La historia de la falsa tortuga
--¡No
sabes lo contenta que estoy de volver a verte, querida mía! --dijo
la Duquesa, mientras cogía a Alicia cariñosamente del brazo y se
la llevaba a pasear con ella.
Alicia se
alegró de encontrarla de tan buen humor, y pensó para sus adentros
que quizá fuera sólo la pimienta lo que la tenía hecha una furia
cuando se conocieron en la cocina. «Cuando yo sea Duquesa», se
dijo (aunque no con demasiadas esperanzas de llegar a serlo), «no
tendré ni una pizca de pimienta en mi cocina. La sopa está muy
bien sin pimienta... A lo mejor es la pimienta lo que pone a la
gente de mal humor», siguió pensando, muy contenta de haber hecho
un nuevo descubrimiento, «y el vinagre lo que hace a las personas
agrias.,. y la manzanilla lo que las hace amargas... y... el regaliz
y las golosinas lo que hace que los niños sean dulces. ¡Ojalá la
gente lo supiera! Entonces no serían tan tacaños con los dulces...»
Entretanto,
Alicia casi se había olvidado de la Duquesa, y tuvo un pequeño
sobresalto cuando oyó su voz muy cerca de su oído.
--Estás
pensando en algo, querida, y eso hace que te olvides de hablar. No
puedo decirte en este instante la moraleja de esto, pero la recordaré
en seguida.
--Quizá no tenga moraleja --se atrevió
a observar Alicia.
--¡Calla,
calla, criatura! -dijo la Duquesa--. Todo tiene una moraleja, sólo
falta saber encontrarla.
Y se
apretujó más estrechamente contra Alicia mientras hablaba. A
Alicia no le gustaba mucho tenerla tan cerca: primero, porque la
Duquesa era muy fea; y, segundo, porque tenía exactamente la
estatura precisa para apoyar la barbilla en el hombro de Alicia, y
era una barbilla puntiaguda de lo más desagradable. Sin embargo,
como no le gustaba ser grosera, lo soportó lo mejor que pudo.
--La
partida va ahora un poco mejor --dijo, en un intento de reanudar la
conversación.
--Así es
--afirmó la Duquesa--, y la moraleja de esto es... «Oh, el amor,
el amor. El amor hace girar el mundo.»
--Cierta
persona dijo --rezongó Alicia-- que el mundo giraría mejor si cada
uno se ocupara de sus propios asuntos.
--Bueno,
bueno. En el fondo viene a ser lo mismo --dijo la Duquesa, y hundió
un poco más la puntiaguda barbilla en el hombro de Alicia al añadir--:
Y la moraleja de esto es...
«¡Qué
manía en buscarle a todo una moraleja!», pensó Alicia.
--Me parece
que estás sorprendida de que no te pase el brazo por la cintura
--dijo la Duquesa tras unos instantes de silencio--. La razón es
que tengo mis dudas sobre el carácter de tu flamenco. ¿Quieres que
intente el experimento?
--A lo
mejor le da un picotazo --replicó prudentemente Alicia, que no tenía
las menores ganas de que se intentara el experimento.
--Es verdad
--reconoció la Duquesa--. Los flamencos y la mostaza pican. Y la
moraleja de esto es: «Pájaros de igual plumaje hacen buen maridaje».
--Sólo que
la mostaza no es un pájaro --observó Alicia.
--Tienes
toda la razón --dijo la Duquesa--. ¡Con qué claridad planteas las
cuestiones!
--Es un
mineral, creo --dijo Alicia.
--Claro que
lo es --asintió la Duquesa, que parecía dispuesta a estar de
acuerdo con todo lo que decía Alicia--. Hay una gran mina de
mostaza cerca de aquí. Y la moraleja de esto es...
--¡Ah, ya
me acuerdo! --exclamó Alicia, que no había prestado atención a
este último comentario--. Es un vegetal. No tiene aspecto de serlo,
pero lo es.
--Enteramente
de acuerdo --dijo la Duquesa--, y la moraleja de esto es: «Sé lo
que quieres parecer» o, si quieres que lo diga de un modo más
simple: «Nunca imagines ser diferente de lo que a los demás
pudieras parecer o hubieses parecido ser si les hubiera parecido que
no fueses lo que eres».
--Me parece
que esto lo entendería mejor --dijo Alicia amablemente-- si lo
viera escrito, pero tal como usted lo dice no puedo seguir el hilo.
--¡Esto no
es nada comparado con lo que yo podría decir si quisiera! --afirmó
la Duquesa con orgullo.
--¡Por
favor, no se moleste en decirlo de una manera más larga! --imploró
Alicia.
--¡Oh, no
hables de molestias! --dijo la Duquesa--. Te regalo con gusto todas
las cosas que he dicho hasta este momento.
«¡Vaya
regalito!», pensó Alicia. «¡Menos mal que no existen regalos de
cumpleaños de este tipo!» Pero no se atrevió a decirlo en voz
alta.
--¿Otra
vez pensativa? --preguntó la Duquesa, hundiendo un poco más la
afilada barbilla en el hombro de Alicia.
--Tengo
derecho a pensar, ¿no? --replicó Alicia con acritud, porque
empezaba a estar harta de la Duquesa.
--Exactamente
el mismo derecho dijo la Duquesa-- que el que tienen los cerdos a
volar, y la mora...
Pero en
este punto, con gran sorpresa de Alicia, la voz de la Duquesa se
perdió en un susurro, precisamente en medio de su palabra favorita,
«moraleja», y el brazo con que tenía cogida a Alicia empezó a
temblar. Alicia levantó los ojos, y vio que la Reina estaba delante
de ellas, con los brazos cruzados y el ceño tempestuoso.
--¡Hermoso
día, Majestad! --empezó a decir la Duquesa en voz baja y
temblorosa.
--Ahora
vamos a dejar las cosas bien claras rugió la Reina, dando una
patada en el suelo mientras hablaba--: ¡O tú o tu cabeza tenéis
que desaparecer del mapa! ¡Y en menos que canta un gallo! ¡Elige!
La Duquesa
eligió, y desapareció a toda prisa.
--Y ahora
volvamos al juego --le dijo la Reina a Alicia.
Alicia
estaba demasiado asustada para decir esta boca es mía, pero siguió
dócilmente a la Reina hacia el campo de croquet.
Los otros
invitados habían aprovechado la ausencia de la Reina, y se habían
tumbado a la sombra, pero, en cuanto la vieron, se apresuraron a
volver al juego, mientras la Reina se limitaba a señalar que un
segundo de retraso les costaría la vida.
Todo el
tiempo que estuvieron jugando, la Reina no dejó de pelearse con los
otros jugadores, ni dejó de gritar «¡Que le corten a éste la
cabeza!» o «¡Que le corten a ésta la cabeza!» Aquellos a los
que condenaba eran puestos bajo la vigilancia de soldados, que
naturalmente tenían que dejar de hacer de aros, de modo que al cabo
de una media hora no quedaba ni un solo aro, y todos los jugadores,
excepto el Rey, la Reina y Alicia, estaban arrestados y bajo
sentencia de muerte.
Entonces la
Reina abandonó la partida, casi sin aliento, y le preguntó a
Alicia :
--¿Has
visto ya a la Falsa Tortuga?
--No --dijo
Alicia--. Ni siquiera sé lo que es una Falsa Tortuga.
--¿Nunca
has comido sopa de tortuga? --preguntó la Reina--. Pues hay otra
sopa que parece de tortuga pero no es de auténtica tortuga. La
Falsa Tortuga sirve para hacer esta sopa.
--Nunca he
visto ninguna, ni he oído hablar de ella --dijo Alicia.
--¡Andando,
pues! --ordenó la Reina--. Y la Falsa Tortuga te contará su
historia.
Mientras se
alejaban juntas, Alicia oyó que el Rey decía en voz baja a todo el
grupo: «Quedáis todos perdonados.» «¡Vaya, eso sí que está
bien!», se dijo Alicia, que se sentía muy inquieta por el gran número
de ejecuciones que la Reina había ordenado.
Al poco rato llegaron junto a un Grifo,
que yacía profundamente dormido al sol. (Si no sabéis lo que es un
grifo, mirad el dibujo).
--¡Arriba,
perezoso! --ordenó la Reina--. Y acompaña a esta señorita a ver a
la Falsa Tortuga y a que oiga su historia. Yo tengo que volver para
vigilar unas cuantas ejecuciones que he ordenado.
Y se alejó
de allí, dejando a Alicia sola con el Grifo. A Alicia no le gustaba
nada el aspecto de aquel bicho, pero pensó que, a fin de cuentas,
quizás estuviera más segura si se quedaba con él que si volvía
atrás con el basilisco de la Reina. Así pues, esperó.
El Grifo se
incorporó y se frotó los ojos; después estuvo mirando a la Reina
hasta que se perdió de vista; después soltó una carcajada
burlona.
--¡Tiene
gracia! --dijo el Grifo, medio para sí, medio dirigiéndose a
Alicia.
--¿Qué es
lo que tiene gracia? --preguntó Alicia.
--Ella
--contestó el Grifo. Todo son fantasías suyas. Nunca ejecutan a
nadie, sabes. ¡Vamos!
«Aquí
todo el mundo da órdenes», pensó Alicia, mientras lo seguía con
desgana.
«¡No había
recibido tantas órdenes en toda mi vida! ¡Jamás!»
No habían
andado mucho cuando vieron a la Falsa Tortuga a lo lejos, sentada
triste y solitaria sobre una roca, y, al acercarse, Alicia pudo oír
que suspiraba como si se le partiera el corazón. Le dio mucha pena.
--¿Qué
desgracia le ha ocurrido? --preguntó al Grifo.
Y el Grifo
contestó, casi con las mismas palabras de antes:
--Todo son
fantasías suyas. No le ha ocurrido ninguna desgracia, sabes. ¡Vamos!
Así pues,
llegaron junto a la Falsa Tortuga, que los miró con sus grandes
ojos llenos de Iágrimas, pero no dijo nada.
--Aquí
esta señorita -explicó el Grifo-- quiere conocer tu historia.
--Voy a
contársela --dijo la Falsa Tortuga en voz grave y quejumbrosa--.
Sentaos los dos, y no digáis ni una sola palabra hasta que yo haya
terminado.
Se sentaron
pues, y durante unos minutos nadie habló. Alicia se dijo para sus
adentros: «No entiendo cóma va a poder terminar su historia, si no
se decide a empezarla». Pero esperó pacientemente.
--Hubo un
tiempo --dijo por fin la Falsa Tortuga, con un profundo suspiro-- en
que yo era una tortuga de verdad.
Estas
palabras fueron seguidas por un silencio muy largo, roto sólo por
uno que otro graznido del Grifo y por los constantes sollozos de la
Falsa Tortuga. Alicia estaba a punto de levantarse y de decir: «Muchas
gracias, señora, por su interesante historia», pero no podía
dejar de pensar que tenía forzosamente que seguir algo más, conque
siguió sentada y no dijo nada.
--Cuando éramos
pequeñas --siguió por fin la Falsa Tortuga, un poco más
tranquila, pero sin poder todavía contener algún sollozo--, íbamos
a la escuela del mar. El maestro era una vieja tortuga a la que llamábamos
Galápago.
--¿Por qué
lo llamaban Galápago, si no era un galápago? --preguntó Alicia.
--Lo llamábamos
Galápago porque siempre estaba diciendo que tenía a «gala» enseñar
en una escuela de «pago» --explicó la Falsa Tortuga de mal
humor--. ¡Realmente eres una niña bastante tonta!
--Tendrías
que avergonzarte de ti misma por preguntar cosas tan evidentes --añadió
el Grifo.
Y el Grifo
y la Falsa Tortuga permanecieron sentados en silencio, mirando a la
pobre Alicia, que hubiera querido que se la tragara la tierra. Por
fin el Grifo le dijo a la Falsa Tortuga:
--Sigue con
tu historia, querida. ¡No vamos a pasarnos el día en esto!
Y la Falsa
Tortuga siguió con estas palabras:
--Sí, íbamos
a la escuela del mar, aunque tú no lo creas...
--¡Yo
nunca dije que no lo creyera! --la interrumpió Alicia.
--Sí lo
hiciste --dijo la Falsa Tortuga. --¡Cállate esa boca! --añadió
el Grifo, antes de que Alicia pudiera volver a hablar.
La Falsa
Tortuga siguió:
--Recibíamos
una educación perfecta... En realidad, íbamos a la escuela todos
los días...
--También
yo voy a la escuela todos los días --dijo Alicia--. No hay motivo
para presumir tanto.
--¿Una
escuela con clases especiales? --preguntó la Falsa Tortuga con
cierta ansiedad.
--Sí
--contestó Alicia. Tenemos clases especiales de francés y de música.
--¿Y
lavado? --preguntó la Falsa Tortuga.
--¡Claro
que no! --protestó Alicia indignada.
--¡Ah! En
tal caso no vas en realidad a una buena escuela --dijo la Falsa
Tortuga en tono de alivio--. En nuestra escuela había clases
especiales de francés, música y lavado.
-No han
debido servirle de gran cosa --observó Alicia--, viviendo en el
fondo del mar.
--Yo no
tuve ocación de aprender --dijo la Falsa Tortuga con un suspiro--.
Sólo asistí a las clases normales.
--¿Y
cuales eran esos? --preguntó Alicia interesada.
--Nos enseñaban
a beber y a escupir, naturalmente. Y luego, las diversas materias de
la aritmética: a saber, fumar, reptar, feificar y sobre todo la
dimisión.
--Jamás oí
hablar de feificar --respondió Alicia.
El Grifo se
alzó sobre dos patas, muy asombrado:
--¡Cómo!
¿Nunca aprendiste a feificar? Por lo menos sabrás lo que significa
"embellecer".
--Pues...
eso sí, quiere decir hacer algo más bello de lo que es.
--Pues
--respondió el Grifo triunfalmente-, si no sabes ahora lo que
quiere decir feificar es que estás completamente tonta.
Con lo cual
cerró la boca a Alicia, la que ya no se atrevió a seguir
preguntando lo que significaban las cosas. Dijo a la Falsa Tortuga:
--¿Qué
otras cosas aprendías allí?
--Pues
aprendía Histeria, histeria antigua y moderna. También Mareografía,
y dibujo. El profesor era un congrio que venía a darnos clase una
vez por semana y que nos enseñó eso, más otras cosas, como la
tintura al bóleo.
--¿Y eso
qué es? --preguntó Alicia.
--No puedo
hacerte una demostración, ya que ahora estoy muy baja de forma
--respondió la Falsa Tortuga. Y el Grifo, como él mismo podrá
decirte, nunca aprendió a tintar al bóleo.
--Nunca
tuve tiempo suficiente --se excusó el Grifo. --Pero sí que iba a
las clases de Letras. Y teníamos un maestro que era un gran
maestro, un viejo cangrejo. --Nunca fuí a sus clases --dijo la
Falsa Tortuga lloriqueando--, dicen que enseñaba patín y riego.
--Sí, sí
que lo hacía --respondió el Grifo. Y las dos se taparon la cabeza
con las patas, muy soliviantadas.
--¿Cuantas
horas al día duraban esas lecciones? --preguntó Alicia interesada,
aunque no lograba entender mucho qué eran aquellas asignaturas tan
raras, o si es que no sabían pronunciar. Tintura al bóleo debería
ser pintura al óleo, y patín y riego serían latín y griego, pero
lo que es las otras, se le escapaban.
--Teníamos
díez horas al día el primer día. Luego, el segundo día, nueve y
así sucesivamente.
--Pues me
resulta un horario muy extraño --observó la niña.
--Por eso
se llamaban cursos, no entiendes nada. Se llamaban cursos porque se
acortaban de día en día.
Eso
resultaba nuevo para Alicia y antes de hacer una nueva pregunta le
dio unas cuantas vueltas al asunto.
Por fín
preguntó:
--Entonces,
el día once, sería fiesta, claro.
--Naturalmente
que sí --respondió la Falsa Tortuga.
--¿Y el
doceavo?
--Basta de
cursos ya --ordenó el Grifo autoritariamente. --Cuéntale ahora
algo sobre los juegos.
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