lima
cuando Remigio González regresó de la guerra y perdió
lastimosamente su pelirrojez, muy probablemente debido al clima
desalentador y gris en que debió recordar uno por uno los momentos
mil en que no logró disparar un solo tiro en París.
Y
eso que era terco como una mula, el lamentable y caduco Remigio.
Esto me consta porque, entrado ya el calor fuerte del verano
parisiense, hizo una última aparición donjuanesca por la rue des
Ecoles.
Tuve
el triste privilegio de cruzármelo en mi camino y me detuve para
verlo avanzar en dirección nada menos que al Panteón, con unos
pantalones que ni un torero soportaría, de tan apretados, y una
amplísima camisa hawaiana de mangas super cortas y que le colgaba
por delante y por detrás con dos grandes faldellines. Mataba como
nunca el asfalto poblado de féminas con su andar de torero en prostíbulo
y de esbirro de dictadura trujillista en una imaginaria República
Dominicana de 1965. Ahí lo dejé, camino al Panteón, sin que una
sola muchacha se dignara pegarle una miradita siquiera a aquel gran
macho del novecientos.
Y
seguí caminando por ese barrio latino poblado de latinoamericanos
en el que ya triunfaban un Julio Cortázar, un Mario Vargas Llosa y
un Miguel Angel Asturias. Y en el que todos los latinoamericanos
eran de izquierda. Sí, todos eran de izquierda. Hasta los de
derecha en vacaciones lo eran. Todos, toditos lo eran en aquel
entonces barrio estudiantil por el que yo continuaba caminando y
tarareando una canción que años atrás había dado la vuelta al
mundo, creo:
Pobre
gente de París
No
la pasa muy feliz...
Con
la única excepción de Verita, por supuesto, que, por decirlo de
alguna manera, a París llegó en 1966 para vengar a Remigio González
y volver a izar hasta las nubes el pabellón del eterno seductor
latinoamericano, aunque en una versión bastante actualizada, para
decir la verdad. ¿O qué se han creído ustedes que era Verita?
Verita era...
© Alfredo
Bryce Echenique |