Indice de: Autores Peruanos

Azucena

Agregar a Favoritos.

Sabes que lo intentará de nuevo, tal vez esta misma noche. Y la puerta no podrá impedirle entrar a tu minúsculo cuarto, como la otra vez, porque llevará consigo ahora la llave maestra. El picaporte cederá dócilmente, no presentará problema alguno, no hará ningún ruido. Y el cerrojo ya no podrá tampoco servirte de último baluarte, pues él lo ha hecho quitar y lo ha colocado en la puerta del baño, diciendo que en esta casa todos pueden acostarse con el dormitorio abierto, porque todos son gente honrada, decente, pero que en cambio nadie puede cagar tranquilo cuando la cerradura del baño puede abrirse solita. Sin cerrojo, y la cerradura nada más que de adorno, cuando él entre en el cuarto y se abalance sobre ti, no tendrás más recurso que gritar, tratar de despertar a la señora y hacerla venir, antes de que las enormes manos de él logren taparte la boca y ahogar tu voz en la garganta. Tendrás que gritar con toda la fuerza de tus pulmones, porque sabes qué es lo que la señora toma últimamente, sin falta todas las noches, antes de irse a acostar. Hace apenas una hora le llevaste un vaso de leche caliente, para acompañar esas pastillitas de color celeste. Deberá dormir muy profundamente cuando toma esas pastillas, pues la otra vez, cuando él vino a tu puerta, no le importó que al recorrer el corredor de parquet sus pantuflas hicieran tap tap en el piso. Como ahora.

Tu pequeño pero macizo cuerpo se encoge contra la cabecera de tu cama. El ritmo de los latidos de tu corazón se acelera como un caballo desbocado. Deberías gritar ahora, hacer lo que crees que es lo único que te queda por hacer, ahora que todavía hay tiempo, pero te quedas como petrificada, no puedes despegar tus labios. El grito se anuda en tu garganta.

Ya no oyes el tap tap, ha cesado precisamente ante la puerta de tu cuarto. En este momento estará buscando la llave, para luego introducirla dentro del ojo de la cerradura, girarla sin hacer el menor ruido. Disfrutará haciendo todo esto sin prisa, anticipando que el deleite sería mayor con el acicate de la demora. El pomo de la cerradura gira sobre sí, la puerta se abre tan silenciosa, tan suavemente como si lo hiciera por sí sola. Ya no piensas en gritar. Algo -tal vez el insolente tap tap de sus pantuflas sobre el piso del corredor- te hace pensar que la señora no te podrá ser de ayuda. Esta vez ya no tienes escapatoria, ya no hay puertas que puedan cerrarle el paso. O sí? Si apretaras tus piernas una contra la otra fuertemente, y consiguieras mantenerlas así hasta que...

Cerrarás los ojos, y sólo lo oíras entrar. Le oíras cerrar la puerta tras de sí, acercarse y luego sentirás su peso sobre la cama. Habrá un breve momento de silencio y tú tirarás instintivamente la manta más arriba, hasta tocar la barbilla, para proteger tu cuerpo del escrutinio de su mirada, que sabes se pasea por encima.

"Azucena..." susurará él tu nombre. Lo hará varias veces, esperando obtener de ti alguna reacción de aliento, hasta que tu obstinado silencio y rigidez acaben irritándole. Se levantará un momento, sólo el tiempo necesario para desnudarse, volverá a sentarse en la cama, apartará la manta de ti casi arrancándotela, y a partir de ese momento no tratará ya de aparentar ser tierno y gentil contigo.

Te estremecerás convulsamente cuando sientas sus manos sobre esos dos montecillos redondos y firmes que son tus pechos, su piel sobre la tuya, y sus resuellos sobre tu cuello y tu cara. Luego, algo caliente y duro empezará a golpear contra tus piernas, a tratar de abrir un camino a través.

Tratarás de ignorar todo esto, de no pensar que él está encima de ti; pretenderás no sentir ni oír nada, pero oirás perfectamente su jadeo, sentirás cada una de sus inútiles embestidas. Y tus rodillas te dolerán de tanto apretarlas entre sí. Lo oíras mascullar una palabra gruesa, se incorporará a medias, pondrá sus manos sobre tus piernas para forzarlas a separarse. Es el momento, dirás para ti, y te aferrarás con tus manos a los bordes de metal de la cama, para dar así mayor fuerza a tus muslos.

"Vamos, Azucena...", dirá él en tono desesperado, luego de ver fallidos sus primeros intentos, "vamos, querida niña..." La pelvis te duele a causa del tremendo esfuerzo, y el mismo dolor hace que las lágrimas acudan a tus ojos cerrados. Además, transpiras como él. Pero no cederás un solo centímetro, y él no logrará forzarte a separar las piernas, dos hermanas siamesas cuya unión sólo el bisturí y no el fórceps podría haber roto.

Cambiará de táctica. Y lo hará no una sino varias veces. Te hará generosas promesas a cambio de que depongas tu resistencia, luego intentará ablandarte con súplicas, luego te amenazará y, finalmente, como no mostrarás señal alguna de ceder, te insultará. Lo sentirás bajarse de la pequeña cama, volver a vestirse, y antes de salir furioso y frustrado de tu cuarto todavía te suplicará por una última vez. No cerrará la puerta de un portazo sólo para no correr inútilmente el riesgo de despertar a la señora de su sopor inducido.

Cuando estés segura de que ya no se oyen sus pasos en el corredor, abrirás al fin tus ojos, te sentarás en la cama y mirarás en dirección de la puerta, para cerciorarte de que efectivamente se ha marchado. Sólo entonces aflojarás esas tenazas de tus piernas y empiezas a recoger lo que se ha quedado de tus ropas íntimas.

En la mañana, mientras toma el desayuno, él le dirá a la señora sin levantar la vista del periódico, en un tono que aparenta ser casual:

"Le he dicho a Azucena que se marche de esta casa, querida".

Ella responderá: " Por qué? Qué ha hecho esa muchacha?", pero sin dejar de untar su tostada, sin sorprenderse. Aceptará la explicación que él le dará sin poner reparos, y sin mostrar el menor asomo de duda, aunque sabe íntimamente que no es cierto que has querido robar las joyas que guarda en un cajón de su cómoda. Conoce demasiado bien las debilidades de su marido, y habrá adivinado la verdadera razón de tu despido, pero desde hace un buen tiempo, especialmente desde que está enferma, ha optado por ser indulgente con él. Se limitará a decir, acompañando las palabras con un suspiro:

" Es que no hay más remedio que despedirla?"

"No lo hay, querida".

Y tú saldrás de la casa, portando tan pocas cosas como cuando llegaste a ella. El te pagará tu "sueldo" del mes, habrás logrado también ahorrar algo de dinero por tu cuenta, pero todo en total no te alcanzará siquiera para pagar la renta de una modesta pensión. Tendrás que emprender inmediatamente el periplo, recorrer la ciudad de un lado a otro. Al fin otra casa... Y otro patrón. Y si no el patrón, su hijo o su sobrino. Por cuánto tiempo podrías seguir resistiéndote con éxito? Por cuánto tiempo podrías deambular de casa en casa sin que tu resolución acabase por diluirse? Tal vez por un buen tiempo, pero no eternamente. No eternamente. Algún día -y ese día llegará indefectiblemente- estarás demasiado cansada, o todo te parecerá ya indiferente, sin importancia, y dejarás de anudar esas lindas y fuertes piernas tuyas. Verás entonces lo absurda que ha sido esa obstinación tuya, esa beatería provinciana: todo ha sido por nada! Y verás con comprensible remordimiento que tantas fatigas inútiles, tantos sinsabores innecesarios, habrían podido evitarse desde un principio, si esa noche no me hubieras rechazado, si me hubieras abierto tus muslos en lugar de apretarlos, de hacer de ellos tu último cerrojo.

Siu Kam Wen

Cuento Anterior

Indice de: Autores Peruanos

Siguiente Cuento

Quieres que te envie un E-mail cada vez que actualice ésta página?

Críticas ó Sugerencias