A
aquel Rubén Aizcorbe, el que caminaba por
las calles de Rosario, todavía vivo,
en el invierno de 1975.
Fulgores estallidos,
activados en zonas ocultas. Nada de intentar encontrarlos en un cielo
azul, ni siquiera combinados con rojos o púrpuras de ciertos
atardeceres. Sólo en sótanos. En espacios donde el aire es oscuro, y
tan espeso que trasmite las ondas de los crujidos, las pisadas de los
borceguíes. De los grandes zapatos que golpean contra el piso
superior. Sobre las cabezas aquí, sobre las cabezas allá, las
cabezas y los extremos de los dedos. Que echan luz.
Tantos dedos y cabezas en movimientos desparejos, muchas
veces apenas perceptibles, intercambian fulgores. Fabrican desde sus lóbulos
y circunvoluciones cerebrales, y dejan salir a través de su cuero
cabelludo y de sus uñas, una forma de claridad que las va iluminando
y las retroalimenta en el silencio.
Por lo menos treinta cabezas. Y todas sin desórdenes genéticos.
Seiscientos dedos. Trescientos de manos y trescientos de pies. Los
formatos de todas las cabezas, sus pelos, responden a características
femeninas. Treinta mujeres vibrando y comunicándose, debatiéndose en
una estrechez de espacio intransgredible, como glóbulos a lo largo de
un vaso sanguíneo.
Y ciento veinte extremidades. Sesenta brazos y sesenta
piernas. Nadie con un brazo de más, nadie con cola. Pieles más
oscuras o más claras. No es posible captar diferencias. En realidad
no hay diferencias. O no importan. Nadie puede sobrepasar límites,
nadie puede expresar más de lo que las expresiones de las otras
permiten. Hay medidas impuestas por las circunstancias externas, y
proporciones determinadas en acuerdos mutuos. Hay que cuidar la
condición que las hace una: la de estar vivas.
Hay fulgores. Son las miradas que se cruzan en el espacio.
Son algunas palabras. De entendimientos. De desacuerdos. Se rozan, se
frotan en el aire. Producen luz. Las pupilas se dilatan y pueden verse
unas a otras. Se ven y se descubren intentando moverse, mirarse. Les
da risa el movimiento. A los fulgores se agregan sonidos. Se ríen,
ahogan las carcajadas, las desatan, recuerdan los límites. Se callan.
El aire es una masa de pensamientos que irrumpe por todos
los orificios de todos los cuerpos, y los obtura.
Hay superficies ásperas. Cementos. El cemento del
calabozo del fondo. Perfecto para limar hueso. Raspar y raspar. El
polvo blanco que va quedando se volatiliza, cree desaparecer. Pero por
dónde. Por dónde. El pedazo entero que la mano sostiene y todavía
frota y frota inflamada y caliente, se transforma hasta ser un anillo.
Un llavero, un colgante. Una aguja y saliva, el ácido de la saliva y
el movimiento de la aguja para darles forma a los pétalos de la flor,
al pico del ínfimo pájaro tratando de arrancarse en vuelo desde el
anillo, a las manos entrecruzadas que juntas no alcanzan a medir medio
centímetro. Para una con dedos delgados. Como Chana.
Hay superficies ásperas. El cemento del calabozo. O la
piel. La piel como se pone en los sótanos.
El ruido de metal. Las rejas golpeando contra la pared húmeda.
La celadora enclavando todos sus ángulos, su nariz y sus dientes, a
la entrada del pabellón, para largar el alarido: Está prohibido
raspar huesos en el cemento y ustedes ya lo saben.
Y otra vez el ruido del metal. Y del candado.
Susana está parada frente a la reja y no emite sonidos. Sólo
eleva el lado izquierdo del labio superior y entrecierra los párpados.
Gira y camina hacia el calabozo. Con el hueso en la mano raspa y
raspa. La piel de los dedos se le va desprendiendo mezclada con el
polvo blanco que llena el aire.
Las pieles. La epidermis y todos esos orificios. Para que
entre qué. Para que no entre qué. Treinta pieles. Treinta texturas.
Y de muchos orificios salen pelos.
Tantos pelos por todos lados. Y sólo una pinza de depilar
que se mantiene con los demás tesoros: la radio a transistores, el
reloj pulsera, los tres tanques de biromes y las dos agujas de coser,
debajo de la baldosa suelta del baño. Que les ocupó el trabajo de más
de un mes levantar y ahuecar en el concreto. Hay brillos. No son las
agujas, que están bajo las baldosas. Son algunas palabras que corren
entre bocas y oídos. Sesenta oídos, treinta bocas. Que van de uno a
otro. Sonidos significando Susana, hacé menos ruido.
Brillos que pueden ser palabras, o la energía de una
cucaracha en su recorrido hacia la cueva.
O el sonido de la respiración de Maura que sin embargo es
tan sana con toda su vejez y su mal humor. Sus carnes duras, tensas.
Su pelo grueso, tenso, sus iris gruesos, tensos. Sus ceniceros,
platos, hechos de arroz blanco amasado, de ese arroz que les
repartieron a modo de almuerzo más o menos tres meses atrás cuando
todavía les daban alguna comida, y cuyas sobras ella aprovechó para
entretenerse, crearse una tarea, una tarea gruesa. Tensa. Los
ceniceros blancos, secos, acumulados bajo su cama.
Brillos que pueden ser la energía de una cucaracha
tratando de llegar a su cueva, o el sonido de la respiración de
Maura.
Maura respira. Y respira Griselda al concentrar en un
punto del espacio, de la oscuridad del espacio, los diversos formatos
de imaginación y de memoria que le permiten reconstruir las páginas
de Grante Sertão: Veredas, los episodios, las metáforas tanto
que todas necesitan la metáfora para la reunión de mañana a las
dos.
Mañana le toca a Griselda reconstruir una novela leída
en libertad, para las demás. Y Andrea, si la información que dé
Griselda es suficiente, tiene que escribirla en cinco papelitos de
armar cigarrillos, con letra milimétrica, usando uno de los tanques
de birome del tesoro. Y hay veinte destinados al Anti-Düring.
Trabajo de Dora. Quedan menos y menos papelitos, pero la biblioteca
crece.
Y Liliana, especializada ya, después de tantos, armará
el vaginal. Impermeable, envuelto en capas de polietileno de alguna
bolsa entrada en épocas en que todavía se les permitía depositarles
alguna comida. Sellado con brasa de cigarrillo. Y adentro. Con o sin
menstruación. Hasta ahora han logrado evitar que en las requisas les
metan los dedos. Todo lo que se ha estado guardando vía vagina, se ha
venido salvando. Y la biblioteca es indispensable. Contiene sus
pensamientos. Su caudal intelectual. Su aprendizaje. La enseñanza de
unas a otras. El intercambio. La justificación de resistir. La
biblioteca confirma la existencia de todas. De cada una.
Es tan sana Maura con sus sesenta y cinco años. Y tan
dura.
Fulgores. Hay ciertos estallidos.
Los de los ojos de veintiocho de las treinta cabezas.
Disminuyendo. Amainando. Hasta el día siguiente. Dos, alertas. Dos
cada dos horas. Hay que velar por el descanso de la mayoría. Hay que
tratar de captar los movimientos en el piso superior. Entra gente.
Sale gente. Emergen sonidos. Gritos de dolor. Carcajadas. Música.
Insultos. Hay que tratar de enterarse con cierta anticipación de lo
que sea que los que caminan por arriba decidan sobre sus cuerpos. Hay
que vigilar a los que las vigilan.
Después, largo el silencio. Berta y Mónica en el rincón
de las guardias, esperando. Y nada. Nada para interpretar. En los últimos
cuarenta minutos, nada que sea necesario descifrar para el resto.
Y ahora un crujido. Un chillido metálico. Sus dos cabezas
femeninas giran
en la búsqueda. Y es adentro. Es Beatriz que mueve los elásticos de
tejido de metal con su esfuerzo para incorporarse desde ese pozo que
es la cucheta superior. Y pega el salto. Beatriz, que va a orinar.
Con sus pasos cortos. Lentos. Para no desatar una reacción
de los policías que las apuntan desde arriba, desde afuera, con los
caños de los fusiles, a través de las rejas de las ventanitas del sótano.
Entreabre la puerta. Se mete en el baño. Regresa rápido. Mueve una
mano para Berta y Mónica que mueven sus manos para ella. Nada nuevo.
Apoya su pie en el borde de la cucheta inferior. Sin querer despierta
a Silvia. Salta. Y se hunde en el pozo de metal tejido.
Silvia gira hacia un lado y hacia el otro en su propio
hundimiento. Siente la presión de la vejiga. El balanceo de su cama
por el regreso de Beatriz siente, y la presión de la vejiga. Asoma
los pies. Camina lento y a pasos largos, apoyando los dedos más que
los talones. Entreabre la puerta del baño. Sale muy pronto. Enfoca a
Berta y a Mónica con los ojos muy abiertos. Ellas niegan con la
cabeza. Llega a su cucheta. Se apoya en el borde, entra y se tapa.
Sacude un poco a Beatriz.
Dónde la alegría. Dónde. La alegría.
Un reflejo. Como de luz. De espejo. Que pasa a velocidades
supra humanas. Que cruza recto por los espacios que todavía quedan
entre unas y otras. Por las distancias que encuentran entre unos
sonidos, palabras, y otros, entre un gesto y una expresión que lo
completa. Un reflejo. Como de luz. En el que ellas ven sus propias
caras, sus propias pestañas protegiendo los ojos, sus propios
dientes. Pasar. Sus propios párpados y frentes circular a velocidades
sin registro. Pero están entrenadas en la rapidez de acción, y
alcanzan a saludarse y a sonreírse. Y a saludarse una vez más.
Se ven, se hablan, arman conversaciones hilvanadas. O se
desconocen a sí mismas. O se interrogan y se dan una respuesta. O sólo
se observan extasiadas por todo el tiempo que dure la alegría.
Pero no esperan nada. La alegría es parte de lo que va a
venir sin esperarlo. Tiene que estar allí. Tiene que haber.
La sábana se va extendiendo. Cuatro manos, dos de cada
extremo, la estiran y van sosteniéndola de los bordes de las
cuchetas, apretándolas entre el colchón y el metal. Eso va a ser el
telón, el fondo del escenario.
Más de veinte cabezas se esfuerzan hacia arriba para tratar de
entender los movimientos preparatorios. El grito No espíen
vibra y provoca risas. Y más risas.
Que quedan girando sobre su propio eje, en ronda, metiéndose
en los huecos, como humo, esperando la llegada de las próximas.
Unos dedos apareciendo por detrás del telón anuncian el
comienzo y mientras las voces, ruidos, no paran, un guardia pretoriano
se mete por debajo de la sábana imponiendo el silencio.
Las cabezas se envían reflejos, los ojos se abren y se
cierran en la excitación, cómo lo hicieron, de dónde sacaron tanto
papel plateado, cómo armaron las sandalias, y el guardia pretoriano
blandiendo la escoba como lanza y respondiendo De los paquetes de
cigarrillos que quedaron del año pasado. Pero si el grupo teatral que
debuta el viernes próximo ya está planeando utilizar el mismo
recurso, va muerto: los usamos a todos. Y los gritos del público Calláte,
pretoriano, que te vamos a expropiar el papel plateado ahora mismo. ¡Que
empiece de una vez!
Y Cleopatra asomando medio cuerpo y rodando dentro de las
toallas que hacen de alfombra, surgiendo desde el enredo y recostando
su cuerpo sobre el piso de baldosas negras y descascaradas, cubierta
por algún camisón posiblemente de Maura por lo inmenso. Levantando
las cejas y frunciendo el labio Cleopatra, mirando al público
instalado a su alrededor y sentado con las piernas colgando de las
cuchetas superiores, echándole esas miradas seguro muy similares a
las que la faraona lanzaba, arrogante, sobre sus súbditos. Por
supuesto. Y carcajadas. Y Julio César envuelto en otra sábana
irrumpiendo a los gritos, llamando Cleo, Cleo, la luz de tus ojos
violetas... y desde el público La de los ojos violetas es Liz
Taylor, idiota, y otra Bueno, si es lo mismo. Y carcajadas.
Y Julio César contestando desde el escenario Cómo que es lo
mismo, por favor no insulten a mi reina, y la reina asumiendo su
papel arqueando la ceja izquierda, señal a la que el guardia
pretoriano responde poniendo la lanza cabeza abajo y barriendo el
piso.
Julio César es un viejo verde, que salga Marco
Antonio, ¿no tienen un Marco Antonio ahí atrás?, viva Marco,
Marquito, y Marco Antonio emergiendo entre bambalinas, envuelto en
otra sábana y con los brazos en alto hacia el pueblo que lo aclama, y
las carcajadas incrustándose en los espacios que dejan entre unas y
otras las palabras Este es mi pueblo, el pueblo por el que lucho,
el que me justifica, mientras Cleopatra no logra contener las lágrimas
arrancadas a la risa que se le atasca en la garganta, y el público
desde las cuchetas Eso, eso, dale Cleo, decidite por Marquito,
y Cleopatra: Pero lo de la alfombra era una atención para Julio, y
éste está acá de puro metido, y risas, y la reja metálica del
pabellón abriéndose, de pronto.
Se abre, y tres fusiles automáticos livianos entran
apuntando a la locuacidad de Cleopatra y Marco Antonio, en manos de
tres policías uniformados, con dos celadoras como escoltas, todos
ellos gritando Entreguen la sábana, y el silencio cortando el
aire. Julio César preguntando ¿Cuál de las tres?, ¿la mía, la
de Marco Antonio o la del telón? Y las carcajadas otra vez, y las
mujeres del público Celadora, ¿para qué quieren la sábana?
El policía balbuceando Señoras, no se olviden de que ustedes son
presas. Y saben muy bien que está prohibido el teatro aquí abajo.
Entreguen la sábana. Cleopatra aventurando Si la quieren sáquenla
ustedes. Y los caños de los fusiles enganchando el lienzo blanco,
tironeándolo y arrancándolo. Y los policías con sus escoltas
retrocediendo y apuntando, retrocediendo y saliendo, cargando y
enarbolando su trofeo, su estandarte. Haciendo mutis por el foro. Y el
ruido del candado. Y Andrea desde el fondo del pabellón desarmando su
cama y atravesando las flechas de luz de tantos ojos, aquí va otra
sábana, las manos estirándola, volviendo a construir el
escenario.
La pared y la humedad de la pared, los cables eléctricos
atravesándola desde quién sabe cuántos años, triturados,
transmitiendo la corriente hasta los hombros que se apoyan, las
cabezas. Las cabezas iluminando el muro con los ojos, que se
desplazan, buscando el origen de cada movimiento. Del sonido.
Es Flor. Que se rasca. Flor que se irrita la soriasis de
las piernas con las uñas cortas y rellenas de piel volátil. Blanca.
No te rasques, la voz aguda, te estás
arrancando los pedazos. Verónica explora los movimientos de la
mano de Flor, repite el tono profesional, Frótate con la palma, o échate
agua. Flor se da vuelta con pómulos indiferentes y
obedece. Se frota con la palma. Camina lenta hasta el baño y se echa
agua.
Claudia asoma los brazos desde las cuchetas del fondo del
pabellón, desde el rincón de las noticias, y llama. Todas las
frentes tensas miran hacia ella. Van dos y vuelven a informar al
resto. "Tres delincuentes subversivos fueron abatidos por fuerzas
combinadas del ejército y de la policía en un operativo regular
llevado a cabo en horas de la madrugada de ayer. Cuando los efectivos
del orden intentaron reducir a los ocupantes de la vivienda ubicada en
el numero 126 de la calle Uriarte, uno de ellos una mujer joven con
varios meses de embarazo, éstos resistieron provocando un tiroteo en
el cual los tres terroristas resultaron muertos. Hasta el momento sólo
se conoce la identidad de la mujer, de nombre Marisa Elsa Sierra,
oriunda de Los Ralos, provincia de Buenos Aires".
Claudia a cargo de mantener informadas a las treinta
cabezas. Sacude los brazos y el flequillo negro y lacio que le
bailotea sobre las cejas italianas, en ángulo. Desde detrás de la
cucheta de Maura, oculta por el cúmulo de ceniceros de arroz y las
pilas de elementos misteriosos que atesora la vieja. Claudia transmite
lo que suda y lo que escucha. Por los poros del cuello y de las palmas
larga un líquido que es casi orina. Dicen que resistieron. De
alguna boca sale Marisa no tenía armas ni nunca las tuvo. Y lo
espeso. Lo espeso del aire se solidifica inmovilizando brazos y
cabezas por un momento.
Cuidado, escondan la radio. Viene la comida. Berta
girando hacia atrás su rostro y captando sonidos metálicos de olla y
cucharón como un radar, de llaves y de pies contra los pisos de
baldosas, La celadora, y abre la reja la celadora rubia de
rulos adheridos al cuero cabelludo, con un tic que le hace cerrar el
ojo derecho cada cuarto de minuto, y la otra pálida y ojerosa y de
pelo negro y lacio recogido con una hebilla plateada en la nuca. La
ojerosa con la gran olla en las manos, con expresión de agarren esto,
y Olga extendiendo los brazos todavía inmóviles, automáticos, Olga
encargada de recibir y distribuir la comida de hoy, junto con Telma.
Mañana Sara con Teresa. Los ojos de Olga aproximándose al interior
del contenido líquido y grisáceo. Pronuncia Sopa otra vez
mientras las celadoras cierran las rejas y se van.
Y la rubia de rulos se vuelve hacia la reja, asoma su
nariz entre dos barras de hierro, pega los pómulos y aclara Desde
hoy, sopa sin huesos. Prohibido fabricar anillos en los calabozos de
cemento. Y esboza una sonrisa de dientes abiertos y amarillos.
Como huesos. Como los mejores caracúes, los más duros, los que
pueden usarse también para pendientes delicados.
Olga hace bajar los ojos al fondo de la olla y corrobora
la ausencia.
Y varias cabezas de las treinta se inclinan hacia el líquido
opaco, lo estudian y deciden que antes de que se enfríe, hay que
tomarlo. El largo mesón de madera astillada y sin pintura recibe el
sonido de los platos de metal y lo absorbe, lo acalla, lo hace neutro.
Los platos de metal reciben el sonido del líquido cayéndoles, y lo
absorben, lo acallan, lo hacen neutro. El líquido ahoga el ruido de
cucharas buscando alguna solidez, pedazo de algo, y lo convierte en un
movimiento ansioso y continuado . Una cadena de manos dándole forma
al aire, moldeando el recorrido vertical hacia las bocas. Hacia las
gargantas, que permiten el paso de la historia arrastrada por los líquidos
salados sin origen, con origen en vegetales pálidos y secos. Hacia
atrás y hacia adentro, a circular por treinta esófagos tensos, a la
espera. Atrás y adentro la historia, a ser digerida y transformada en
quién sabe qué, en cuántas cataratas internas, silenciosas. En qué
formatos de lagos y espesuras, en qué esplendor de rincones. En qué
coros. En qué conjuntos de voces mañaneras. En qué gritos.
Telma termina el líquido y levanta de la mesa el plato y
la cuchara, y del banco los muslos y los glúteos anchos levanta,
ablandados. Y camina. Y los demás pies caminan. Y las cabezas se van
trasladando una tras otra, y los platos son transportados por las
manos. Y apilados dentro del lavatorio del baño. Olga lava.
Fulgores, estallidos, activados en zonas ocultas por la
potencia del hambre.
Los cuerpos livianos, somnolientos, acomodan sus células
a las ondulaciones de las camas. Los párpados cayendo sobre toda la
cara. Sobre toda la piel. Sobre los hechos.
Hay fulgores. Son el frotamiento de las moléculas que
conforman los músculos y las paredes del estómago. Salen por los
ombligos, por las bocas, se encuentran en el aire, chocan, producen
luz. Llaman la atención de las cabezas, se levantan los párpados, se
cruzan las miradas, se reconocen, se hablan, Carla dice Les cuento
una película. Las que quieran escuchar Butch Cassidy que se acerquen.
Y treinta estómagos se ubican rodeando la cama de Carla, sobre el
piso, colgando de las cuchetas altas, sentándose en las bajas. Y se
abren. Se abren para deglutir los gestos, las miradas, las palabras
que Carla pronuncia letra a letra, los colores. Los sepias, los
caballos, la bicicleta mágica. La música, los trenes. Los marrones
del sol. Los ojos de Paul Newman. Los disparos. El movimiento de
sombreros.
El polvo y el sudor adhiriendo los cuerpos al camino. Los
vestidos frondosos de la amiga. Las maletas. La luz de los desiertos.
Los miedos trasmisibles. La agonía detenida en el brillo del cielo
azul. La muerte suspendida en el aire caliente, boliviano.
Las cabezas, los brazos, los pies, tratan de olvidarse de
las vísceras. Sara flexiona con insistencia los dedos de su pie
derecho, los aprieta, los abre. Los estira. Desde su extremo opuesto
los observa, los mide, los calcula. De su boca semiabierta sale Debe
estar por llover: me duelen los juanetes. Las cabezas se levantan
contra el aire oscurecido y los ojos atraviesan el tejido de alambre y
las rejas de las ventanas altas, imposibles. Por el espacio de medio
metro de abertura, allá arriba, pueden darse una idea del estado del
cielo. Tratan de investigar, se movilizan, recuestan sus cuerpos
contra las paredes, los alargan. Se deslizan. Toman distintos ángulos.
Sólo logran un gris como de plomo, que tanto puede ser un cielo de
tormenta como un atardecer filtrado por las sombras.
Segundos, gestos, minutos, ademanes. Liliana, Elizabeth y
Telma aumentan, se duplican, son su propio discurso, sus clases de
anatomía, de francés y de historia. Los tres grupos se chistan, Bajen
la voz, no dejan trabajar al resto, coinciden en la forma de
expresarse, cada una es, a veces, espejo de las otras. Se ríen. Yo
no estoy gritando, sos vos, Liliana, grita Telma, y Elizabeth las
mira incrédula y les grita Cállense que mi grupo se distrae.
Y avanzan las tres clases en silencio. Y el tiempo avanza a saltos y
en silencio. Hasta que Andrea y Celia, desde sus puestos de guardia,
agitan brazos, músculos de las caras, muestran dientes, señalan
hacia las rejas de la puerta, Dispérsense, alguien viene. Las
integrantes de los tres grupos se separan, se mueven, se tensan hacia
el frente del pabellón. El ruido de candados. Las rejas abriéndose.
Dos celadoras, una con todas las llaves en la mano, la otra con el
gran recipiente metálico balanceándose y despidiendo vapores de quién
sabe qué, pero caliente. Susana ve a la celadora de las llaves mirar
hacia las zonas donde se habían estado dando los cursos, le sigue la
mirada, revisa si no han quedado apuntes, papeles en las camas. Gloria
también se alerta, se moviliza con las treinta cucharas, haciéndolas
sonar, hacia la larga mesa de madera, desvía la atención de la
celadora, o trata. Qué estaban haciendo, señoras, ya saben que
aquí no se dan clases ni se canta, esto no es la universidad, ni se
reúnen en grupos de más de tres, así que cuidado le sale a la
celadora de la boca abierta. Esta comida es muy poca contesta
Olga No alcanza. Y el ruido del candado. La ojerosa de pelo
negro se vuelve, aclara Tenemos orden de darles esa cantidad señoras.
Eso es lo que nos traen para todas. Y sale, con su hebilla
plateada incrustada en la nuca. Y la rubia: Y agradezcan que hay
algo. Y que están vivas. Y se aleja con pies de policía. Silvia
mira la cara de Claudia, Claudia observa a Susana, Susana presta
atención a Elvira, Elvira investiga a Dora y a Leticia. Telma
distribuye polenta, saca de un plato para completar otro, mide,
calcula y raspa el fondo de la olla.
Acérquense al faisán, princesas grita Olga, y
algunas risas, sonrisas lentas, se dan lugar alrededor de la mesa de
madera.
Llueve sentencia Sara, y algunas detienen sus
cucharas, observan el hilo de agua que está filtrándose por alguna
brecha entre el alambre tejido y las ventanas. Las otras comen. Se
observan entre sí comiendo, y comen.
Olga recoge los platos de la mesa. Telma lava.
Otra vez los candados, las rejas que se abren las dos
celadoras y dos más, del turno de la noche, gritan Recuento, señoras,
las cabezas se forman en hilera, Las manos atrás grita la
rubia, y cuentan, se ponen tensas. Dónde está la que falta,
vuelven a contar, Contesten dice la ojerosa. Se escapó por
el techo se ríe por lo bajo Sonia, Se calla señora y me
contesta, y aparece Telma desde el baño con las manos chorreando
espuma y a los gritos, Una rata en el tarro de basura, celadora,
y todas las caras risueñas y asustadas. Señora, póngase en la
fila y en silencio. Están todas sancionadas pronuncia con los
dientes una del turno nuevo, y Sonia Y con qué nos van a castigar
si ni comida tenemos, celadora, y escuchan las rejas golpeando
contra el marco de metal, y el candado estridente, y las cuatro
mujeres de uniforme yéndose, y algunas risas, insultos, quedan
movilizándose en el aire oscuro, girando, rotando, disminuyendo la
energía. Vuelve la ojerosa y se asoma y deja salir Ustedes que son
tan creativas debieran saber que siempre hay alguna forma nueva,
diferente. Y Sara: Parece que usted es más creativa que
nosotras, celadora. Y treinta gargantas tragan saliva, y más
saliva.
Casi todas se aproximan a Estela, Estela es el atractivo,
el imán de la noche. Estela preparándose en una de las camas,
haciendo girar sus dedos entrenados, armando cigarrillos,
administrando el tabaco, Se va acabando comenta, compartamos
estos seis entre las treinta. Estela asoma la lengua, humedece el
papel, los va pegando. Mojalos menos, que se rompen sale de la
boca de Berta, y Estela Callate y fumá, que de estos privilegios
quedan pocos. Se miran entre sí. Y succionan el humo hasta el estómago.
Cada cigarrillo recién armado pasa de boca en boca, se
termina. Las luces que se apagan, las cabezas, las mentes se acomodan
al sueño. Emiten sonidos, palabras, risas de una cama a la otra, se
hacen bromas, las de abajo meten los dedos a través de los orificios
de los elásticos de las camas de arriba, las que se acuestan arriba
insultan, con sus almohadas pegan a las de abajo, más bromas, más
risas ahogadas. Pasos desde detrás de las rejas, una celadora que se
asoma, Señoras, basta de risas, es hora de dormir, y se queda
allí, callada, pispeando movimientos. Hada y Julieta están haciendo
las dos primeras horas de guardia de la noche. Se mantienen calladas,
ocultas en un rincón entre el piso y la última cucheta donde el foco
de seguridad casi no ilumina.
Débora se mueve. Se la oye. Su colchón puede oírse, el
chillido opaco, detenido en el aire. La respiración altibajante y
hueca. El reacomodamiento de sus huesos. El roce del pelo lacio y duro
contra el tejido rugoso de las sábanas. Hada abre los poros, presta
atención desde su puesto. Débora gira todo su cuerpo, emite sonidos
por la boca entreabierta, vuelve a su posición original, se agita,
tironea las mantas casi con las uñas. Se tapa la boca con una de las
manos, se incorpora, se sienta en la oscuridad como impulsada por un
resorte contra la larga espalda rígida, ojos abiertos, negros. Y
lanza un alarido.
Las demás se despiertan. Se van sentando. Los Qué
pasa dan vueltas, giran, se debaten, pueblan todos los huecos en
el aire.
Débora contesta perfeccionando el grito, refinando el
sonido, puliendo los acordes. Los cuerpos saltando de las camas,
rodeando la cucheta de Débora, emanando agujas de miedo por los
poros, soltando temperaturas de afecto y de silencio.
Pasos desde detrás de las rejas. Aproximándose y
creciendo. La celadora con la nariz abierta Qué pasa, señoras,
la voz de Mecha tocándole a Débora el hombro más cercano, el borde
del cuello, de la nuca, Qué es lo que te pasa, y Débora, su
encía enrojecida calentada. Me duele esta muela, se aprieta la
sien izquierda con los dedos, Le duele una muela, celadora, y
la celadora Que deje de gritar la detenida. Que se calle. Y Débora
Necesito un dentista, un calmante, me estoy volviendo loca,
celadora, manden al enfermero. Y la celadora Baje la voz que
esto no es un hotel de lujo, y si no se calla no llamo a nadie. Y
Débora Necesito un dentista, un calmante, aumenta decibeles,
hace explotar los ojos de las cuencas, se le moja la cara, se mezcla
la saliva con las lágrimas, No aguanto el dolor despide, no
lo aguanto, y la voz de la celadora desde la sala de guardia Ya
le dije, si grita no hay calmante. Yéndose, la celadora saliéndose
del campo visual de Débora y de todas.
Una voz más, dos voces, Celadora, por favor llame al
enfermero, sin respuesta. Y Débora hundiéndose en las
oscuridades de su boca. En los orificios permeables de sus caries.
Se mueven. Regresan a sus camas. No vuelven a dormirse.
Las luces de la noche exterior se mezclan con los reflejos de la noche
interior. Se agitan entre sí. Unos a otros se gastan. Se consumen.
Débora no deja de emitir sus sonidos. Los treinta pares
de ojos permanecen abiertos, pestañeando al ritmo de los insultos de
Débora. Hasta que llega el día.
Y llega el recuento, la hora de la ducha fría, y el
momento de lo que las celadoras llaman desayuno. Y después de haber
tragado el líquido verdoso, las maneras distintas del silencio. O del
ruido.
Andrea trata de concentrarse en el repetido y siempre
cambiado relato del secuestro de Berta lo único que importa es
la esencia, porque las interpretaciones pueden ser infinitas, éstos
son hechos complejos se justifica Berta al ver sonrisas irónicas
flotando, pero hay pequeños sonidos que la absorben. Que reconoce y
la atraen. Y suceden afuera. Andrea se olvida de Berta. Lo que siente
está sucediendo sobre la pared del sótano que habitan. Son golpes
secos y seguidos contra la calle interna que rodea el edificio de la
Alcaldía donde están y respiran. Va detrás del sonido con los ojos,
busca el movimiento conocido, la vibración, el eco. Y persigue las
ventanas. Y se trepa de un salto a la mesa apoyada contra la pared
descascarada y fría, y por la ranura, entre la hoja y el marco de la
ventana, ve. Ve los zapatos, altos, marrones, lustrosos, de su madre. Mi
mamá dice, y está con otras madres. Y los cuerpos se van
desprendiendo de las cuchetas, se van alargando, parecen chicles estirándose
en brazos y cuellos y ojos desorbitados, ávidos, hasta que ya no hay
lugar sobre la mesa, Vienen a dejar paquetes de algo dice
Silvia, y Andrea se resbala y cae al piso, y dos desde arriba la
ayudan a recuperar sus diez centímetros cuadrados, se reincorpora al
grupo, sube, aprieta el cuerpo contra la pared, la garganta contra el
borde de madera, los labios redondos contra el alambre tejido, y los
separa, y dice Mamá en voz baja, y disminuyen los ruidos y los
chistidos en el sótano, los músculos se tensan, los tendones
inmovilizan dedos y palabras. Mamá repite, da un paso atrás
sin que te vean, eso, da otro, otro más, cómo está papá, no digas
nada, no mires para abajo que se van a dar cuenta. Te reconocí por
los zapatos. Escuchame, grabate este número de teléfono, 252977, es
de la familia de Débora Glovsky. No los busques ahora aquí, llamalos
después, desde tu casa. Deciles que presionen por un dentista, que Débora
ya no aguanta los dolores. Mamá, comprate zapatos nuevos. Éstos son
de principios de siglo. Qué traen, por qué vinieron tantas madres.
No me contestes. Nosotras estamos bien, pero no nos dan comida. Pidan
por un dentista para Débora. Y los zapatos marrones que se alejan
un paso, dos, tres pasos más hacia adelante.
Los músculos en tensión se aflojan, los pies descalzos
sobre la madera del mesón se mueven y hacen ruido, y van saltando
hacia el piso de baldosas.
Da vueltas la pregunta Qué estará pasando de
cabeza a cabeza, suspendida en el aire del sótano, golpeando contra
una frente y otra, rebotando. Y disolviendo las miradas, la voz de
Elizabeth Andrea, tu mamá se está yendo, y Andrea Chau,
mamá, y la voz entrando a través del alambre tejido y de las
rejas Mataron a Juan Carlos, y Andrea ¿Cuál Juan Carlos,
mi primo o tu vecino? Y la madre Tu primo. Me voy a llamar al
padre de Débora. Decile que se calme. Y los zapatos no se
detienen, no dejan de hacer su ritmo pegado a las ventanas del sótano.
Y se pierden.
Andrea se sienta en la cucheta, los dedos descalzos contra
el piso, los talones suspendidos, las rodillas abiertas, los codos
clavándose en los muslos, las manos cubriéndole la cara. Dice Por
qué Juan Carlos, Silvia se le aproxima: ¿El abogado?
Andrea quiere decir que sí, pero sólo mueve la cabeza.
Débora lanza un suspiro y después un grito, grita Celadora,
necesito un calmante y se oyen pasos, desde atrás de la reja
vienen, y es otra celadora, la del turno de día. Tengo orden de no
llamar al enfermero si grita, mira curiosa, Liliana se acerca a la
reja y le pregunta Celadora, por qué había tantas madres afuera,
la celadora mira hacia atrás, hacia el área de la guardia policial,
verifica que nadie está escuchando a sus espaldas, Las han
autorizado a traer paquetes una vez al mes, con algodón, dentífrico
y papel higiénico, porque ya no va a haber visitas este año, ni el
próximo pronuncia, masticando las letras, triturando en la lengua
las vocales. Si hay alguna que no esté vestida se viste, señoras,
que viene personal masculino.
Olga y Elizabeth se acercan y preguntan Qué van a
hacer, celadora. No sé contesta, y da la espalda a la
reja, se asoma a la guardia y grita ¿Ya llegaron?, y la otra
celadora dice Sí, están esperando. Y entran. Entran dos policías
de uniforme con dos pistolas soldadoras y cascos protectores, y una
plancha de metal cuadrada y gruesa. Y la apoyan contra las rejas de la
puerta
Treinta cabezas, sesenta brazos van moviéndose con la
velocidad de las incertidumbres, van acercándose, van acumulándose
en la zona, van intentando preguntar Qué sueldan, sospechando
la respuesta.
Y ven las chispas saltar tocando el techo del sótano y
cayendo, los colores, desparramarse en esa luz efímera y abierta, los
ojos concentrados, casi en trance, viendo derretirse los tonos en el
aire cada vez más espeso, aunque el tabaco se haya terminado.
Una, Elizabeth, Liliana, Berta, desde el fondo del sótano
deja salir Están tapiándonos.
La plancha de metal cubre las rejas desde el piso hasta
casi el techo, y deja una abertura de diez centímetros, arriba. Si
no tapan esa franja todavía vamos a poder espiar a las celadoras
desde la cucheta más alta dice Dora apretando la frente, los oídos,
tratando de no oír el ruido de las máquinas, de no sentir el olor
del metal recalentado, de no ver los colores del fuego en desparramo.
Fulgores, estallidos, activados en zonas ocultas. Nada de
intentar encontrarlos en un cielo azul, ni siquiera combinado con
rojos o púrpuras de ciertos atardeceres. Sólo en sótanos. En
espacios donde el aire es oscuro, y tan espeso que transmite las ondas
de los crujidos, las pisadas de los borceguíes. De los grandes
zapatos que golpean contra el piso superior. Sobre las cabezas aquí,
sobre las cabezas allá, las cabezas y los extremos de los dedos. Que
echan luz.
Somos este sótano, este nudo apretado de la historia,
somos la fuerza y el ingenio con que nos desatamos. Somos la soldadura
y cada chispa. El cuerpo de todas somos. El gran cuerpo completo. Todo
el cuerpo. Su sangre somos, y los huesos. La piel y la respiración.
La gran vagina. La orina, el sudor, el alimento. Y cada carcajada. Las
distintas maneras de morir y de estallar en risas. Somos la destrucción
del escenario y las infinitas opciones para reconstruirlo. Somos la
comezón de la soriasis. La gran soriasis de la historia del mundo
somos. El tic nervioso activo durante las horas de sueño más
profundo. El cuerpo somos. Y el hambre de ese cuerpo. El grito de
dolor, las caries. Los calmantes. Los tobillos. Los músculos. La ropa
que nos cubre. Siempre puesta.
Alicia
Kozameh
Alicia
Kozameh nació en Argentina, en la ciudad de Rosario, en marzo de
1953. Comenzó a escribir desde muy temprana edad. Estudió Filosofía
y Letras en la Universidad de Rosario y en la Universidad de Buenos
Aires. Desde setiembre de 1975 hasta diciembre de 1978 fue prisionera
política de la dictadura militar en Argentina. Testimonios de esa
experiencia son evidentes en algunas de sus obras. En 1980, por las
persecusiones y la insistente represión, se exilió en California, y
luego en México. Durante ese período escribió la novela El séptimo
sueño. De regreso del exilio, editorial Contrapunto publicó en
Buenos Alres, en 1987, Pasos bajo el agua. Durante su estadía
en Buenos Aires escribió el guión cinematográfico basado en la
novela. Al capítulo "Carta a Aubervilliers" de este libro
le fue otorgado el premio "Crisis" en 1986. Reside desde
1988 en Los Angeles, donde terminó la novela Patas de avestruz.
Fue fundadora y directora de la revista literaria Monóculo. Ha
publicado numerosos cuentos y artículos en diversos medios de
Argentina, América y Europa. Sus obras fueron traducidas al inglés y
al alemán
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