La tierra, ciertamente, se
comportaba como una galera de sorpresas. Los viajeros antiguos iban siempre
hacia lo desconocido. Descubrían continentes de faunas y floras
ignoradas, se aventuraban entre gente de lengua y cultura tan distintas,
que la extrañeza y el mutuo temor dibujaban los encuentros alternos
entre las guerras o el trueque.
Y, antes de partir, las fantasías colmaban los relatos previos a
los hallazgos en la linde: monstruos escondidos en los hospedajes, tesoros
de valía incalculable, mujeres seductoras que bailaban al son de
pífanos soplados por felinos, tormentos que únicamente los
elegidos resistían, alimentos de eterna juventud ...
Hasta quedar la tierra despojada de sus antiguas maravillas: recorrida,
golpeada, expoliada, igualadas sus gentes por la tecnología, conocidas
sus lenguas, intercomunicada, holladas sus fosas atlánticas, llagados
sus bosques y lagunas, oprimida y vejada.
Ahora la aventura aguarda en el Sistema Solar, en las estrellas, en un
universo de infinitud proporcionalmente inversa a ésta de la agotada
tierra. ¿Reencontraremos en las galaxias inconmensurables las hadas
escabullidas del pequeño planeta de la vida?, ¿las fuentes
con sus duendes?, ¿los ogros que habitaban castillos y hondonadas?
Las sondas espaciales se adelantan y los engendros robóticos miden
y fotografían los cuerpos estelares antes de que nuestro pie siquiera
roce la superficie de un pequeño asteroide
Arribamos al Universo ahora carentes de leyendas, casi diríamos
con desencanto previo, aunque provistos por el agua de la tierra y su alimento.
Y el cielo inmediato de púlsares y novas
¿deparará menos sorpresas tal vez,
que alguna isla
donde encontró el viajero su sombra
en el ocaso?
Buenos Aires, 1996