--Vertio
en el vaso una dosis generosa. Con la pinza le puso tres cubos de
hielo. Agitó el recipiente y bebió con lentitud paladeando el
trago. Encendió un cigarrillo. Aspiró y luego echó una bocanada
azul celeste que, rebelde y despeinada, subió caracoleando. Pensaba
en sus relatos. Era cierto lo que había escuchado decir. Sus
personajes nunca presentaban rostro. Discurrían opacos por sus
tramas inmersos en la acción, difuminados. Sabía ya el porqué.
Era el proceso que había utilizado en cada cuento. Pensaba siempre
en un acto inicial, determinado. A veces, en el fin; otras en la
secuencia precisa de los hechos. De esta manera, los personajes tenían
que cumplir un propósito. Se movían, pues, oscuros y encubiertos.
--Miró
el contenido de la botella: apenas llegaba a la mitad. Quería
escribir algo distinto. Sería necesario variar el método. Podría
ser mejor crear, primero, el personaje. Que tuviera vida propia y
luego darle un ambiente preciso y adecuado.
Una
nueva dosis en el vaso. A ver, pensemos. Un hombre bajo, complexión
robusta. El pelo ensortijado y sin peinarse. Cejas pobladas bajo una
frente estrecha. Los ojos chicos, casi juntos, torvos. La nariz
ancha y ganchuda. Labios gruesos. La boca grande, sensual. Los
dientes amarillos y cariados. La tez cetrina con barba de dos días.
El cuello grueso y poderoso, corto. Los hombros amplios. Polo sucio,
de rayas azules, rojas, blancas. Jean descolorido. ¿Zapatos
negros?, no; preferible zapatillas. ¿Alguna seña especial? Sí, ¡un
tatuaje! ¿Un corazón? ¿Una sirena? No, esas cosas son muy
manidas... Preferible pensar en algo raro. ¿Un escorpión tal vez?
¡Exacto!, eso es. Un escorpión que cubra el antebrazo izquierdo.
Este personaje debe ser zurdo.
Lo pudo ver recostado en una columna. Sonriendo, socarrón y
malicioso. Es un tipo muy especial, no hay la menor duda. Lo repasó
severa y minuciosamente.
No
se podía confiar en él. Sentía miedo en su presencia.
Había
que pensar en el ambiente para un sujeto así. Un barrio marginal no
le asentaba. Era un tipo criollo, no encajaba. Si fuera cholo, tal
vez ¡pero éste era zambo! Acaso un barrio de putas y ladrones.
Su
mente divagó por varios sitios. Abajo el Puente, La Victoria,
Lince, San Martín de Porres, Barrios Altos, Comas. Y no encontró
lo que buscaba. Un nuevo trago. ¡Ya está! El barrio de la furia y
el Chimpún. Llevemos a nuestro hombre hasta el Callao.
Cerró
los ojos para ver más claro. El Trocadero, no. Mejor serían bares
y cantinas, la atmósfera que envuelve el Terminal. Calles
tortuosas, malolientes, sucias. Música chicha y marineros ebrios.
Abrió
los ojos convencido. El hombre terminado lo miró de hito en hito.
Se le notaba nervioso e intranquilo. No podía saber que su camino
estaba definido plenamente. Movió los hombros mostrando su
impaciencia.
Se
sonrió. Estaba satisfecho. Faltaba aún la trama para el cuento
pero sentía al personaje vivo. Una vez trasladado a su destino sería
fácil inventar alguna historia.
Volvió
a cerrar los ojos concentrado. Confiaba en su poder de proyectarlo y
seguirlo paso a paso. No era tan fácil en verdad. El personaje, de
existencia cabal, se resistía. Como creación de un humano su
recelo al lugar desconocido era necesariamente humano.
Lo
llevó con la mente, casi en vilo. Veía fantasmalmente las
callejas. Los postes viejos, de luz amarillenta, dormían celadores
de misterio. En la cantina que escogió se agitaba el vocerío
usual. La voz estropajosa de borrachos rugía en el reír de
mujerzuelas. Junto a la puerta lo dejó.
Había
concretado al personaje y se sintió triunfante. Todo salía de
acuerdo con sus deseos. Era el momento de la acción. Pensar
tranquilo cómo desenvolver el cuento. Sólo bastaba con cerrar los
ojos para seguir al hombre en su aventura.
Lo
vio acercarse al bar, desanimado. Era indudable que se sentía solo.
Y no sabía qué hacer. Solicitó un trago al barman que atendía
tras el mostrador. Un homosexual, sentado a una mesa, le hizo un guiño
tentador. Un gesto de fastidio le asomó a los ojos. Le dio la
espalda y observó la sala. Una mujer de rojo, con descaro,
desvalijaba a un parroquiano gordo y ebrio. Un poco más allá, dos
marineros vociferaban en una lengua extraña.
Dejó
por un momento al personaje libre. Se sentía cansado del esfuerzo.
El licor ingerido asentaba ya su efecto. Supuso que podía reposar
por algún tiempo.
No
existía problema. Podría retomar después la línea. Tuvo un
bostezo indetenible y hondo. Cansado, se frotó los ojos. Después
cruzó las manos sobre la mesa y se inclinó para apoyar la frente.
Se quedó dormido profunda y largamente.
El
timbre de la puerta lo despertó. Había perdido la noción del
tiempo. A medias vacilante y sorprendido trató de ordenar sus
pensamientos. Pero le fue difícil mientras repiqueteaba el timbre
en su cerebro. Dio varios pasos hacia la puerta. Al abrirla vio
parado a contraluz a un hombre. Vestía un polo a rayas, multicolor
y sucio.
¡Ya
no aguanto esto más! -le barbotó en la cara-. ¡No soporto ese
mundo de putas y ladrones!
La
luz cercana del farol le dio de lleno al escorpión tatuado. Blandía
fiero la chaira y él no lo pudo eludir. Mientras caía logró
pensar: ¡qué abruptamente terminaba el cuento!
Alberto
Cuadros Román
CUANDO
en 1982 se convocó por vez primera el Concurso del Cuento de las
1000 Palabras, Alberto Cuadros Román decidió debutar en lides
literarias y envió su primer relato que fue premiado con una mención
honrosa. Los 5 años que siguieron le trajeron también máscaras
recordatorias hasta que se mudó a vivir a Venezuela y dejó de
participar. "Soy hijo putativo del cuento de CARETAS",
dice ahora sin poder disimular la amplia sonrisa que le baila en el
rostro. El relato "Un nuevo cuento", merecedor del primer
premio, fue escrito en 1988, olvidado en un cajón, rescatado,
reescrito y corregido una semana antes del vencimiento del plazo. Lo
que, a juzgar por los hábitos del autor, es todo un triunfo, ya que
Alberto Cuadros -empresario jubilado de sesentipico años- nunca
corrige "no por soberbia sino porque pierdo el interés. Es un
gran defecto que espero superar si es que me dedico definitivamente
a la literatura", señala con tono socarrón.
|