Al
entrar en su despacho y acercarse a la librería notó que sus pies
tropezaban con algún objeto olvidado sobre la moqueta o, más
precisamente, que pisaban algo así como migajas de pan, ligeramente
endurecidas y crujientes. Sacudió una pierna, como si pateara un balón
imaginario, pensando que tendría que decirle a la asistenta que
pasara la aspiradora con más esmero, y se sentó delante de su
escritorio, donde permaneció trabajando una hora o dos con notable
eficacia pues se sentía el ánimo optimista y la mente despejada al
salir de aquel interminable verano que había resultado
particularmente caluroso. Cuando se levantó para irse a preparar un
café que le permitiera seguir trabajando una par de horas más, se
acordó de las migajas de pan que había pisado al entrar y bajó la
vista hacia el suelo donde brillaban, efectivamente, unos puntitos
negros fácilmente visibles sobre el crema crudo de la moqueta. Pensó
que las migas de pan no tienen ese color y que, de todas formas, nadie
comía pan en su despacho y se agachó para identificar aquellos minúsculos
puntitos. «Son letras», dijo casi en voz alta, asombrado, tratando
de atrapar una entre sus dedos. Cuando al fin lo consiguió (no fue
tarea fácil pues las letras se enganchaban entre los pelos de la
moqueta) alzó la mano hasta la altura de sus ojos para observar; era
una jota mayúscula, un poco torcida y deformada (se le había
desprendido el punto), pero fácilmente reconocible. La depositó con
cuidado sobre el borde de una balda y trató de coger algunas más sin
conseguirlo al principio, pues sus dedos eran gruesos y toscos, hasta
que se dio cuenta de que la operación resultaba mucho menos
complicada si se los ensalivaba ligeramente para que las letras se
quedaran pegadas. Súbitamente le asaltó una idea terrible y, poniéndose
en pie, como movido por un resorte, alcanzó uno de los libros
alineados en los anaqueles a la altura de sus ojos: era una edición
de bolsillo de las Confesiones, de San Agustín que él había
adquirido hacía ya muchísimos años, en sus tiempos de estudiante.
Lo abrió al azar y fue dejando correr las páginas entre sus dedos,
como si se abanicara con ellas, hasta que detuvo el movimiento con un
gesto brusco en los folios treinta y cuatro y treinta y cinco, que
estaban casi enteramente en blanco, sobre todo el treinta y cinco; miró
las páginas anteriores y constató, desolado, que ellas también habían
perdido parte de sus letras, incluso al título se le había caído la
EFE y el autor había perdido la última sílaba, que había
arrastrado en su caída la tilde de la te. Volvió a colocar el
volumen en su sitio y estuvo inspeccionando todos los que estaban en
el mismo renglón e, igualmente, los de las estanterías
inmediatamente superiores o inferiores, hasta conocer la extensión
exacta del desastre. La caída de las letras parecía haber comenzado
por la parte izquierda del mueble, a la altura de la segunda estantería,
precisamente, en los Contos de Eça de Queiros, publicados por
Lello & Irmao Editores, Oporto, sin fecha, y había afectado, de
manera más o menos grave a, por lo menos, una veintena de volúmenes,
entre ellos las ya citadas Confesiones de San Agustín.
Aquella
noche, con el cerebro algo descompuesto por aquel percance, por
llamarlo de alguna manera, no consiguió conciliar el sueño y
permaneció desvelado, tratando de encontrar una explicación lógica
a tan extraño fenómeno. Pasadas las doce, se levantó y, en pijama y
pantuflas, volvió a la biblioteca para asegurarse de que había
recogido todas las letras caídas por el suelo, y poder comprobar, a
la mañana siguiente, si los libros seguían desletreándose o si se
había tratado de un suceso insólito pero, por ello mismo,
irrepetible.
Amaneció
bastante desmadejado por la mala noche pasada (se había quedado
dormido al alba) diciéndose que seguramente había sido víctima de
una pesadilla absurda y que, por lo tanto, no existía razón alguna
para que se precipitara hacia su gabinete de trabajo, donde sus libros
descansarían, como de costumbre, esperando que los primeros rayos de
sol vinieran a acariciar sus tapas aletargadas. Se duchó sin prisas y
se desayunó copiosamente, para que sus ideas se clarificaran y
ordenaran en su cerebro, y, cuando hubo terminado, se dirigió a su
despacho, relajado y sereno: unos montoncitos de letras yacían sobre
la moqueta; una montaña insignificante, una minúscula cordillera
cuyas últimas estribaciones iban a morir al pie del extremo derecho
de la librería, allí donde guardaba los tomos de lujo, encuadernados
en piel. Era un espacio especial, reservado y protegido de los rayos
de sol que podían menoscabar el color de las tapas, porque él, después
de mucho pensarlo, había ido desechando todos los criterios que se le
habían ocurrido para ordenar sus libros (por temas, por autores, por
épocas, por países, etc) y se había limitado a ir poniéndolos unos
al lado de otros conforme los iba comprando (o hurtando, eso según)
obedeciendo a lo que él había llamado un orden cronológico
existencial. Sólo había hecho una excepción con los volúmenes
de lujo, los tomos de obras completas de Aguilar, por ejemplo,
o la colección francesa de La Pleyade por la que sentía una
devoción particular. Ahora ya no le cabía ninguna duda, la
enfermedad no sólo era real, sino que, desgraciadamente, era también
contagiosa y afectaba indiscriminadamente a todos los volúmenes,
incluso a aquellos que parecían mejor conservados y más lujosamente
encuadernados, fuera cual fuese su edad, su precio, su posición en el
mueble o su valor sentimental. Una buena parte de la mañana se le fue
comprobando los destrozos que la lepra había causado aquella noche;
algunos le dolieron en su propia carne: de las Rimas y leyendas
de Bécquer en la colección Austral (su vigésima edición, de 1959)
que él había leído, sentado en un banco del Retiro, a su primera
novia que le escuchaba con arrobo, no quedaba ninguna hoja completa y
algunas rimas habían perdido estrofas enteras, y de los Cuentos
ilustrados por el autor, de Pedro Figari, editado en Montevideo
por ARCA diez años después, es decir en 1969, se habían caído
también algunas ilustraciones, las más frágiles y delicadas, y le
fue imposible reconocer a los personajes por el suelo porque
seguramente se habían descoyuntado con la caída y sus miembros
andaban dispersos, confundidos con las letras.
La
cabeza le daba vueltas mientras trataba de buscar una solución para
atajar el mal cuyo origen no llegaba a imaginar. Pensó primero que se
trataba ciertamente de una reacción alérgica producida por algún
polen desconocido o maligno que se había colado por las ventanas
abiertas durante los largos meses de aquel cálido verano, aunque,
pensándolo mejor, bien podía tratarse de una contaminación química
originada por una de las numerosas fábricas que escupían sus
residuos tóxicos durante la noche, cuando los sufridos ciudadanos
dormían apaciblemente. Pensó que, con mucha paciencia y una
razonable cantidad de pegamento, quizás consiguiera recomponer los
libros que se le habían descompuesto; bastaba con recoger todas las
letras caídas e ir pegándolas en el lugar que les correspondía. El
choque emocional que había sufrido le había afectado tan
profundamente que su espíritu, desorientado por el carácter insólito
de la lepra que se cebaba sobre sus libros, no fue capaz de discernir
lo disparatado de aquella empresa. Durante el resto de la mañana y
hasta bien entrada la tarde estuvo esforzándose por poner en práctica
su idea salvadora, pero no consiguió más que aumentar su nerviosismo
y pringar todo su escritorio de pegamento. Aunque utilizó cuantos
instrumentos pudo encontrar a mano (las puntas de unas tijeras, la
plegadera, una regla, etc) las mínimas letras eran difíciles de
manipular y una vez que había conseguido seleccionarlas y
embadurnarlas de pegamento, se le quedaban pegadas a las yemas de los
dedos de los que sólo lograba desprendérselas después de
interminables forcejeos y gesticulaciones. Y cuando al fin lograba
completar una línea se percataba, desolado, que ésta se le había
torcido o que había mezclado las tipografías o que los espacios no
guardaban siempre la misma distancia entre sí... todo quedaba
deslucido y feo.
Aquella
noche la pasó entera en su escritorio, convencido de que su presencia
allí era indispensable para detener la propagación del mal y la
consiguiente caída de las letras, y así fue en efecto: nada sucedió,
ninguna letra se desprendió del lugar que ocupaba en la página y, a
la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol iluminaron la
moqueta al pie de la librería, pudo comprobar aliviado que el suelo
aparecía efectivamente inmaculado, limpio. «Ahora que hemos detenido
el avance de la enfermedad, tenemos que destruir las causas», se
dijo. Fue al cubículo donde la asistenta guardaba la aspiradora y
volvió con ella al despacho, decidido a terminar con aquel polen
maligno o residuo tóxico que roía las entrañas de sus libros. La
enchufó y, antes de realizar la operación a gran escala, como si
temiera algún percance imprevisto, efectuó una prueba con un libro
por el que no sentía mucho interés, un viejo diccionario de Inglés-Francés
y viceversa a cuyo canto acercó el tubo de la aspiradora después de
haber accionado el botón de puesta en marcha. Aunque
inconscientemente se lo había estado temiendo, se quedó anonadado al
comprobar el resultado: las letras, que seguramente estaban
debilitadas por la lepra, sin fuerzas para agarrarse a la página, se
desprendieron de ésta con un ligero crujido, como tejido de seda que
se desgarra, y desaparecieron por el tubo de la aspiradora,
respetando, eso sí, un riguroso orden alfabético. Estuvo meditando
largo rato, de pie en el centro de la pieza, sin soltar el tubo de la
aspiradora que seguía ronroneando sin que él la oyera. No le quedaba
más remedio que pasarse las noches vigilando si quería salvar lo que
quedaba de su biblioteca. Fue a la cocina, se preparó un termo de café
fuerte y, al volver a su despacho, entreabrió la ventana para que el
fresco de la noche le ayudara a mantenerse despierto. Después se sentó
en su sillón a esperar.
El
lunes por la mañana, cuando la mujer de la limpieza, la asistenta
como él la llamaba, llegó y buscó su aspiradora en el lugar donde
habitualmente la guardaba, no la encontró. La buscó por toda la
casa, empezando por la cocina y al final, un poco perpleja, abrió la
puerta del despacho del señorito. Éste parecía haberse quedado
dormido en su sillón con una taza de café vacía caída a sus pies,
pero lo más insólito no era eso; unos enjambres de minúsculas
maripositas negras (al menos eso le pareció) se escapaban de los
estantes de la librería, revoloteaban por el cuarto, chocaban contra
los muebles, y huían, al fin, por la ventana entreabierta...
Eduardo Jauralde
jaurald@worldnet.fr
Eduardo Jauralde nace en Madrid en cuya universidad estudia, con poco
provecho y, en general, malos maestros, filosofía francotomista. No
queriendo ahogarse huye a Francia donde cursa también estudios de
Filología española. Luego de viajar, curioso y asombrado, por diferentes
países de América Latina, se establece definitivamente en
Francia donde ejerce la docencia del español y se le despierta una
tardía vocación literaria. Ha ganado tres o cuatro premios de esos
que dan las Cajas de Ahorro españolas y ha quedado finalista en otros
tantos. Por los olvidados meandros del disco duro tiene desperdigados
numerosos cuentos y hasta alguna novela que se entretiene en pulir
durante las horas de ocio.
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