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La Brigada celeste 

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Era un largo camino polvoriento, recto hasta el horizonte, hacia el norte y hacia el sur: una franja que se definía por el color apenas más claro cortando la tierra roja del desierto. Desde las montañas de piedra era una línea perfecta que se quebraba en un solo punto: donde tres jinetes que detenían la marcha parecían una mancha oscura, lejana, dudosa en la luz y la distancia.
El Edecán entornó los ojos y se hizo visera con las manos. Estaba echado cuerpo a tierra sobre una roca blanca con vetas púrpuras, el sombrero en la espalda pendiente del cuello por un barbijo, el pelo empapado de sudor.
­Sin milicos ­dijo.
­¡ Qué van a ser! ­murmuró el Canciller, incrédulo y de mal humor.
El Edecán no contestó. Cerró los ojos, para descansar la vista, y enseguida volvió a fijarlos en la mancha suspendida sobre el camino.
El Canciller, sentado a la sombra de una roca más alta, aliviando la espalda en un tronco muerto, liaba pacientemente un cigarrillo, humedecía con la lengua el papel amarillento, tanteaba los bolsillos de la chaqueta buscando fuego.
­Seguro que son milicos ­dijo el Edecán.
Se incorporó, retrocedió hasta la sombra y frotó las manos en el cuero del guardamonte.
­Hace diez años que no pisan esta tierra ­dijo el Canciller raspando un fósforo contra la piedra, junto a sus botas.
­Hace diez años que no la pisan, es verdad ­aceptó el Edecán.
El Canciller dejó ver las encías blancas, vacías, en una sonrisa de burla.
­¿Y entonces? ­preguntó.
El Edecán secaba el sudor de la cabeza con un pañuelo deshilachado, sucio de sangre seca y vieja.
­Estarán buscando desertores. .. ­dijo­. O se habran perdido.
De pronto soplaba un golpe de viento, corto y fuerte, y la tierra roja se alzaba en el aire, esfumaba el camino y el desierto.
El Canciller, ahogado, tosía con violencia, se reponía: se limpiaba los ojos en los puños de la camisa.
­Los desertores van para el este ­dijo con la respiración agitada­, y los milicos, que yo sepa, no se pierden.
El Edecán barría inútilmente el aire con su sombrero.
­Tiene razón ­aceptó­. ¿Qué habrá pasado?
La tierra descendía, lenta y espesa, y poco a poco el desierto recuperaba su forma llana, la superficie áspera y agrietada, el breve lomo de piedras blancas, al oeste, que otra vez resplandecía bajo el sol.
Los tres hombres habían desmontado para protegerse del viento detrás de los caballos. Ahora se sacudían la ropa, carraspeaban, escupían.
­Tierra de mierda ­dijo el Capitán, con un tono sin embargo sereno, como un reconocimiento inevitable, un turbio recuerdo.
El Sargento volvió a desplegar un mapa.
El Cabo, desanimado, había montado y esperaba.
­Si aquella formación es Piedras Blancas, tendríamos que estar frente al arroyo ­dijo el Sargento.
El Capitán se acercó, observó el mapa, y fue caminando al lugar señalado, cien metros a la derecha.
El Cabo se dormía sobre su caballo, cabeceando. Tenía la piel seca, la boca abierta, los labios partidos.
El Sargento, sin esperanza, también montaba.
El Capitán regresó con paso débil, buscó su cantimplora, echó atrás la cabeza y dejó caer algunas gotas en la cara, en los ojos irritados.
­En marcha ­ordenó después, afiebrado, tambaleándose.
Pronto el sol en el ocaso estuvo frente a ellos, enceguecedor, como una plancha infinita y encendida.
Más tarde perdieron las sombras, flacas y largas, que se extendían a sus espaldas por el desierto. El color de la tierra cambiaba, como si un misterioso resto de humedad se escurriese de pronto de toda esa sequía.
­Apuran el paso­ dijo el Edecán­. Ya están cerca.
El Canciller gruñó mientras se aproximaba al borde de la roca y asomaba la cabeza. Distinguió ahora con claridad las figuras y los uniformes.
­Son milicos nomás­ murmuró de mala gana.
El Edecán sonrió satisfecho.
­¡Haberle apostado algo! ­comentó.
­El Canciller se ponía de espaldas, se deslizaba por la roca, se sentaba y liaba otro cigarrillo.
­¿ Para qué ?­ preguntó.
­Bueno... ­respondió el Edecán­. Para ganar algo.
­¿Qué hubiera jugado?
­Tal vez las botas. . . tal vez la canana.
El Canciller prendió el cigarrillo y se limpió las uñas con el fósforo apagado.
­¿Hubiera apostado su canana? ­preguntó.
­Claro que sí ­dijo el Edecán­. Los veía clarito.
­Siempre me gustó esa canana.
­Lástima. Pero usted necesita más un par de botas.
El Canciller miró las suyas descoloridas con un gesto de incertidumbre.
El Edecán se paró, levantó un brazo con una carabina que apuntaba al cielo y apretó el gatillo. El arma no disparó. Furioso, accionó el cerrojo y recogió la bala. La observó. La tiró lejos, entre las piedras. Todavía hablaba entre dientes cuando apretó por segunda vez el gatillo.
La explosión conmovió a los soldados. Durante varios segundos escucharon el sonido prolongándose en el desierto. Detuvieron la marcha y palmearon los caballos, que se habían puesto nerviosos.
En las montañas de piedra vieron aparecer a un hombre armado.
­¡ Alto ahí ! ­gritó el Edecán­. ¡ Arriba las manos !
Los soldados obedecieron .
­¡Venimos en paz !­ anunció el Capitán.
­¡Ustedes sólo vienen con la paz de los sepulcros! ­ repuso el Edecán.
­¡ Venimos en paz !­ repitió el Capitán.
­¡Las armas al suelo!
El Cabo desenfundó un revólver y lo arrojó al suelo. El Sargento desenvainó un machete con el filo carcomido por el óxido y lo arrojó al camino. El Capitán tiró de la culata de un Máuser que colgaba de la montura y lo arrojó
­¡Las manos arriba!
Los soldados obedecieron.
El Canciller salió de atrás de una roca gris, partida al medio como por un rayo, y se acercó encañonando al grupo con una escopeta. Desde las piedras el Edecán controlaba la maniobra. El Canciller se apoderó de las armas y volvió unos veinte metros sobre su camino. Allí se plantó de frente a los soldados.
­¡Cúbralos usted que voy bajando ­gritó el Edecán. Y desapareció entre las piedras.
Unos minutos después se unía al Canciller.
­¡ Desmonten !­ ordenó.
Los soldados obedecieron.
­¡ A ver el Capitán ! ¡ Que se aproxime !
El Capitán marchó hacia los hombres que lo habían reducido. Intentó un paso lento y firme pero las piernas hinchadas no le respondían. Tropezó y cayó de boca. Hizo un esfuerzo, apoyándose en los brazos y las rodillas, para levantarse. Flaqueó y cayó otra vez con un gemido de dolor y de derrota.
El Canciller y el Edecán se acercaron, lo dieron vuelta, lo ayudaron a sentarse. Tenía la cara cubierta de tierra, los labios tumefactos, los ojos inyectados y enfermos.
El Edecán permanecía en cuclillas a su lado mientras el Canciller apuntaba al Sargento y al Cabo.
­¿Qué buscan?­preguntó el Edecán.
­Agua . . .
­Después les daremos agua, si me dice qué andan haciendo por acá.
­Agua . . .
El Edecán bajó la cabeza, quizás en busca de una antigua firmeza. Pronto reaccionó, cerró su mano con fuerza en la pechera del soldado y lo zamarreó.
­¡Dígame qué quieren y les daremos agua, carajo!
Los ojos del Capitán giraron, vacilantes, hasta ubicar la mirada dura del Edecán. Sus labios se abrían y se cerraban sin pronunciar palabra. Tragó con dificultad saliva y tierra.
­¿Qué pasa con este hombre?­preguntó el Edecán dirigendo la cabeza al Sargento y al Cabo.
­Quizá se esté muriendo de sed­dijo el Sargento.
­Sí, señor, se está muriendo­dijo el Cabo.
El Canciller soltó la cantimplora que llevaba en la cintura y se la alcanzó al Edecán.
­Dele de tomar­dijo.
­Tome.
El soldado se atragantó con los primeros sorbos, tosió, el agua se le escapaba por la nariz y por la boca.
El Sargento y el Cabo fueron hasta el jefe caído. No había solidaridad en este acto sino un acecho silencioso voraz, del agua. Cuando los labios del Capitán soltaron ei pico le arrebataron la cantimplora y forcejearon entre ellos. El Sargento fue al fin el vencedor y se apartó, jadeante y ávido.
El Cabo se secó el sudor de la cara con una manga de la guerrera azul hecha jirones.
El Edecán le dio su cantimplora y el Cabo también calmó la sed. El Capitán se paró con ayuda del Canciller.
­Venimos en paz­ balcuceó mientras extendía un brazo que señalaba el camino y el este­. Hemos cruzado el desierto sin detenernos, durmiendo a caballo. Hace dos días se nos terminó la comida, y ayer el agua...Venimos en paz, para ver al Brigadier.
Su voz se apagó con las últimas palabras. Aún sostenía el brazo en alto, la mano cerrada, el índice como una señal incierta.
El Canciller, sorprendido, miró las armas que abrazaba contra su pecho, abrió la boca y rió a carcajadas, con lágrimas que brotaban por las ranuras de los ojos cerrados, la cara al cielo y las piernas abiertas.
El Edecán sonreía, con la vista en el suelo, en los cascotes que pateaba y que se disolvían en pequeñas nubes de tierra roja.
­¡Para ver al Brigadier!­ repitió el Canciller.
­Venimos en paz ­dijo el Capitán­. Hemos cruzado el desierto, esta maldita llanura envenenada...
­¡Nadie puede ver al Brigadier! ­gritó el Edecán.
­Hemos soñado con agua ­dijo el Capitán­. Hemos rezado para que lloviera...
­Parece mujer en vez de soldado ­dijo el Edecán.
Entonces el Sargento saltó sobre él y los dos hombres rodaron por el suelo, tratando de golpearse, hasta que el Edecán logró sentarse en el pecho del otro, sujetándole los brazos con las rodillas, descargando furiosas cachetadas.
­¡Lagarto miserable y traicionero !
­Venimos en paz... Hemos cruzado el desierto...
­¡Silencio! ­ordenó el Canciller.
El Capitán parpadeó, desconcertado. Dejó caer el brazo con el que señalaba el este y dio algunos pasos. Su rostro se transformó. Los ojos, apenas por un momento, volvieron a brillar, y los músculos del cuello se pusieron tensos.
­¡Exijo el trato que corresponde a los prisioneros!
­¡ Silencio he dicho !
­¡Venimos en paz ! ¡Hemos cruzado el desierto para ver al Brigadier!
­Nadie puede ver al Brigadier ­dijo el Edecán con un pie en el vientre del Sargento, que ya no ofrecía resistencia.
­Deben proporcionarnos comida, agua y descanso. Un trato respetuoso, para mis hombres y para mí, y todas las garantías que especifica la Convención. Hemos cruzado el desierto para ver al Brigadier y nos han hecho prisioneros.
­Nadie los ha hecho prisioneros ­dijo el Canciller.
­¡Nos han reducido por la fuerza!
El Edecán, entonces, llamó aparte al Canciller.
Caminaron hasta las primeras rocas, que se hacían azules con el anochecer. Se sentaron y se quedaron un rato callados.
El Sargento se arrastraba en busca de una cantimplora.
El Cabo esperaba sin moverse.
El Capitán murmuraba.
Un cuarto de hora después los cinco hombres se encaminaban hacia la estancia llamada "La Esperanza": al frente el Capitán, seguido a pie por el Sargento y el Cabo, y cerrando la fila, en los caballos militares, el Edecán y
el Canciller. Al rodear las montañas de piedra divisaron una arboleda seca y una construcción de dos plantas, con muros de ladrillos desteñidos por el sol.
Ya cerca, los soldados contemplaron al pasar la osamenta de un caballo y, más allá, una docena de buitres rapiñando los restos de un perro.
El Edecán y el Canciller condujeron a los militares a la sala principal de la casa y todos se sentaron a una gran mesa.
­¡Amalia!­llamó entonces el Edecán.
Pronto apareció una mujer alta, descarnada, moviéndose sin ruido, cubierta sólo por una túnica que arrastraba por el suelo.
­Danos de comer.
Los ojos de la mujer fueron de hombre a hombre, indiferentes, oscuros, sobresaliendo entre los huesos de la cara, como en un desganado recuento.
­Y rápido ­dijo el Canciller, aunque su tono no era en realidad el de una orden.
La mujer se alejó por la casa.
­¿Adónde está el Brigadier? ­preguntó el Capitán.
­¡ Adónde está el Brigadier ! ­repitió irónico el Canciller.
El Edecán sonreía.
­Usted se olvida, sin duda, que el Brigadier es un hombre de una severa disciplina ­dijo.
­No, no lo olvido­ replicó el Capitán.
­Entonces tendría que saber que deberá esperar para verlo.
­Eso no es posible.
­¿No? Yo me animo a pensar que todo es posible, mi amigo. Y más en las circunstancias en que usted se encuentra. Tal vez el Brigadier lo reciba mañana. O pasado. O dentro de tres días. Ya veremos.
­De todas maneras ­dijo el Canciller­, sería conveniente que nos adelante el motivo de la visita.
­Sólo hablaré con el Brigadier.
­Como usted quiera ­dijo el Edecán­. Pero se dará cuenta de que no podremos ayudarlo con argumentos tan escasos.
­Recuerdo a un cónsul extranjero ­dijo el Canciller­ que pidió audiencia por motivos reservados. Esperó seis semanas con paciencia, en compañía de su comitiva, hasta que el Brigadier le hizo saber que no lo recibiría.
La mujer había reaparecido de una forma tan silenciosa que cuando comenzó a servir la mesa los soldados se sobresaltaron. Distribuyó una pequeña porción de guiso de lentejas para cada uno y cinco jarros de metal con mate frío hasta la mitad.
Dejaron de hablar para comer.
La mujer quedó en un rincón de la sala, casi a oscuras, sentada en un banco sin respaldo, las manos cruzadas sobre la falda.
Cuando los hombres terminaron de comer retiró los platos y los jarros.
­Considero una falta de respeto, un atropello, el trato que se nos está dando ­dijo entonces el Capitán.
­No es así, no es así ­repuso el Canciller­. Pienso que lo mejor sería no excitarnos y descansar hasta mañana.
­Yo también lo creo ­dijo el Edecán­. Ustedes están agotados por el esfuerzo que han realizado. Mañana comprenderán mejor que nuestra influencia sobre el Brigadier también tiene sus límites.
­Así es ­dijo el Canciller­. Tiene sus límites.
Sonreía dejando a la vista las encías vacías.
El Capitán bajó la cabeza, cerró los ojos tocó con suavidad sus labios doloridos, la cara cubierta con costras de tierra y sangre.
­No podemos esperar ­dijo en voz baja, mirando otra vez a los hombres del Brigadier­. Pueden adelantarle que venimos a ponernos a sus órdenes.
El Edecán, satisfecho, se palmeó el vientre.
­Eso cambia la situación ­dijo­. Hablaré con él ahora.
Se levantó de la mesa.
­Seguramente afuera está refrescando ­dijo el Canciller invitando a los soldados con un gesto.
La noche era clara, estrellada, y una luna redonda y blanca había cambiado el color del desierto. Los hombres se sentaron en el suelo, bajo una galería de la casa, y respiraron el aire tibio. El Canciller convidó con tabaco y todos fumaron en silencio.
Pasaron las horas y el Edecán no regresaba.
A las dos de la mañana los soldados dormían recostados contra el muro.
El Canciller, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, caminaba dando vueltas por el patio de tierra de la estancia "La Esperanza".
A las tres el Edecán salió de la casa.
El Capitán se despertó al oír sus pasos.
­¿Habló con él? ­preguntó­. ¿Cuándo nos recibirá ?
­Hablé con él ­respondió el Edecán­. Lo he puesto al tanto y me ha dicho que de un momento a otro bajará de sus habitaciones para atenderlos.
­¿De un momento a otro?
­Sí. Pronto.
El Edecán y el Canciller caminaron juntos por el patio, alrededor de un aljibe.
El Sargento y el Cabo dormían.
El Capitán fumaba, pensativo, reanimado.
A las cinco de la mañana vieron clarear por el este.
Un rato después el Capitán volvió a dormirse.
La luz de la mañana, el hambre o la sed, despertaron a los soldados. La mujer cruzaba en ese momento el patio levantando polvo rojizo con la túnica que se arrastraba por el suelo. Se detuvo junto al aljibe, bajo la sombra quebrada de un árbol seco, y sirvió tres jarros de metal.
Los soldados , emocionados , se aproximaron entornando los ojos para protegerlos de la luz, haciendo un ruido sordo el paso de sus botas sobre la tierra cuarteada.
El Brigadier, en medio de sus hombres, los observaba con ojos serenos, transparentes, casi blancos. Estaba inmóvil, sentado sobre una piedra, con los brazos cruzados. Tenía un recio aspecto, la piel morena del rostro enmarcada por una mata de pelo blanco que se volcaba por su espalda, y por la barba gris y larga.
El Edecán y el Canciller movieron la cabeza y alzaron los jarros de mate cocido a manera de saludo.
­Es un gran placer, señor ­dijo el Capitán.
El Brigadier agradeció con un breve gesto, sin mirar al soldado, contemplando en cambio el fondo de su jarro. El cuerpo aún sano bajo la camisa blanca, los pantalones azules, las botas negras y bien lustradas.
­¡Amalia! ­llamó el Edecán.
La mujer, como si hubiera esperado el llamado, surgió inmediatamente de la casa con tres jarros.
­Hemos venido... ­comenzó el Capitán.
El Brigadier levantó una mano.
­Sé para qué han venido ­dijo.
La voz era ronca, pausada, autoritaria.
La mujer distribuyó los jarros entre los soldados.
­No sé, sin embargo, por qué ­concluyó el Brigadier.
El Capitán se limpió la boca con las manos.
­Se trata del Gobernador ­dijo­. Ha cometido excesos, ha perdido su prestigio.
­No me interesa el prestigio del Gobernador, señor Capitán.
­La población está perturbada. Las fuerzas vivas le escatiman apoyo.
­Creo que sigue usted hablando de problemas que no me atañen.
­Los Representantes me han encomendado esta misión, señor Brigadier.
El Cabo pedía con señas un cigarrillo.
El Sargento dibujaba círculos sobre la tierra con una rama.
­¿ Qué misión ?
­Subordinarnos a su mando y ofrecerle la gobernación.
El Brigadier clavó su mirada en los ojos del Capitán.
­Los Representantes están locos ­dijo.
­El pueblo no ha olvidado sus méritos, señor.
El Brigadier no respondió. Se puso de pie y dio una vuelta alrededor del aljibe.
­Mi vida ha cambiado ­dijo después­. Soy un hombre cansado. Puedo sugerirles otra persona que contaria con toda mi confianza y respaldo.
­Ninguna otra persona podría reemplazarlo, señor. En estas circunstancias...
­Exagera­lo interrumpió el Brigadier­. El viejo Comodoro podría hacerlo.
El Capitán vaciló.
Fue el Sargento el que habló entonces.
­El viejo Comodoro ya no vive, señor.
La sorpresa conmovió al Brigadier.
­¿Ya no vive?
­Bajo cargos de conspiración ­dijo el Capitán­ . fue ejecutado hace dos años, por orden del Gobernador.
El Brigadier, aturdido, comenzó a dar vueltas alrededor del aljibe.
­Tengo que hablar a solas con mis colaboradores dijo por fin, y los tres hombres se alejaron.
Una hora más tarde volvieron junto a los soldados.
­Partimos al mediodía ­dijo el Canciller.
El Capitán sonrió.
­Como usted mande, señor.
­¿ Adónde ha quedado su tropa ? ­preguntó el Edecán.
­Ya no tenemos tropa, señor.
­Que Amalia prepare todo lo necesario para el viaje ­ ordenó el Brigadier.
El Edecán se fue rumbo a la casa.
­¡Quiero mi escapulario! ­gritó el Brigadier.
Al mediodía la brigada marchaba por el camino polvoriento, recto hasta el horizonte. El viento, cada tanto, levantaba gruesas columnas de tierra roja. Dejaron atrás las montañas de piedra y, poco a poco, todo rastro de la estancia "La Esperanza".
El Brigadier encabezaba la marcha, seguido a un flanco por el Capitán y al otro por el Canciller. Luego, en una línea, cabalgaban el Sargento y el Edecán. Por fin, a pie, iban el Cabo y la mujer.
­Hace un tiempo la sequía nos mató un caballo ­dijo el Canciller.
­Llegaremos, de todas maneras ­respondió el Capitán.
­¡Quiero mi escapulario!­recordó el Brigadier.
La mujer se adelantó corriendo y puso en sus manos un saquito de cuero anudado con un largo tiento. Después, parada en el camino, esperó su lugar junto al Cabo. El Brigadier se colgó el escapulario del cuello.
A media tarde hicieron un alto para descansar a la sombra de algunos cactus.
La mujer distribuyó pan y agua.
­El viejo Comodoro hubiera sido el mejor de los gobernadores ­dijo el Brigadier.
Nadie respondió porque tal vez entendían que el silencio era el único homenaje que podían tributar en ese momento al jefe desaparecido.
El cielo parecía un espejo eterno, lejano, donde la imagen del desierto era un punto invisible.
­¡En marcha! ­ordenó el Brigadier, montando.
El Cabo se demoró para orinar contra un cactus.
­Un poco más de agua, por favor­pidió el Sargento.
El Brigadier, furioso, tiró de las riendas de su caballo.
­¡ Mientras dure la marcha regirán medidas de emergencia ! ­gritó­. ¡Quien no las observe será abandonado a los buitres !
La brigada retomó el camino.
Transcurrieron largas horas en silencio.
Ya era de noche cuando el Brigadier miró por primera vez hacia atrás. Pronto volvió la cabeza y acarició largamente el escapulario que colgaba sobre su pecho.
­El Sargento deberá turnar el caballo con el Cabo y con Amalia­dijo.
­Sí, señor ­respondió el Capitán.
­El desierto es amigo y enemigo al mismo tiempo ­ dijo el Brigadier.
­Amigo y enemigo ­repitió el Edecán.
El Canciller sonreía.
El Capitán movió la cabeza afirmativamente.
­Sus hombres no conocen el desierto­dijo el Brigadier­. Mientras dure la marcha compartiremos con ustedes la mujer.

Juan Martini


Juan Martini nació en Rosario (provincia de Santa Fe) en 1944. Vivió veinte años en su ciudad natal y en Barcelona desde 1975 hasta 1984. Reside actualmente en Buenos Aires.
  Escritor, periodista, librero y editor, su labor literaria es muy amplia. En 1986 la John Simon Guggenheim Memorial Foundation le concedió una beca para la escritura de La construcción del héroe. Este libro obtuvo también, en 1990, el Primer Premio Municipal de Novela de la ciudad de Buenos Aires.
  La novela El enigma de la realidad obtuvo el premio Boris Vian en 1992. Es traducido en Checoslovaquia, Ucrania, Holanda, Italia, Alemania y Francia.

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