La Peste es Carlota

La iluminación de los boliches de hoy es una porquería, siempre lo dije. Con la misma facilidad uno puede mirar el alto techo de la disco y quedarse encandilado o puede tropezar con pies y banquetas ajenos para, irremediablemente, caer sin saber muy bien dónde por culpa de la luz, ausente en el instante en que más se la precisa. Si este juego de luces que no cesa sigue alguna lógica que no sea la de marear y confundir a la gente, yo no la conozco ni la entiendo. Supongo que aquella noche funesta en la que concurrí con un grupo de amigos a Macabro Dancing uno o dos focos se habían quemado por accidente. Digo "supongo" porque pensar en un complot tal vez sea exagerado.

Los cinco cofrades que éramos habíamos arribado cuando la joda estaba en su apogeo; es decir, tarde para nuestro propósito. Hubiéramos llegado a una hora más conveniente de no ser por la estúpida apuesta que Carlitos le jugó a Hermenegildo. El Herme hacía rato que le venía relajando el auto y Carlitos se pudrió. Le apostó que el Fitito podía pasar por un camino tapizado de miguelitos y salir ileso de la prueba. ¡Para qué! Tal cual profetizó Miguel, que del tema sabe un toco ——no por nada se llama así——, las gomas del auto se hicieron hilachas. Terminamos de cambiarlas a eso de las cuatro de la madrugada. Llegamos a Macabro alrededor de las cuatro y media.

Cuando entramos, casi todas las minas estaban ocupadas. Lo cierto es que si los feos están obligados a ser cancheros para conseguir chicas, con los lindos pasa igual. Si un feo no engancha nada, la gente lo comprende. Si a un lindo no le dan bola, queda como un boludo. Yo tengo la desgracia de ser un atractivo pelilargo. Automáticamente nos pusimos a la caza.

Había un sector, el de la nula iluminación, donde se encontraban cinco mujeres sentadas. Visto que nosotros éramos la misma cantidad, y considerando que la primera de ellas, la única que la luz permitía apreciar mínimamente, era una rubia despampanante, resolvimos encararlas sin demora.

Ellas aceptaron de inmediato. Martín se quedó con la rubia angulosa. Yo con la segunda de la fila: una renga bigotuda con ortodoncia que me susurró que se llamaba Carlota. "Qué le vamos a hacer", pensé. "Bailo con ella dos temas, le digo que tengo que ir al baño y ahí no me ve nunca más". Seguí el plan pero ella insistió en acompañarme y esperarme en la puerto de los sanitarios. Por más que me opuse diciéndole que quedaba feo y no recuerdo qué otras sandeces, se me colgó del brazo y no me soltó hasta que tuve un pie dentro del maloliente recinto.

Yo espiaba para ver si se cansaba de esperarme, pero ella seguía firme (valga la expresión), sin mostrar señales de impaciencia. Al final salí y me recibió con su sonrisa de lata, de súbito resaltada por capricho de un foco. Le di la mano, cerré los ojos, me dejé tironear nuevamente hacia el lugar en el que cientos de adolescentes, muchos de ellos conocidos por mí, se sacudían enardecidos. Debí reabrir los ojos para no ir a parar al piso. Miré por primera vez a Carlota de atrás. No valía demasiado la pena, aunque reconozco que merced a la renguera su contoneo mereció mi discreta aprobación.

Rodeado de la excitación que reinaba entre mis congéneres, mi baile semejaba el de una tortuga enyesada. En frente de mí, Carlota pataleaba con un entusiasmo inaudito. Esperé prudentemente que pasara otro par de canciones más para decirle que no me sentía bien, que no por nada había permanecido tres cuartos de hora sobre un inodoro, y que me iba. (Un compañero de escuela pasó en ese momento a nuestro lado lanzando una gran carcajada).

"Quedate un rato más, quedate un rato más", insistía ella. Decía que le había encantado conocerme y que era muy buen mozo (¡buen mozo, en lugar de cualquier otra expresión más actual!). Quiso saber mi teléfono y mi dirección. Le dije que no tenía ni el uno ni la otra, que era un chico de la calle y que mi vaquero de marca se explicaba porque lo había robado. Miré sus manos un momento, antes de intentar desprenderme, y vi que no eran feas, aunque sí un poco grandes para ser femeninas. Carlota me hubiera conmovido si no hubiese encontrado aquella verruga en su anular izquierdo.

Me zafé y de un brinco estuve en la salida del boliche. Ella me seguía. Creo que pretendía acompañarme. No puedo asegurarlo porque salí corriendo. Me frené como a la cuadra, tras cerciorarme de que se había quedado adentro. Hacía frío y no quería volver ni solo ni caminando a mi hogar, ubicado del otro lado de la ciudad. Y dado que por la hora que era la disco estaba por cerrar, decidí esperar a mis compinches. Fui precavido: me subí a un árbol por si Carlota salía antes que ellos.

Al ver a los chicos, encabezados por Carlitos, que revoleaba las llaves del automóvil, me sentí aliviado. Lo impelí a huir de ese maldito lugar y sus execrables adyacencias. Me llevó rápidamente a casa. Recién experimenté el final de la pesadilla cuando entré en mi cama.

Me levanté alrededor del mediodía. Me comí un pancito para engañar el estómago y me fui rumbo a la casa de uno de los chicos. Decir "me fui" es incurrir en un eufemismo porque ni bien cerré la puerta, la encontré...

"Otra vez no. Otra vez no, por favor", fue lo único que atiné a pensar, pues enseguida, con un brillo terrorífico en la mirada, Carlota se abalanzó sobre mí para saludarme. Tuve la sensación de que me había estado esperando toda la noche y la mañana. "¡Qué sorpresa! Así que vivías acá, bandido. Yo vivo allá, en la otra cuadra, en el edificio nuevo. Mirá que suerte, nos vamos a ver seguido". Yo respondía a cada una de sus frases con un lacónico "ajá". Por dentro me moría de la angustia. "Pasaba por acá de casualidad. ¡Qué justo venir a encontrarte!".

Cuando por fin logré escapar de sus garras, ya era de noche. Lógicamente, la cosa no terminó ahí. Como me imaginaba, Carlota volvió el día siguiente. Yo había dicho en casa que si algún monstruo tocaba el timbre preguntando por mí, le dijeran que me había ido a Tanzania a cazar leones y que no tenía previsto volver. A partir de ese momento saldría de mi domicilio solamente cuando fuera imprescindible y tomando los recaudos más extremos.

Por desgracia fue mi hermanito menor quien la atendió y le dijo: "Dice que se fue a Tasmania a cazar leones y dice que no tiene previsto volver". Yo pensaba: "¡Qué tarado! Cómo va a confundir Tanzania con Tasmania. ¿No sabe que en Tasmania no hay leones?". Tal cual me lo temía, ella detectó la incongruencia. Le pidió permiso a Josesito y se sentó a esperarme. Desesperado, decidí escapar por el balcón. El salto casi me cuesta una quebradura, mas esta vez la fortuna me acompañó. Retorné siete horas después. Ahí estaba. Me recibió exclamando: "Ah, qué justo que llegás. Te esperaba. Ya me iba".

Desde ese día empezó a visitarme a diario. Comprendí que ya nunca más sería feliz. Mi vida cambió radicalmente: Me afilié a la UCR. Comencé a odiar mi belleza, mi locuacidad y todas mis virtudes. En la escuela me senté una vez en el primer banco. Me peleé con mis tres novias. Perdí un peso en el casino. Maté a mi hermanito. Idolatré a Maradona...

En fin, mi existencia se tornó sórdida, patética. Caí muy bajo. Sí, muy bajo. Si no, no podría haberle declarado mi amor a Carlota aquel aciago atardecer de noviembre.

Ah, ella dijo que no.

A Jack London (autor de La Peste Escarlata y algunos cuentos que están de re-chupete), sin el cual este cuento hubiera sido perfectamente posible.

Marcelo De Lira

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