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El viajero

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I

En un tramo arbolado del camino principal que conducía a Ch'ang-an, sentado sobre una roca y abanicándose con un sombrero de paja que sostenía en una mano, se hallaba un hombre. El calor del momento era agobiante. La sombra que los altos álamos proyectaban sobre el polvo resultaba ser un pobre paliativo. Camino a Ch'ang-an marchaba la gente en pos de dorados sueños, ya fueran asequibles o imposibles, nobles o bajos, ridiculos o no; y el hombre del sombrero de paja la aguardaba en medio de su ruta para truncárselos, pues el hombre era un bandido. Y lo que es peor: era un bandido que no dejaba salir con vida a ninguna de las víctimas a quienes asaltaba.

El bandido era un hombre que frisaba los cincuenta años, pero aún fuerte y ágil como un mocetón. No tenía la apariencia de un temible malhechor: más bien se parecía a un apacible labriego. Su rostro era moreno, gastado por el tiempo, y sus trajes tan ordinarios que resultaba imposible descubrirlos. Contribuía aún más a esa falsa impresión de un campesino haciendo un alto en su camino, en lugar de un despiadado salteador, el rastrillo que descansaba sobre uno de sus hombros. Resultaba difícil concebir que este inocente instrumento de labranza fuese el arma con que había destrozado hábilmente el cráneo de más de un viajero desprevenido. En una época más feliz, el bandido había sido un maestro en el manejo de la maza, tanto de asta larga, empleada en combates a caballo, como de mango corto.

Había estado aguardando su oportunidad desde muy temprano infructuosamente. Durante ese lapso había pasado delante de él una buena docena de personas. Algunas de ellas eran simples campesinos o gente pobre, que de ninguna manera podían interesarle. Otras viajaban en carruaje o iban en grupo, y atacarlas en tales circunstancias resultaba demasiado arriesgado. Pero el bandido, después de diez años en el ejercicio de tan difícil oficio, había aprendido a esperar, a aguardar la víctima y el momento propicios. Y siguió esperando pacientemente, mientras se abanicaba con el sombero de paja para mitigar el calor.

Cuando el sol alcanzaba precisamente el cenit, pasaron un jinete y su sirviente, quien iba a pie detrás de su amo. El jinete iba montado sobre un precioso corcel de pelaje negro, cuerpo bien proporcionado y largas patas: por este caballo solo el bandido hubiera arriesgado su pellejo. El jinete vestía ropa ligera de seda y llevaba, en una de sus manos, una fusta, que al parecer no tenía ninguna necesidad de usar, pues iba muy despacio, con el fin de que el sirviente pudiera seguirlo. Este llevaba sobre el hombro derecho un atadijo.

El bandido esperó a que ambos hubiesen pasado delante de él y alejado unos veinte pasos de donde se encontraba. Luego se incorporó rápidamente, se colocó el sombrero de paja y, rastrillo al hombro, empezó a darles alcance. Mientras pasaba al lado del sirviente con pasos ligeros y ágiles, lo estudió con el rabillo del ojo: notó que llevaba una espada de vaina y empuñadura de hechura muy sencilla atada a la espalda. Este descubrimiento no le preocupó seriamente: estaba seguro de poder darles cuenta con facilidad, a amo y sirviente. Aminoró los pasos cuando dio alcance al jinete. Se quitó de nuevo el sombrero de paja y con él comenzó a abanicarse.

-Vaya calor, verdad? -dijo casualmente, mientras estudiaba de soslayo a su futura víctima. Al mirar el rostro del jinete, ladeando un poco su propia cabeza, se quedó pasmado por la hermosura de su interlocutor.

El jinete era un hombre bastante joven, prácticamente un adolescente: no tendría más de veinte años. Sus facciones eran de una perfección y delicadeza casi femenil. Su piel era tersa y blanca como la nieve o como los pétalos de loto. A causa del calor, sus mejillas se habían cubierto de un intenso rubor, y diminutas gotas de sudor adornaban la parte superior de sus labios, entreabiertos como un capullo a punto de florecer. El bandido, que no era del todo lego en materias de estética, dejó escapar, admirado, una exclamación, y por un momento estuvo tentado a creer que se trataba de alguna doncella disfrazada. Pero la complexión del jinete era incuestionablemente masculina, pese a que no era musculosa. Iba muy erguido sobre la montura y se protegía del sol con un enorme sombrero redondo de estera, forrado con tela blanca. No llevaba arma alguna, ni sobre el cinto ni sobre la montura, y a juzgar por lo bien cuidadas que tenía las manos, tampoco parecía que estuviese acostumbrado a su uso.

Como respondiendo al comentario del bandido, el joven había sacado un pañuelo de seda fina y se enjugaba la frente, que era alta y despejada y denotaba gran nobleza e inteligencia.

-Terrible - dijo, referiéndose al calor-. Buen hombre -agregó después de un rato-, siempre hace tanto calor en esta parte del Imperio?

El bandido ignoró la pregunta.

- Venís de muy lejos, señor? -dijo sin poder aún apartar la mirada del agraciado rostro del jinete.

-De muy lejos ciertamente -dijo el mozo, que al parecer había recorrido un largo trecho sin poder conversar con nadie y se alegraba ahora sinceramente de poder hacerlo, aunque no fuera sino con un vulgar campesino.

-Perdonad mi impertinencia -dijo el bandido-, vais en camino a la capital?

-Vuestra conjetura es absolutamente correcta, buen hombre.

-Perdonad mi impertinencia -volvió a decir el bandido, asumiendo una actitud de humildad acorde con el disfraz que había adoptado-, vais a la capital por alguna importante razón?

El jinete lo miró desde arriba del caballo con condescendencia.

-Me habéis hecho una pregunta ociosa -dijo-. Hubiera yo recorrido tanto camino de no ser por una muy buena razón?

Mientras, tanto el bandido iba razonando: "Si ha venido desde tan lejos como afirma y tiene un negocio importante que atender en Ch'ang-an, debe venir bien pertrechado de dinero. El problema está en saber si lo lleva él encima o lo lleva el sirviente en su atadijo; y, por tanto, en decidirme a cuál de ellos debo liquidar primero. Si liquido a este hermoso señorito, que no podría ser de lo más fácil, es posible que el sirviente, en lugar de acudir en su defensa, se escape y se lleve el dinero consigo. Pero si liquido al sirviente, cosa que me tomará seguramente algún pequeño trabajo, el mozo se escaparía en su corcel y yo no podría alcanzarlo nunca. Lo atinado sería entonces matar a este mozo primero y luego ocuparme del sirviente". Echó una mirada furtiva hacia atrás y, para su disgusto, vio que el sirviente, que era un hombre de mediana edad, se había quedado rezagado. Tampoco escapó a la perspicacia del bandido el nerviosismo con que aquél los miraba a él y a su propio amo. Indudablemente, el hombre recelaba, y el bandido se preguntó qué detalle de su disfraz o qué parte de su caracterización no había resultado lo suficientemente convincente. Tal vez el sirviente tenga algún sexto sentido, pensó, pues su amo seguía charlando confiadamente.

El bandido volvió a mirar al jinete, y la belleza y la nobleza de continente de éste le hicieron sentir cierta desazón. "Es una pena que no tenga más remedio que matarlo", se dijo pensativo. "Tal vez al hacerlo le estoy quitando al Cielo uno de sus hijos predilectos".

El bandido no era un malhechor corriente. Hasta la purga de los príncipes de Tang por el actual Emperador, había sido el comandante del Cuerpo de Guardias del Norte, encargado de la custodia de la Ciudad Prohibida. La purga alcanzó a todos los jefes militares de importancia: él logró escapar de la muerte apenas por un pelo. Se había dedicado al oficio de salteador de caminos por necesidad y no por lucro, pero, por otro lado, era el más despiadado de todos los bandoleros de la región: nadie que hubiese visto su cara había sobrevivido para describirla. Esta era una precaución elemental que tomaba para protegerse de la persecución de que era objeto, pues el Emperador había puesto alto precio a su cabeza. Y precisamente porque no era un malhechor cualquiera, no obstante los diez años pasados en tan azarosa forma de vida, aún solía sentir remordimientos de conciencia al llevar a cabo alguna de sus fechorías, cuando su víctima era gente de bien, o alguien tan agraciado y tan joven como el mozo que tenía ahora a su lado.

Empezaban a salir del tramo boscoso. Más adelante el camino se extendía descubierto. "Acabemos esto de una vez", se dijo finalmente el bandido. Una vez tomada la decisión, se sintió más aliviado. Volvió la mirada hacia atrás para cerciorarse de que el sirviente los seguía: éste se había rezagado aún más. El bandido frunció el ceño, al pensar que sería algo difícil tratar de alcanzarlo más adelante; se aseguró el sombrero de paja sobre la cabeza, empuñó con ambas manos el rastrillo y, diestramente, pero con una contundencia terrible, lo descargó contra la parte posterior del cráneo del jinete. Este, que había adelantado el paso de su caballo, no vio la llegada del golpe y posiblemente tampoco la sintió, pues rodó al suelo sin proferir la menor queja. Lo certero y contundente del golpe satisfizo al bandido. Todo el incidente le tomó sólo dos o tres segundos, y no fue necesaria sino una mirada al boquete abierto en el cráneo del joven para asegurarse de que éste estaba muerto. Inmediatamente se volvió contra un posible ataque de parte del sirviente, pero el hombre se había echado a correr en la dirección opuesta.

El primer pensamiento del bandido fue el de lanzarse en pos suyo, pero después de una breve vacilación, decidió que el sirviente no podía irse muy lejos, y que con el caballo que ahora estaba a su disposición podría alcanzarlo más tarde sin mucho apremio. Se puso en cuclillas al lado del cadáver y empezó a registrar su ropa y luego el cuerpo todavía tibio. Mientras lo hacía, procuró no mirar el rostro del mozo que ahora yacía sin vida sobre el polvo del camino: no se sentía con el valor de hacerlo. No encontró nada en la ropa ni en el cuerpo, salvo una pieza de jade en forma de moneda, que estaba sujeta entre las prendas interiores: era un amuleto contra los malos espíritus. En la pequeña alforja que colgaba de un lado de la montura tuvo mejor suerte, pues había en él un monedero de paño bordado, al lado de un largo sobre de papel. El monedero pesaba. El bandido no tuvo necesidad de abrirlo para convencerse de que había hecho una buena jornada. El sobre, que contenía con seguridad alguna carta o documento de importancia, pues estaba cuidadosamente lacrado, en cambio no le interesó. Volvió a colgar el monedero y el sobre dentro de la alforja, junto con la pieza de jade que había arrancado del cuerpo del viajero, recogió el rastrillo y montó sobre el caballo, que se dejó cabalgar sin oponer resistencia. Más adelante, mientras iba en persecución del sirviente, sacaría el sobre lacrado de la alforja y lo arrojaría, convertido en una pelotita de papel, entre las altas hierbas que crecían en uno de los bordes del camino.

Antes de desaparecer en el recodo más próximo, el bandido volvió por última vez la mirada detrás de la grupa y miró el bulto inerte que era el cuerpo sin vida del joven viajero. Sintió de repente un tremendo pesar, cosa a la que no estaba en absoluto acostumbrado.

Los cadáveres del infortunado mozo y de su sirviente fueron hallados horas más tarde y conducidos a la aldea más cercana. Los aldeanos que se agruparon alrededor de ellos para comentar la última fechoría del "Lobo Gris del Camino Real", el temible salteador, para describir cuyo rostro nadie había sobrevivido, se quedaron fascinados por la figura del joven que, aun muerto, conservaba casi intacta su sorprendente belleza. Tenía los ojos abiertos, y los labios de finos trazos parecían esbozar una sonrisa, como si en el momento de recibir el golpe fatal hubiese estado pensando en algún luminoso porvenir que lo aguardaba camino adelante. Uno de los aldeanos sugirió que podría tratarse de algún letrado de talento, que se dirigía a la capital para buscar su consagración definitiva, y la idea fue inmediatamente secundada por el maestro de la única escuela del pueblo. Después de todo, aseguró el maestro, el célebre poeta Sima Sien-Yu de la dinastía Han no era mucho mayor que el muerto cuando se ganó el favor del Emperador Wu y de la Corte de la época.

II

El siguiente texto corresponde al contenido de una carta que fue hallado, con el sobre intacto, en un tramo del camino principal que conducía a Ch'ang-an. Estaba firmada por el Gobernador de Ching-ch'ow y dirigida a su majestad el Emperador de Chou (¹).

"Su majestad (comenzaba la carta), el portador de la presente, Wei An-Tsing, ha pedido a este fiel súbdito suyo interceder ante Su Majestad para ser admitido al Instituto de la Grulla, y poder así servir a su Majestad y al Imperio, como es deber de todo súbdito calificado para tal puesto. El joven Wei, como su Majestad podrá verificar con sus propios ojos, está dotado de todos los atributos que le dan justo derecho a aspirar al alto honor de formar parte del personal del Instituto de la Grulla. Por mi lado, estoy dispuesto a garantizar con mi vida el desempeño de este mozo en el ejercicio del arte de la nube y la lluvia (²), que práctica con extraordinaria competencia, siendo como es dueño de una rara y vigorosa belleza sub-abdominal..."

La carta fue descubierta en invierno. Aunque la muerte a rastrillazos del joven desconocido y de su sirviente aún permanecía en el recuerdo de los aldeanos, a nadie se le ocurrió relacionar la carta con aquel doble crimen. Durante un buen tiempo, se siguió comentando la muerte del primero con profundo sentimiento.


Siu Kam Wen


(¹) El Emperador de Chou era en realidad una mujer: Lady Wu Tse-Tien. Nacida en el año 625, fue sucesivamente doncella del Emperador Tai-Tsung, fundador de la dinastía Tang; "dama de compañía" del Emperador Kao-Tsung y finalmente su esposa. De 684 a 689 fue Emperatriz Regente. En 690, luego de encarcelar a sus hijos propios y purgar a los demás príncipes, abolió la dinastía Tang y se declaró Emperador (ti , en lugar de hou , "Emperatriz") de otra nueva, a la que denominó Chou. En 697, cuando tenía ya setenta y dos años, formó un harem de mancebos conocidos como el Instituto de la Grulla para su propio disfrute. Lady Wu murió en el año 705 y la dinastía Tang fue restablecida poco antes de su muerte.

(²) El arte amatorio.

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