Predijo, cuando el tiempo ya había aparecido:
"La Diosa Madre, la Gran Deidad Materna, la Naturaleza vivirá feliz rodeada de sus criaturas múltiples que retozarán, cazándose entre sí, comiéndose, resucitando después bajo otras formas en ese cordel sin fin de la vida que ella constituirá.
Nunca les hará faltar un padre, los multiplicará para que se reproduzcan
Empero, arribará desde una constelación desconocida, una entidad maligna que la sojuzgará y la vejará y la tendrá bajo su dominio, obligándola a efectuar faenas impropias de su digna alcurnia y, luego del sometimiento, esa entidad, empalagada de tanta violación, volverá hacia allá.
Fruto de tan indecorosa unión será la especie humana. Ésta, al crecer y descubrir su única orfandad de padre en el planeta, no contenta con el despliegue de cariño con que, a pesar de todo la protege y ama la Naturaleza, no considerándose pariente de las bestias, por las que sentirá una abierta repugnancia, nostálgica del padre ignoto, se sublevará y, sin inmutarse por sus llantos y gemidos o la violencia del incesto, la poseerá también, como lo hiciera el padre"
Aquí, la negrura que se extiende ante mis ojos no me permite vislumbrar si esa entidad maligna regresará desde su constelación ignota para reencontrar su progenie o, acaso, soy yo mismo esa entidad.
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(*) o síntesis del fabulario contenido
en los dos interlineales anteriores.
Piedra Blanca, febrero, 1998