Patrocinio
Raxtún
llegó a la selva al comenzar a envejecer. Era originario de una región
de guardabarrancas y palos voladores, y había dejado aquel mundo
porque todos sus bienes materiales consistían en tres naranjales
averiados por el tiempo. Sabía tocar marimba desde la niñez; pero
las preocupaciones cotidianas por una riqueza expuesta a las
vicisitudes de la luz y a la voracidad de las migraciones, no le habían
dejado ocasión para la música. Buscando la felicidad, a lo largo de
semanas había descendido por la vertiente húmeda de Los Cuchumatanes,
hasta internarse en el ruidoso universo de los loros de invierno. Por
los días en que cesan las lluvias torrenciales llegó a un poblado
antiguo, en las margenes del Chixoy, donde parecía no haber nadie. La
vida transcurría a la sombra de grandes árboles de zapote. Allí
habilitó una vivienda abandonada, raspó los horcones florecidos y
organizó una economía inaccesible a las leyes mercantiles y a las
especies depredadoras del aire. Las manadas de monos que desde la
soledad espiaban las cosas de los hombres, vieron cuando la boa
ratonera que hasta entonces había ocupado la vivienda se iba del
lugar imperceptiblemente.
En
cuanto hubo resuelto sus necesidades materiales, el maestro músico
inició la costrucción de una marimba. No quería regresar a la
soledad sin pájaros de la muerte antes de haber ordenado en el tiempo
la matématica triste que lo desvelaba. Sabía que en la selva hay
variedades afortunadas de madera que pueden convertirse en
instrumentos de percusión, gracias al entendimiento. La fabricación
de marimbas se basa en ecuaciones viejas de la memoria que le permiten
al hombre volver asunto de la inteligencia el material de que estan
hechos los quiebracajetes. De ahí que al llegar la época en que los
loros aturden temprano la realidad, Patrocinio Raxtún se internó en
el bosque, en busca de palo de hormigo. Es esta una especie sonora que
a pesar de su raigambre lluviosa y su vocación de canario, hace
revirar el hacha. Dos días le llevó tumbarlo y separar un trozo
suficiente para obtener veintiséis teclas, asediado por enjambres de
abejas que transformaban en formas dulces de energía la sal del
trabajo físico ordinario.
Lo
que siguió a continuación fue obra de la intemperie y de los días.
El trozo de hormigo desprendió la corteza por sí mismo, asimiló la
luz y expulso de sus tejidos toda posibilidad de florecimientos
posteriores. Al golpearla en septiembre con el cabo del hacha, la
madera tenía la resonancia de una botella vacía. Entonces el maestro
músico colocó el trozo sobre dos tripodes de horcones, y bajo un
cielo de urracas se dedicó a aserrarlo, hasta obtener el tablón de
dimensiones y grosor adecuados para el objeto. Luego, siguiendo el
hilo de la madera, cortó veintiséis piezas en proporción
decreciente, guiandose por un modelo ideal que en el espacio de las
cosas tangibles habría de ocupar tres cuartos de brazada. Concluido
el oficio grande, se aplicó a la labor de precisión de las teclas.
Hay relación exacta entre la edad de la madera y el timbre del sonido
que produce; pero esta proporción tambien depende del volumen del
tejido vegetal que por unidad sonora es sometido a percusión. De ahí
que con cada pieza resultó necesario desbastar espesores al oído y
calcular posiciones de memoria, hasta obtener los equivalentes
materiales de una escala medida con el pensamiento. El valor musical
de la tecla mayor lo estableció arbitrariamente, tomando como
referencia los ruidos grandes de la realidad y reduciéndolos luego a
dimensiones cotidianas. Cuando esta primera tecla estuvo lista, el
sonido que produjo era semejante al de los goterones de mayo en los
tejados de la altiplanicie.
En
diciembre calculaba terminar el teclado; pero acontecimientos
imprevistos enredaron su proyecto en el tiempo. Los años de
contradicciones con tordos y gorriones habían deteriorado el árbol
con que su cuerpo se ventilaba por dentro. Cuando trabajaba en la décima
tecla comenzaron a dolerle las costillas y a quedarse sin aire. Varios
meses permaneció postrado en el camastro, sintiéndose encanecer
apresuradamente. Pero la enfermedad desarrolló en sus organos una
nueva forma de sabiduría. Su cuerpo se tornó sensible a los menores
cambios de temperatura, y con los huesos adivinaba los horarios del
rocío. Con extraordinaria precisión llegó a establecer los
itinerarios de la luz en los complejos mapas de la primavera. Cada mañana
hacía inventario de las averías que los procesos rutinarios de la
materia le habían ocasionado a las teclas concluidas. Cuando el
viento comenzó a soplar desde latitudes de ballenas y pelícanos,
Patrocinio Raxtún vio que la posibilidad de la música dependía de
la resistencia a la descomposición que presentaran sus tejidos y los
del palo de hormigo. En mayo, sin embargo, las migraciones de la
muerte abandonaron repentinamente el árbol de la vida. Pocos días
después trabajaba otra vez en la marimba.
Durante
la convalecencia terminó el teclado. Veintiséis piezas espléndidas,
atadas en un haz, aguardaban a que una inteligencia musical les diera
el orden definitivo que habrían de tener en el reino de los objetos.
Con el sigilo de quien se sabe rodeado de factores frágiles y
perecederos, el maestro músico procedió a organizar la armazon
ingravida y paciente que sobre tiras paralelas de tripa habría de
soportar el teclado. La dotó de dos patas y de un asiento ensamblado
a la estructura, de tal manera que en conjunto recordaba el esquema de
una de las bestias ecuatoriales del zodiaco. Desde el invierno
anterior, en un área del tapanco fuera del alcance de los pijuyes,
tenía apartada tres docenas de tecomates, recurso utilizado por los músicos
antiguos para resolver el problema de la resonancia. Bajo cada tecla
dispuso uno de estos recipientes de sonido, en orden determinado según
tamaño y propiedad sonora, puesto que las dimensiones de cada cascarón
no siempre corresponden a sus virtudes acústicas. Existen cascarones
de gran corpulencia y resonancia delicada; y los hay de vozarrón
grave, capaces de repetir el retumbo del trueno y el estruendo de la
lluvia, cuya configuración no parece hecha a la medida de esos
ruidos. De ahí la irregularidad de los sistemas de resonancia en las
marimbas elementales. Para sacarle música a aquel artefacto triste
hacían falta únicamente baquetas con cabeza de hule, forma
tradicional de atenuar la percusión sobre la madera mansa.
Tres
años después de haberse instalado en la selva, Patrocinio Raxtún
comenzó a tocar. En mañanas de sol colocaba la marimba bajo los
palos de pito del patio, y durante algunas horas se dedicaba a
explorar el teclado. Vio que iba a ser difícil tratar los delicados
asuntos de guardabarrancas y cohetes de caña en un instrumento de
resonancias incontrolables, hecho más bien para hablar del bullicio
atmosférico que dejan las multitudes de loros en la realidad de los
diluvios y las primaveras inmemoriales. Lo que trataba de expresar tenía
que ver con los coletazos de barrilete en barrena que describe el
Carro Mayor en las noches inmensas de la altiplanicie, con la tristeza
de los gallos de hierro en las veletas descompuestas, con los caminos
invisibles de los pájaros. Eran cosas simples y exactas que, sin
embargo, la madera transformaba en aguaceros. Por eso evitó los
sonidos simultáneos y buscó producir notas claras y distintas. Inició
la pieza con un acorde lento que detuvo largamente el sol, de tal
manera que quien escuchara supiera que iba a hablar de cosas de antes
y que se proponía lamentar su ausencia. Luego, toco un do rápido
para tomar impulso y dejar ir después, muy despacio, toda la
nostalgia efímera peripecia en el tiempo, alternando notas altas y
bajas que en su síntesis y combinación evocaban los lucerones de
diciembre al alcance de la mano, los geranios de abril, la brevedad de
las moras y la alegría fugaz de las jaulas con canarios que llevan
por las ferias los adivinadores ambulantes. Cuando todo esto fue
dicho, sin prisa, sin aceleraciones que confundieran unas cosas con
otras, lamentándose un poco por lo precario e inasible del tiempo,
agregó un trozo breve con la baqueta de la mano izquierda, el cual
inició antes de terminar el que estaba tocando con las dos de la
derecha. Este hablaba de cosas gratas, aunque pasajeras. Se refería a
los bailes ocasionales de moros que se quedan para siempre en la
dimensión de los espejos y los patios barridos, celebrando las máscaras
de dientes perfectos y sonrisa cruel, los bigotes de oro derretido, la
mirada azul y la expresión estática de los cristianos frente a un
cielo extranjero de cenzontles y palos voladores. Indicó con la música
que así había sido siempre; que la felicidad consiste en haber visto
y poder recordar, y que en los armarios intactos de la memoria el
mundo permanece sin polvo ni mudanza. Después volvió a decir una y
otra vez las mismas cosas. Parecía repetir el asunto anterior
exactamente; pero en realidad se refería a él desde estados de ánimos
distintos. Entonces se dio cuenta de que en el orden y en la sucesión
de la música hay mucho de las costumbres de los números; que la música
es una matématica de los sentimientos y que para expresar el
movimiento de las cosas en el espíritu se hacen necesarios números
que fluyan.
Tocando
la misma pieza, Patrocinio Raxtún no sintió llegar la vejez
definitiva. Cada vez con mayor frecuencia se quedaba dormido bajo los
palos de pito en el patio. En abril llegó a la conclusión de que
toda su música duraría en el tiempo menos que un aguacero. Cuando
llegaron otra vez las lluvias entró la marimba y se encerró a pasar
el agua. Su cuerpo buscó el camastro y su espíritu permaneció a
partir de entonces en la remota realidad de los loros de invierno. El
instrumento músico corrió la suerte de los objetos comunes. El
interior de la casa se llovió con los días, y por las patas ascendió
a la marimba la humedad de la vida. Meses después, la madera brotó
retoños nuevos. En octubre, una boa ratonera se instaló en la
vivienda.
Mario
Payeras
Mario
Payeras nació en Chimaltenango, Guatemala en 1940 y murió en México
en 1995. En 1959 viajó a realizar estudios de filosofía en la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En ese país entró
en contacto con eminentes escritores guatemaltecos exiliados: Luis
Cardoza y Aragón, Otto-Raúl González, Augusto Monterroso y Carlos
Illescas. En 1963 partió a Europa y continuó estudios en Bucarest.
En 1964 ingresó a la Universidad Karl Marx de Leipzig, Alemania, para
estudiar filosofía clásica. Por su calidad literaria y enjundioso
contenido, sus obras han merecido traducciones al inglés, italiano,
alemán y japonés, y varias reediciones. Entre ellas destacan: Los
días en la selva (1981) (Premio Casa de las Américas); El
trueno en la ciudad (1987); El mundo como flor y como invento
(1987); Latitud de la flor y el granizo (1988) y Los fusiles
de octubre (1991). Además de poeta y ensayista, Mario Payeras se
distinguió como dirigente revolucionario, siendo uno de los
fundadores del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP). (citado de
Payeras, Mario. El mundo como flor y como invento)
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