Estudiaba
medicina en Madrid y compartía un departamento en un antiguo
edificio de Lavapiés con dos peruanos más. Todos los días planeábamos
el desayuno con la perfección con que se planea un robo. Y es que
era eso, justo: un robo. Yo estaba encargado de la panadería.
Compraba una pistola de baguette y en el camino introducía sin perdón
en mi casaca todo lo que podía sernos útil, como mermelada, dulce
de leche, cachitos o medialunas. Otro amigo iba a algún "Vips"
y robaba azúcar, café en polvo, mayonesa. El tercero quedaba como
suplente y además se encargaba del almuerzo que cocinábamos en
casa de la señora que nos rentaba el departamento. Mis amigos habían
estado en la Universidad pero ya no estudiaban. Se habían
convertido en dos chavales marchosos de la noche madrileña. Como
siempre estaban pobrísimos, iban a discotecas llenas de peruanos
como el "Salsipuedes" o "La cueva del gato".
Tampoco yo era un potentado, pero prefería ahorrar todo un mes para
ir a una discoteca de moda como el "Pachá" y reventar
hasta el amanecer, antes que salir todos los fines de semana a
cualquier antro. Además yo sí tenía que estudiar. Por eso yo no
tenía ninguna relación seria ni menos aún una de esas relaciones
de mis amigos que salían siempre con unas chicas muy inquietas,
romances que jamás sobrepasaron los límites del mes. Yo era mucho
más sentimental: buscaba el imposible amor y por eso mismo odiaba a
las mujeres, tan veleidosas.
Hasta Tata. Tata era una chica que vivía en el departamento vecino.
La descubrí de casualidad una noche en que llegué de madrugada
después del "Pachá". Terminé de subir las escaleras y
sentí una presencia, algo que me observaba. Cuando entré a la
pieza, y apenas cerré la puerta, oí un ruido de puerta que a la
vez se cerraba en el departamento de al lado. La escena se repitió
a menudo desde ese día. Salía con amigos, a comprar, o a la
facultad, y siempre esa presencia que esperaba hasta que yo bajara
las escaleras para desaparecer. Un día esbocé un plan para
atraparla. Era fácil. Sólo pretendí salir, olvidar algo dentro de
casa, cerrar la puerta y abrirla en el mismo impulso. Me di cara a
cara con ella. Era una muchacha alta, bonita, con un pelo rubio muy
largo y bien cuidado, y los senos grandes a pesar de ser tan
delgada. Pareció no sorprenderse de que la hubiera atrapado, casi
como si lo esperase. Fui hasta su puerta y le hablé. Dijo que se
llamaba Sandra, pero que todos la llamaban Tata desde los dos años,
imitando la mala pronunciación de su nombre cuando era pequeña. Le
di mi nombre. Tata sonrió y jamás supe qué encontraba ella de
gracioso en mi nombre.
Todos los días me encontraba con ella esperándome en la puerta.
Conversábamos un rato. No parecía apurada; era yo quien siempre
debía interrumpir la conversación. Al principio hablábamos de mi
vida y de la suya, de nuestras pretensiones: la mía de terminar
medicina y la suya de ser pintora. Se ofreció a mostrarme algún día
sus cuadros. No tenía un taller propio, pero usaba la azotea para
guardarlos apiñados en el vacío cuarto de servicio.
-Es imposible que nunca te haya visto arriba -le dije.
Yo era el encargado de lavar la ropa cada quince días y nunca la
había visto pese a pasar horas lavando para mí y mis amigos.
-No creerás que quiero que todos descubran mi escondite...
Sonrió. Tenía lógica. Me sentí agradecido por la confianza que
me daba, y también con cierto compromiso. Como si una palabra -o
esa sonrisa- hubiese estrechado vínculos que ya casi no estrechan
los besos. Ofreció llevarme a ver sus cuadros al día siguiente.
El día siguiente no la encontré en su puerta. Entré decepcionado
a mi departamento. Uno de mis amigos comía arroz y aceitunas verdes
con una muchacha con aspecto sucio y retardado de okupa. Me dijo que
habían enviado un regalo para mí. Era una rosa de largo tallo que
penetraba un papel celeste. Leí: hoy no podrá ser, quizá mañana.
Un besote. Tata. Mi amigo se burlaba de mi asombro. También su
lobotomizada amiga se reía.
Cuando al otro día la encontré en su puerta le pregunté qué le
había pasado.
-¿Te llegó el regalo? -preguntó con coquetería y evitando mi
pregunta.
-Sí. Hermoso, gracias. ¿Veremos hoy los cuadros?
-No, hoy no. Invítame a un café. Tengo que ir a un sitio por
Preciados.
-Te invito. Conozco un lugar en la Gran Vía, por Callao.
-¿No te irás a robar el café? -dijo riendo.
-¿Robar? ¿Tú crees que todos los peruanos somos ladrones o qué?
-sonreí también-. Jamás he robado. A lo sumo habré subido al
metro por debajo de los controles, como todos.
-Yo jamás. Y no me molesta que le robes a los grandes empresarios.
Después de todo, es parte del botín que tienen que recuperar
ustedes.
El oro del Perú. Estaba muy de moda ese tema en la televisión y
los diarios desde que atraparon a una banda de delincuentes peruanos
que justificaron sus robos diciendo que estaban recuperando "el
oro del Perú". La llevé con buen humor hacia la estación de
Lavapiés. Mi cinismo y su comprensión me habían puesto en ese
estado. Ella me pidió que mejor fuéramos caminando. Era más
divertido caminar, y se podía conversar mejor. Estuve de acuerdo y
caminamos por callejuelas pequeñas y estrechas hacia Gran Vía.
Cada cosa que nos llamaba la atención era motivo de un comentario.
Un gato dormido, un anciano. La cantidad de gente que estaba metida
desde tan temprano en los bares. Le comenté de mis peregrinaciones
mensuales a discotecas.
-¿No quieres acompañarme?
-Ese hedonismo adolescente, un asco -dijo.
-¿No te gusta divertirte? El placer es importante en la vida. No te
digo todos los días, pero a veces.
-No. No creo que el placer sea importante en la vida. Sólo pensar,
reflexionar, crear, eso es importante.
-Pues para mí la vida es un placer constante.
-No deberías estar acompañándome entonces, soy una aburrida.
-Pero si uno de mis más grandes placeres es verte.
La respuesta la hizo enmudecer. Luego sonrió y me cogió la mano.
-¿También esto es placer? -me preguntó.
-Sí -contesté, acercando mis labios a los suyos.
Ella aceptó mi beso. Mi primer impulso fue abrazarla y darle un
beso largo, erótico. Después decidí que ella tomase la
iniciativa. Estaba un poco asustado por su negativa al placer, por
el hecho de mostrarse tan conservadora en sus creencias. De pronto
sentí que sus dientes mordían mis labios y, con sabiduría, su
pequeña lengua se abría paso entre mis dientes. La recibí
sorprendido. Y agradecido. Estuvimos besándonos un largo rato. Nos
abrazamos antes de continuar caminando.
-No malinterpretes mis ideas sobre el placer -me dijo-, a lo que me
refiero es que el placer es inútil.
-Sirve para estar bien -le dije.
-No. Eso es lo peor. No hay alivio en el placer.
-Entonces...
-¿Vas a hablarme del beso? -adivinó-. Eso no es placer. Eso fue
amor, al menos para mí. Y el amor no me parece inútil aunque sí
me espanta.
-También para mí fue amor -acepté emocionado-, y no tengo miedo.
-Pero yo sí tengo miedo. Miedo de ser vulnerable, tengo miedo de
que me hagas daño.
La abracé prometiéndole que jamás le haría daño. Ella sonrió y
volvió a besarme justo en el momento en que me disponía a decir
que no permitiría nunca que alguien le hiciera daño. Me sentí
torpe, no había entendido nada; sólo había querido, como un macho
imbécil, consolar a alguien que no necesitaba consuelo.
Nos besábamos también en la puerta de su casa. En nuestras
caminatas por Madrid. Incluso la llevé a la facultad, aunque ella
prefirió esperarme en un café cercano. Un día apenas me vio
terminar de subir la escalera corrió a abrazarme. Dijo que había
soñado conmigo y eso le parecía maravilloso.
-Me haces sentir mal, yo no puedo soñar con nadie -dije.
-No importa, ya aprenderás a soñar -contestó.
Estaba feliz, como si hubiese cumplido una meta. Yo no podía seguir
su ritmo atropellado, de niña.
-Hay una canción muy bonita que dice que las mujeres son como las
flores y los sueños. El amanecer abre a las flores y despierta a
los sueños para que vivan en la realidad. Yo soy el amanecer -le
dije, enamorado.
Ella rió.
-¿Cómo es esa palabra de ustedes? Ah, ya recuerdo: huachafazo,
eres huachafazo -soltó una carcajada-, además de un pedante,
porque el que despertó al otro fui yo.
La facultad decidió enviarme por tres semanas a Málaga, a un
encuentro de estudiantes de medicina. Le conté mis planes a Tata, y
aunque se entristeció no quiso hacérmelo saber. Me contó de
cuando estuvo en Málaga. El mar le parecía el más puro de España.
Además, las calles son tranquilas, no tan marchosas como las de
Madrid. Y "El Corte Inglés" de Málaga es el más fácil
de robar. Me hice el ofendido pero con tan poca verosimilitud que
Tata me molestó aún más con lo del robo. Ella aprovecharía el
tiempo de mi viaje a Málaga para hacerme un retrato al óleo. Le
dije que era mejor no hablar del viaje. Hablamos de otras cosas.
Pero sobre todo estuvimos en silencio, abrazados.
-Te amo -le dije como despedida-. No es mucho tiempo. Pasa rapidísimo.
-¿No vas a pedirme que haga el amor contigo? -me dijo.
Sorprendido, sólo atiné a decirle que jamás había pensado
aprovecharme de ella. Intentaba buscar argumentos para mi defensa y
su risa, como de costumbre, me interrumpió.
-¿No quieres aprovecharte de mí? Qué lastima, hacer el amor
contigo es lo único que quiero desde la primera vez que te vi.
Recibí la noticia como una cachetada, ¿en qué había estado
pensando? Nos despedimos haciendo el amor en mi cuarto.
Las tres semanas duraron mucho. El vuelo hasta Madrid fue larguísimo.
Era tarde de Domingo cuando llegué. Subí las escaleras de dos
trancazos. Todavía con las maletas toqué su puerta. Me abrió una
persona desconocida. Me di cuenta de que jamás había entrado a su
casa -ella tampoco a la mía-, y no conocía a su familia. Le dije
mi nombre, le dije que era amigo de Tata, que yo era su vecino y
casi aumento el cargo de "enamorado" en la información.
-Ah -dijo-. Eres uno de los okupas de al lado.
-No soy okupa señora, soy sudaca y estudio medicina -contesté
ofendido-. Mi papá es presidente del Perú.
-¿Perú? -reflexionó-. ¿El oro del Perú?
--Por favor, quiero ver a Tata.
-¿Quién es Tata?
-La muchacha que vive acá -temí que se hubiera mudado, pero eso
era imposible o quizá había una carta en mi casa.
-Aquí no vive ningún Tata. Sólo yo y mi hijita.
Y en un gesto dramático abrió la puerta y me mostró a una
muchacha flaca, de espaldas, con la cascada de pelo rubio y seco
cubriendo el respaldar de su silla de ruedas.
-Mi hijita Carmela. Está enferma. Tiene retraso mental, supongo que
no es ella a quien buscas ¿no perulero?
-No por supuesto -dije-. Pero podría ser su hermana.
La señora caminó hasta su hija. Yo la seguí. Empezó a peinar a
su niña. Era Tata, pero no parecía la misma. Tenía una expresión
sin voluntad, como una llorosa muñeca de porcelana. Los labios
apagados, los ojos bajos, no parecía reconocerme.
-¿Qué pasó? -pregunté enfebrecido-. ¿Cómo sucedió esto?
-Así nació. Yo era ya muy mayor, no debía tenerla. Pero es mi única
hija. No la iba a matar ¿no? Igual la amo. Dios dijo que amásemos
a todos los seres humanos.
-También yo la amo -dije, casi en el colapso-. Ella prometió
pintarme un retrato, necesito hablar con ella, salir a caminar un
rato. Déjenos solos por favor.
-¡Te burlas de mí, coño! Voy a llamar a la guardia, bestia.
-Por favor, señora, sólo un segundo.
-Sal de aquí, malparido. Que no te das cuenta. ¿Hablar? Ella es
sordomuda ¿Caminar? A no ser que la cargues. Fuera mierda, zafa de
aquí mamón o llamo a la guardia.
Nunca volvió a aparecer. O sí. Ayer soñé con ella. Desde que la
presentí en el sueño supe que soñaría con ella todos los días
durante el resto de mi vida. Hasta hoy eso se ha cumplido. También
he conseguido que la vieja me tenga cierta ternura de hijo que nunca
tuvo. Puedo pasar algunas horas peinando a Tata, o Carmela. Cuando
me marcho trato de ver una despedida en sus ojos, pero ellos tampoco
saben hablar. Su madre me pidió que le comprara unas cosas para la
cena. Me dio dinero que guardé para el futuro. En el "Vips"
es fácil robar. Me encontré con uno de los muchachos. Confabulamos
para no robar lo mismo. Mientras robaba pensé que Tata me había
obsequiado una existencia en la vida para que yo le obsequie una
existencia en los sueños. Mi amigo me invitó al "salsipuedes"
Le dije que no podía ir.
-¿Mientes o de verdad tienes que estudiar? -preguntó.
Le contesté como me enseñó Tata: sólo una sonrisa. ¿Qué Tata
me enseñó eso, la de mis paseos y los besos o la pequeña Tata sin
gesto de la silla de ruedas? Ese pedazo de misterio. Crucé la pista
rápidamente, subí las escaleras contando los peldaños. Sentía en
mí esa duplicidad de estar solitario y en compañía a la vez. Como
vivir en el medio del corazón de una flor sin corazón. O como un
enorme castillo en cuyo vientre habita un fantasma.
Ivan Thays.
ithays@pucp.edu.pe
Iván Thays nació en Lima en 1968. Estudió Literatura y Lingüística
en la Pontificia Universidad Católica del Perú. En 1992 publicó
el libro de cuentos Las fotografías de Frances Farmer y en 1995 la
novela Escena de caza. Actualmente prepara la publicación de su
segunda novela El viaje interior.
Comentarios del autor sobre "¿Mientes?": Este
cuento es producto de un viaje a España en 1993 y de un concurso de
crónicas de viaje por España que, casualmente, realizaba por esa
fecha una revista en Lima. No pude cumplir el requisito de hacer una
crónica; no me hubiera bastado el género para poder describir la
profundidad y la complejidad de lo que siempre he llamado el
"fracaso" de mi primera experiencia europea. Tuve que
recurrir a la ficción. Por eso no me atreví a enviar mi texto al
concurso. Para una persona pretenciosamente literaria como me
considero, Europa siempre ejerció una fascinación inagotable y
hasta una especie de extraña nostalgia: una nostalgia del espíritu
ya que el individuo nunca estuvo ahí. Cuando estuve ahí pensé que
la maravilla se activaría de inmediato, pero no fue así. Al
contrario, sentí por ella esa sensación de lo que se escapa de las
manos, de lo incomprensible, de lo que se pierde pero aún está ahí,
que siente el personaje por Tata. Incapaz de soportar la desilusión,
sintiéndome agredido por un mundo que creí mío pero que me
expulsaba, tuve que volver a mi país, a mi exilio interior, a mi
cuarto en la casa de mis padres, con el rabo entre las piernas. Y,
sin embargo, sé que si Tata, si Europa, me sonríe una vez volveré
a estar a su lado aunque sea sólo para vivir esa especie de
felicidad que se oculta detrás del dolor de no existir, de no ser
nadie para la persona que amas.
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