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SarcophilusIncluído en la antología Alt risc. Tretze contes d'humor negre (Ed. Laertes). Carles Bellver <carles@sarcophilus.com> Carles Bellver Torlà (Castelló de la Plana, 1967). Técnico medio del Centro de Educación y Nuevas Tecnologías de la Universidad Jaume I. Escritor de cuentos extraños, coordina Sarcophilus.
Nunca debí llevármelo de ese modo. Ahora sé que es ese tipo de malos tratos, y en general la vida en cautividad, lo que los vuelve diabólicos. Podría haber usado una cesta para perros, amplia y ventilada, con agujeros para sacar el hocico. Por lo menos así no se habría sentido tan empaquetado. Pero ante todo se trataba de evitar que lo viese mi madre. Si se hubiese enterado de que formaba parte de mi equipaje, habría hecho todo lo posible para impedir que mi pequeño diablo viniese conmigo. De hecho ya no era tan pequeño. Había crecido y engordado de tal modo que a duras penas conseguí meterlo en la maleta. Al principio se resistió, pero lo persuadí prometiéndole que sería un viaje muy corto y después volvería a ser libre. Entonces aún confiaba en mí: aún no le había dado motivos para recelar. Mantuvo mucho rato la calma, hasta que tomamos el tren, pero cuando notó el traqueteo se puso nervioso y empezó a revolverse y gruñir. Desde luego no pasó desapercibido. Los otros pasajeros no dejaban de mirar de reojo a mi maleta y a mí alternativamente. Sin duda se preguntaban qué narices escondía allí dentro. Lo pasé mal, disimulando y sufriendo en silencio por el pobre Sarcophilus. Temía que alguien se decidiese a llamar al revisor en cualquier momento y se frustrasen mis planes. Creí que no llegaríamos nunca a Londres. Fue un regalo del tío Oscar. Lo trajo el verano pasado a Tilbury a su vuelta de Australia. Mi tío siempre ha tenido debilidad por los regalos exóticos e inverosímiles: la máscara ritual de un guerrero zulú, la navaja de Flint, los dientes de dragón de China y otras maravillas por el estilo colmaron de sueños mi infancia. Nos contó que las travesuras y picardías del bicho lo convirtieron en la mascota del barco. Cuando lo compró en un mercado en la isla de Tasmania apenas era un cachorro. Se ve que en ciertos parajes remotos, en bosques y valles recónditos, ajenos a la civilización moderna y la industrialización, todavía es posible encontrar diablos silvestres en abundancia. -¿Qué es? -pregunté, fascinado, al verlo corretear por el césped del jardín. Yo nunca lo habría imaginado así: pequeño y negrísimo, más parecido a un perro o un mapache que a ninguna otra cosa. Me apresuré a buscar información acerca de su especie en la Enciclopedia Británica. Me enteré de que se alimentan de insectos y mamíferos menudos, que son fuertes y hábiles para trepar y nadar, y que prefieren la noche. Supe también que podían ser leales y dóciles si se les trataba honestamente. Cuando mi tío dijo que debíamos darle un nombre yo me decidí en seguida por la solemnidad latina de su denominación científica: Sarcophilus harisii. Me parecía perfectamente adecuada a su condición sobrenatural. Resultó ser un compañero ideal para el verano: juguetón, afectuoso, siempre dispuesto a salir en busca de aventuras. Además, nuestros horarios encajaban estupendamente. Yo acababa de llegar del internado tras finalizar, por fin, mis estudios, pero mi padre me había buscado trabajo en un banco en Londres para después de las vacaciones, por lo que debía repasar la contabilidad y otras materias prácticas. Mientras yo volvía a concentrarme en los mismos libros y apuntes, mi fiel diablo se pasaba las horas durmiendo, recostado en una confortable cuna que rescaté del desván para él. Después, al atardecer, lo despertaba para iniciar nuevas correrías. Nos adentrábamos cada día en el bosque bajo los últimos rayos del sol, oblicuos y sugestivos. Allá, entre los robles, la hiedra y los líquenes, lejos del mundo, acostumbraba desde siempre a evocar mis lecturas predilectas o incluso inventar mis propias historias. Jugaba a ser pirata, soldado, explorador... y ahora Sarcophilus me seguía dondequiera que fuese. Disfrutaba viéndolo correr, subirse a los árboles, saltar tras lagartijas y pajarillos dando rienda suelta a su inagotable vitalidad. Darse un chapuzón en la charca lo entusiasmaba especialmente. A veces yo me bañaba con él. En mi interior compartía su afán, su apasionamiento. No he vuelto a sentir aquella rara impresión de coraje y libertad. En la charca, una vez sorprendimos a un grupo de chicos y chicas del pueblo bañándose desnudos. Tuve que agarrarlo. Si llega a aparecer entre ellos chapoteando un escurridizo y negro demonio, se habrían llevado un susto de muerte. Me quedé agazapado tras los matorrales, espiándolos, con Sarcophilus bien sujeto contra mi pecho. Menos mal que no nos vieron. No siempre regresaba a casa conmigo: le sobraban energías para continuar merodeando en la oscuridad. Yo le dejaba la ventana entornada para que pudiese entrar a cualquier hora. La nuestra fue una peculiar camaradería, basada en los intereses comunes y el respeto mutuo. Algo muy distinto de las rivalidades y bajezas del colegio, que por fortuna quedaban atrás. Desde luego mi madre hubiese preferido una relación más normal. A menudo insistía en ello: que hiciese amigos en el pueblo, chicos de mi edad. Pero yo era feliz así, y dudo mucho que su opción hubiese funcionado mejor. Fui feliz así, pero duró poco. Lo bueno no suele durar. El traslado a Londres tuvo lugar en septiembre. Iba a vivir en un piso de alquiler. ¡Yo sólo! No es que me disgustase alejarme de mi familia, al contrario: sus excesivos cuidados, sus exigencias y apremios, estaban acabando con mi paciencia, y de algún modo lo que más deseaba era poner distancia por medio. Pero es que no conocía a nadie en la ciudad... Por esa razón tenía que llevarme a mi pequeño diablo conmigo. Reconozco, ahora, que fue una insensatez, que debería haberlo pensado mejor antes de condenarlo a prisión. Un apartamento de dos habitaciones más cocina y baño en la siniestra calle Morgue, menos de 25 m2 en total, no es en ningún caso el hábitat más recomendable para un fogoso marsupial. Nos encontramos un piso húmedo y oscuro, un antro apenas decente. Mi habitación era la única que daba a la calle. En la otra, con un colchón, una manta y un cuenco para la comida, le preparé a Sarcophilus un hogar tan acogedor como fue posible. Mi desdichado compañero se pasaba allí encerrado todo el día mientras yo estaba en el banco, durmiendo y royendo de mala gana el pienso que le compraba en la droguería de abajo. Cuando volvía del trabajo era ya de noche y no me quedaban ni tiempo ni fuerzas para ocuparme de él como debiera. Lo sacaba unos minutos para que hiciese sus necesidades en algún solar y me lo llevaba a casa a rastras en seguida. Tuve que ponerle una correa para evitar que se escapase. Lo veía marchitarse y envilecerse por mi culpa y no hice nada por él, esa es la cruda y sola verdad. Más de una vez al llegar a casa lo descubrí encaramado a mi mesa, acechando a los transeúntes desde nuestra única ventana. Gruñía y maldecía sañudamente. No me atrevo a poner por escrito las blasfemias que le oí farfullar en una de aquellas patéticas ocasiones. La situación empeoró antes de que supiese ponerle remedio. Me enteré de sus andanzas por el periódico. The Times titulaba así una breve nota en una página interior: «Actos criminales en la calle Morgue». Al parecer un misterioso individuo de aspecto y ademanes brutales había asaltado a varias mujeres jóvenes en las últimas semanas, siempre tras el anochecer. Afortunadamente sin consecuencias graves: nada más que arañazos y el inevitable susto. Se hablaba de un maníaco, un simio escapado del zoo o «algo más extraño». Obviamente se trataba de Sarcophilus. Sin duda se descolgaba por la ventana mientras yo dormía y hacía de las suyas en el callejón. Me enfurecí con él. Esa noche lo regañé y lo confiné bajo llave en su habitación. Pero fue en vano: por la mañana descubrí que había forzado el cerrojo y se había fugado. No sólo eso, cuando fui a arreglarme para salir me di cuenta de que había sustraído parte de mi ropa y mi dinero. Me sentí culpable por su marcha, desde luego, pero también supuso para mí una liberación: me sacó un peso de encima. Al mismo tiempo, en el banco mi tensión disminuía a medida que iba aprendiendo y las tareas se hacían rutinarias. Eso, y la ausencia de otras obligaciones, me permitió relacionarme con mis compañeros. Por primera vez desde que estaba en Londres me ocurrieron cosas francamente positivas. Hice un amigo, Cavender, algo mayor que yo. Era todo un tipo, un connaisseur. Un hombre de mundo, como se suele decir. Me presentó a dos chicas, Mary Jane y Sophie. Me advirtió que él se acostaba con Jane, de modo que yo tonteé con la otra. Frecuentábamos ciertos pubs todas las tardes y a veces continuábamos la juerga hasta la madrugada en el piso de Cavender, bebiendo whiskey o brandy y escuchando discos. Pasaba mucho sueño, mis ojeras lo atestiguaban, pero ese era un mínimo precio a pagar por la intensidad y la profundización de mis experiencias. Sarcophilus dijo basta a la tregua y a mi incipiente felicidad reapareciendo una noche en uno de aquellos pubs. Se plantó inesperadamente entre nosotros, vestido como un gentleman, con una de mis camisas blancas y un traje nuevo hecho a medida. Pero su tez oscura y sus diabólicos ojillos no podían engañarme: era él, sin duda era él. Me quede paralizado, no sabía cómo reaccionar. Sin dejar de mirarme y sonriendo maliciosamente se colocó detrás de las chicas y les metió mano, a las dos a la vez. Poco faltó para organizarse un altercado. Cavender lo agarró por las solapas con intención de pegarle. Por suerte se le escurrió y salió disparado. Lo seguí hasta la calle. Allí nos quedamos solos. Me había sacado varios metros de ventaja, pero se detuvo y volvió a mirarme. -No temas, me perderás de vista muy pronto -me dijo-. Tengo billete para Sydney. Me embarco dentro de un mes, pero antes aún volverás a verme por última vez. Por supuesto que después, delante de Cavender y las chicas, pretendí no conocerle. Les dije que había intentado cogerlo para darle su merecido, «pero el muy cabrón corría demasiado» (sic). Pasaron dos angustiosas semanas, luego tres. Recé para que no cumpliese su amenaza. Una noche quedamos en mi piso para jugar unas manos de póquer: Cavender, dos conocidos suyos y yo mismo. Eran dos extranjeros, uno árabe y el otro francés, o quizá español. Cavender planeaba desplumarlos con mi ayuda. Preparé la mesa en el cuarto interior, el que en otro tiempo fue la celda de Sarcophilus. Bajamos la lámpara y apagamos las otras luces. La atmósfera se hizo densa con el humo de los cigarrillos y el aroma del whiskey. Empezamos ganando, pero después la partida se nos complicó. Yo no estaba todo lo concentrado que requería la ocasión, y por otra parte nuestros contrincantes tampoco eran los pardillos que habíamos supuesto. Me temblaba el pulso. Un sudor frío me empapaba todo el cuerpo, y mi cabeza se llenaba de pensamientos ominosos. Antes de que lo viesen los demás sentí su presencia detrás de mí: su respiración, y su odio. Supe con seguridad que era él. Mi viejo y querido Sarcophilus me odiaba, y había vuelto para vengarse. M. A. C. fue denunciado por agresiones por James Cavender. Las otras dos víctimas, Charles B. y Yussuf A., se esfumaron sin firmar los papeles. Según la declaración de Cavender, el susodicho M. A. C. les organizó una encerrona en su casa y les atacó. Suponía que en colaboración con alguien más, ya que recibieron golpes por todas partes y no creía posible que hubiese podido hacerlo él solo, pero no podía asegurarlo por la falta de iluminación y la confusión del momento. El juez, basándose en un informe forense solicitado por la defensa, lo consideró temporalmente perturbado y ordenó su ingreso en una institución mental. Durante su convalecencia Mary Jane W. le escribió. Le contó que había roto con Cavender, aunque en realidad había muy poco que romper, pues era un individuo egocéntrico y un sinvergüenza. Mantuvieron correspondencia y cuando salió del hospital empezaron a verse regularmente. Rev. 3/1/2001 |
malacandra, Número 8, enero-diciembre 2000 Esperamos sus comentarios, críticas, sugerencias, etc. Escríbanos. |
10/12/2000 http://www.oocities.org/SoHo/Cafe/1131/08sarcca.html Copyright 2000 malacandra, los autores
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