Sabes
que lo intentará de nuevo, tal vez esta misma noche. Y la puerta no
podrá impedirle entrar a tu minúsculo cuarto, como la otra vez,
porque llevará consigo ahora la llave maestra. El picaporte cederá
dócilmente, no presentará problema alguno, no hará ningún ruido.
Y el cerrojo ya no podrá tampoco servirte de último baluarte, pues
él lo ha hecho quitar y lo ha colocado en la puerta del baño,
diciendo que en esta casa todos pueden acostarse con el dormitorio
abierto, porque todos son gente honrada, decente, pero que en cambio
nadie puede cagar tranquilo cuando la cerradura del baño puede
abrirse solita. Sin cerrojo, y la cerradura nada más que de adorno,
cuando él entre en el cuarto y se abalance sobre ti, no tendrás más
recurso que gritar, tratar de despertar a la señora y hacerla
venir, antes de que las enormes manos de él logren taparte la boca
y ahogar tu voz en la garganta. Tendrás que gritar con toda la
fuerza de tus pulmones, porque sabes qué es lo que la señora toma
últimamente, sin falta todas las noches, antes de irse a acostar.
Hace apenas una hora le llevaste un vaso de leche caliente, para
acompañar esas pastillitas de color celeste. Deberá dormir muy
profundamente cuando toma esas pastillas, pues la otra vez, cuando
él vino a tu puerta, no le importó que al recorrer el corredor de
parquet sus pantuflas hicieran tap tap en el piso. Como ahora.
Tu pequeño pero macizo cuerpo se encoge contra la cabecera de tu
cama. El ritmo de los latidos de tu corazón se acelera como un
caballo desbocado. Deberías gritar ahora, hacer lo que crees que es
lo único que te queda por hacer, ahora que todavía hay tiempo,
pero te quedas como petrificada, no puedes despegar tus labios. El
grito se anuda en tu garganta.
Ya no oyes el tap tap, ha cesado precisamente ante la puerta de tu
cuarto. En este momento estará buscando la llave, para luego
introducirla dentro del ojo de la cerradura, girarla sin hacer el
menor ruido. Disfrutará haciendo todo esto sin prisa, anticipando
que el deleite sería mayor con el acicate de la demora. El pomo de
la cerradura gira sobre sí, la puerta se abre tan silenciosa, tan
suavemente como si lo hiciera por sí sola. Ya no piensas en gritar.
Algo -tal vez el insolente tap tap de sus pantuflas sobre el piso
del corredor- te hace pensar que la señora no te podrá ser de
ayuda. Esta vez ya no tienes escapatoria, ya no hay puertas que
puedan cerrarle el paso. O sí? Si apretaras tus piernas una contra
la otra fuertemente, y consiguieras mantenerlas así hasta que...
Cerrarás los ojos, y sólo lo oíras entrar. Le oíras cerrar la
puerta tras de sí, acercarse y luego sentirás su peso sobre la
cama. Habrá un breve momento de silencio y tú tirarás
instintivamente la manta más arriba, hasta tocar la barbilla, para
proteger tu cuerpo del escrutinio de su mirada, que sabes se pasea
por encima.
"Azucena..." susurará él tu nombre. Lo hará varias
veces, esperando obtener de ti alguna reacción de aliento, hasta
que tu obstinado silencio y rigidez acaben irritándole. Se levantará
un momento, sólo el tiempo necesario para desnudarse, volverá a
sentarse en la cama, apartará la manta de ti casi arrancándotela,
y a partir de ese momento no tratará ya de aparentar ser tierno y
gentil contigo.
Te estremecerás convulsamente cuando sientas sus manos sobre esos
dos montecillos redondos y firmes que son tus pechos, su piel sobre
la tuya, y sus resuellos sobre tu cuello y tu cara. Luego, algo
caliente y duro empezará a golpear contra tus piernas, a tratar de
abrir un camino a través.
Tratarás de ignorar todo esto, de no pensar que él está encima de
ti; pretenderás no sentir ni oír nada, pero oirás perfectamente
su jadeo, sentirás cada una de sus inútiles embestidas. Y tus
rodillas te dolerán de tanto apretarlas entre sí. Lo oíras
mascullar una palabra gruesa, se incorporará a medias, pondrá sus
manos sobre tus piernas para forzarlas a separarse. Es el momento,
dirás para ti, y te aferrarás con tus manos a los bordes de metal
de la cama, para dar así mayor fuerza a tus muslos.
"Vamos, Azucena...", dirá él en tono desesperado, luego
de ver fallidos sus primeros intentos, "vamos, querida niña..."
La pelvis te duele a causa del tremendo esfuerzo, y el mismo dolor
hace que las lágrimas acudan a tus ojos cerrados. Además,
transpiras como él. Pero no cederás un solo centímetro, y él no
logrará forzarte a separar las piernas, dos hermanas siamesas cuya
unión sólo el bisturí y no el fórceps podría haber roto.
Cambiará de táctica. Y lo hará no una sino varias veces. Te hará
generosas promesas a cambio de que depongas tu resistencia, luego
intentará ablandarte con súplicas, luego te amenazará y,
finalmente, como no mostrarás señal alguna de ceder, te insultará.
Lo sentirás bajarse de la pequeña cama, volver a vestirse, y antes
de salir furioso y frustrado de tu cuarto todavía te suplicará por
una última vez. No cerrará la puerta de un portazo sólo para no
correr inútilmente el riesgo de despertar a la señora de su sopor
inducido.
Cuando estés segura de que ya no se oyen sus pasos en el corredor,
abrirás al fin tus ojos, te sentarás en la cama y mirarás en
dirección de la puerta, para cerciorarte de que efectivamente se ha
marchado. Sólo entonces aflojarás esas tenazas de tus piernas y
empiezas a recoger lo que se ha quedado de tus ropas íntimas.
En la mañana, mientras toma el desayuno, él le dirá a la señora
sin levantar la vista del periódico, en un tono que aparenta ser
casual:
"Le he dicho a Azucena que se marche de esta casa,
querida".
Ella responderá: " Por qué? Qué ha hecho esa
muchacha?", pero sin dejar de untar su tostada, sin
sorprenderse. Aceptará la explicación que él le dará sin poner
reparos, y sin mostrar el menor asomo de duda, aunque sabe íntimamente
que no es cierto que has querido robar las joyas que guarda en un
cajón de su cómoda. Conoce demasiado bien las debilidades de su
marido, y habrá adivinado la verdadera razón de tu despido, pero
desde hace un buen tiempo, especialmente desde que está enferma, ha
optado por ser indulgente con él. Se limitará a decir, acompañando
las palabras con un suspiro:
" Es que no hay más remedio que despedirla?"
"No lo hay, querida".
Y tú saldrás de la casa, portando tan pocas cosas como cuando
llegaste a ella. El te pagará tu "sueldo" del mes, habrás
logrado también ahorrar algo de dinero por tu cuenta, pero todo en
total no te alcanzará siquiera para pagar la renta de una modesta
pensión. Tendrás que emprender inmediatamente el periplo, recorrer
la ciudad de un lado a otro. Al fin otra casa... Y otro patrón. Y
si no el patrón, su hijo o su sobrino. Por cuánto tiempo podrías
seguir resistiéndote con éxito? Por cuánto tiempo podrías
deambular de casa en casa sin que tu resolución acabase por
diluirse? Tal vez por un buen tiempo, pero no eternamente. No
eternamente. Algún día -y ese día llegará indefectiblemente-
estarás demasiado cansada, o todo te parecerá ya indiferente, sin
importancia, y dejarás de anudar esas lindas y fuertes piernas
tuyas. Verás entonces lo absurda que ha sido esa obstinación tuya,
esa beatería provinciana: todo ha sido por nada! Y verás con
comprensible remordimiento que tantas fatigas inútiles, tantos
sinsabores innecesarios, habrían podido evitarse desde un
principio, si esa noche no me hubieras rechazado, si me hubieras
abierto tus muslos en lugar de apretarlos, de hacer de ellos tu último
cerrojo.
Siu
Kam Wen
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