Dos grupos de viajeros tropiezan en la orilla del gran río:
—procedemos de la desembocadura, vamos en busca de los arcanos que nos depararán sus fuentes —enuncian los primeros.
Quienes bajan, responden:
—venimos desde allá,
suspiramos por las maravillas que encontraremos donde sus brazos se pierden
en la amplitud del mar—.
Y, al unísono, se expresan:
Anhelamos el grito del vigía que en alta mar nos anuncie la costa que cernimos,
cuando, en el continente, y entretanto desbrozábamos la selva que nos sobrecoge, suspiramos por la frontera extensa de los llanos,
y, si en la pampa entonces, la vista otea un horizonte desmedido, el paisaje de colinas o abismos tangenciales pretendemos,
pero, en la cumbre, la nieve y las ventiscas nos apuran y, aunque el refugio nos permita vivir por mucho tiempo, en cuanto amanece bajamos la ladera,
hasta llegar de nuevo al
puerto donde arribáramos antaño, un día,
y no para zarpar y regresar,
ni aún para quedarnos;
el infinito, tendido y displicente
en los embarcaderos,
ya nos aguarda y llama.