"¡Mamita!
¡Qué tal par de cretinos!", fueron las primeras palabras que
escuché decir a Verita. Aún no lo conocía, ni sabía quién era,
ni sabía tampoco que era peruano ni en qué momento había hecho su
aparición en L'Escale, un pequeño, muy oscuro y sumamente
atabacado local musical, situado en la rue Monsieur le Prince, entre
los bulevares Saint Germain y Saint Michel, y en pleno corazón
elegante del Barrio latino.
Sin
embargo, L'Escale distaba mucho de ser un local distinguido o
minimamente elegante, siquiera, y ahí uno se instalaba como podía
en mesitas apretujadas y se sentaba en incomodísimos y muy bajos
taburetitos, sin saber nunca muy bien qué hacer con las piernas.
Pero aquel simpático y muy popular antrillo era algo así como la
meca musical de los latinoamericanos en la época en que llegué a
París y lo seguiría siendo muchísimos años después. En él habían
cantado o tocado la guitarra, el arpa, la quena, el charango y qué
sé yo cuántos instrumento más del folclor latinoamericano, con la
única finalidad de ganarse un con qué vivir, jóvenes promesas de
las letras y de las artes, como el venezolano Soto, cuya obra plástica
adquiriría con el tiempo renombre universal, Y a él acudía cada
noche, a escuchar su música y beberse tintorros y sangrías de
nostalgia, o simple y llanamente a divertirse con un grupo de
amigotes o con una chicoca, toda una fauna proveniente de cuanto
rincón pueda encontrar uno entre el Grande y la Patagonia.
Una
noche estaba yo ahí sentado con mis amigos y compatriotas Carmen
Barreda, futura gran pintora peruana, Raúl Asín, futuro abogadazo
y hasta presidente de una gran empresa, y el simpático y siempre
correcto Carlos Condemarín, otro mayúsculo futurible más, y no sé
bien si hasta ministro aún en pañales, pero sí algún día
presidente, me parece, de algo tan importante como el Banco de la
Nación o el Reserva del Perú, o qué sé yo, pero a lo grande, eso
sí.
Y
estábamos de lo más tranquilos con nuestra jarra de sangría,
escuchando canciones paraguayas, pasillos ecuatorianos y Juan
Charasqueado, nuestra canción preferida, cuando a alguien se le
ocurrió mandarse La Cumparsita y dos bonaerenses casi se nos
mueren juntitos de nostalgia, a pesar de encontrarse ubicados en las
dos mesas más distantes que había en L'Escale.
-
Llo no aguanto más sin Buenos Aires - se quejó amargamente
el bonaerense invisible de la mesa del fondo del negro local.
-
Y llo mucho más que vos - se amargó lamentablemente el
invisible de la mesa justito al pie del estrado.
-
Fíjate que lla llevo tres días desde que salí - dialogó
en la oscuridad el llo del fondo invisible.
-
Y llo toda una semana - empezaba a batir su propio récord el
invisible de al lado del estrado, cuando se oyó que un tipo soltaba
la carcajada, al tiempo que encendía un encendedor Zippo y se ponía
la tremenda mecha encendida en la cara, para que lo vieran bien y
oyeran aún mejor su irónico y exclamativo comentario:
-
¡Mamita! ¡Qué tal par de cretinos!
Era
Verita, por supuesto, y resultó ser peruano y bien macho, si lo
pide la ocasión, y hasta se puso de pie con el Zippo de fogata,
porque aquí el que ronca ronca y qué, pero felizmente los
bonaerenses ni lo vieron ni lo oyeron, de puro enfrascados en la
nostalgia en que se hallaban.
Así
conocimos a Luis Antonio Vera, alias Verita, por lo entrañable y
simpático que era, ingeniero agrónomo de profesión, enólogo de
especialización, en Francia y donde haya buen vino, hombre de
sonrisa eterna que jamás en su vida había tenido un problema, y
que en su enológico y motorista recorrido por los viñedos de
Europa y media, iba dejando una estela de alegría y positivismo
absolutos y contagiosamente maravillosos. Porque para Verita todo lo
bueno era posible y todo lo malo simple y llanamente imposible.
Verita era un ejemplar único de peruano optimista de principio a
fin y de cabo a rabo, de sol a sol y de año tras año y de década
tras década, mañana, tarde y noche. Yo, un día, por ejemplo, le
pregunté por Cesar Vallejo, el más metafísicamente triste y
pesimista de todos los peruanos, que ya es decir, y que incluso
consideraba muy seria y gravemente la posibilidad de haber nacido un
día en que Dios estaba enfermo...
-
No me vengas con cuentos, hermanito - me interrumpió Verita,
agregando: - Sin ánimo de querer discutir con todo un hombre de
letras de cambio, je je, como tú, permíteme decirte que, por más
grande y genial que fuera Vallejo como poeta, sólo a un huevas
tristes se le ocurre pensar una cosa semejante, y además soltártela
en un poema.
-
Bueno, pero se le ocurrió.
-
Púchica, hermanito. Ponme tú al Cholo Vallejo delante y meto tal
inyección de desahuevina que lo convierto en Walt Whitman. A ese
hombre seguro que le faltaba una buena hembrita y uno de esos vinos
cuyo secreto sólo posee este pechito.
Así
esa Luis Antonio Vera, Verita para sus amigos y Varita Mágica para
sus amigas. Todavía lo recuerdo, corriendo en su moto por todo París
con una chica en el asiento posterior. Y una chica distinta, cada día.
Y sin embargo, Verita no era un donjuán ni un veleta, ni era
tampoco un motociclista que recorría Europa dejando un amor en cada
puerto. Verita era simple y llanamente simpático y contagioso. Sí,
sumamente contagioso. Porque durante el año que permaneció en París
todos conocimos montones de chicas encantadoras y muchos incluso nos
casamos. Yo, el primero. Y nadie tenía un centavo para celebrar su
boda pero eso no fue jamás problema alguno para aquel muchacho tan
generoso como entrañable y alegre. Se conquistaba al primer dueño
de restaurante que conocía, organizaba una colecta en pro del amor,
y todo quedaba pagado en un comedor especial que él hacía cerrar
para los festejos, aunque con una extraña condición, eso sí: que
lo dejaran sacar a la novia cargada del restaurante cuando terminara
el bailongo.
-
¿Y eso por qué, Verita? - Le pregunté un día.
-
Para entrenarme, hermanito - me decía. - Porque el día que Verita
ame, nadie va a amar como Verita. Y a su hembrita la va llevar
cargada por el mundo entero.
-
¿Y por qué no te entrenas cargando a todas las chicas que paseas
en tu moto?
-
Pa' que no se hagan locas ilusiones, pues, hermanito. Cargando a las
novias de mis amigos nadie se hace ilusiones y en cambio Verita se
mantiene en forma para el gran día del amor.
Verita,
que jamás conoció ni oyó hablar de caduco y lamentable Remigio
González, el peruano aquel que tiempo antes de su llegada se pasó
un año entero en París dedicado única y exclusivamente a meterle
letra a cuanta chica se cruzaba en su camino, y que abandonó la
Ciudad luz con la cara de héroe muerto en batalla perdida, tras
haber llegado con un optimismo guerrero que ni los generales
Eisenhower, Patton y Mac Arthur juntos. Verita, que con su
permanente sonrisa, sus ojitos chinos de felicidad y vivaces y
locuaces miraba a mil sitios al mismo tiempo y de cada uno de ellos
le llovía una muchacha para su moto, Verita, sí, era una suerte de
inmensa y definitiva reivindicación del honor perdido por un
peruano tan cretino como creído y tan caduco en su estilo como
lamentable en su grosera ambición. Verita nos había dado, en
cambio, y nos seguía dando cada día, lo mejor de su campechanismo,
de su naturalidad, de su nobleza y de su contagiosísima alegría. O
sea que Verita se merecía lo mejor, y lo encontró en París.
Y
había que verlo y oírlo cuando nos hablaba de su Ingrid, con su
habitual plaga de diminutivos: "Una alemanita, hermanito, una
diocesita, una virgencita de altar", Y se montaba en su moto y
salía disparado a sus cursos intensivos de alemán en el Instituto
Goethe de París. Y nos mostraba feliz las buenas notas que iba
acumulando mientras su Ingridcita visitaba a sus padres en Alemania
para anunciarles su inminente boda con el enólogo peruano diplomado
summa cum laude en la lengua de Goethe y todo. Y la esperaba
soñando en diminutivo y con la más grande y feliz ternura que he
visto en mi vida. Y por mi departamento caía a cada rato para
mantenerse en forma, cargando un rato a mi carcajeante esposa. Y de
mi departamento corría al de otro amigo y luego al de otro y así
de visita en visita para que uno tras otro los amigos le prestáramos
cinco minutitos a tu señora, hermanito, para que cuando mi
Ingridcita regrese yo esté en forma para llevarla cargada por el
mundo entero y sus viñedos...
Nevaba
el día en que tomamos conciencia de que hacía varios meses que
nadie veía a Verita. Y fuimos varios los amigos que nos acercamos
al departamento en que vivía, en busca de noticias. Un portero
locuaz nos hizo saber que el señor Luis Antonio Vera había sufrido
algún tipo de dolencia y que también algún problema personal o
sentimental; lo había hecho vender su motocicleta, cancelar su
contrato de alquiler y desaparecer de la noche a la mañana, sin
despedirse de nadie.
Tuve
que esperar un año para enterarme, de la forma más casual, que
Ingridcita, su alemanita, su diocesita y virgencita de altar, no sólo
lo había estafado, dejándolo sin un centavo, sino que al mismo
tiempo le había trasmitido una enfermedad venérea. Melo contó un
estudiante de medicina que conocí una tarde y que, al enterarse de
que yo era peruano, recordó el caso de un pobre compatriota mío
que, encontrándose en la miseria, se había prestado como conejillo
de indias en una clase práctica de la Facultad de Medicina, a
cambio de un tratamiento gratuito. Se llamaba Luis Antonio Vera y un
catedrático de la Facultad lo había expuesto en su clase como
ejemplo de lo que puede ser una feroz gonorrea, ante un grupo de muy
atentos alumnos.
© Alfredo
Bryce Echenique |