Todo tiempo pasado fue mejor ...para la naturaleza. La llegada del hombre y el constante desarrollo de su tecnología en los últimos milenios, aunado al progresivo conocimiento de las leyes que gobiernan la Tierra, le retaceó, al principio, dominio, y, después, la confinó a las reservas y parques forestales. Los animales y las plantas clonadas configuran la etapa culminante (no digo la final) de este proceso que, hasta ahora, no ha sufrido ningún tipo de detención en su continuidad.
En cambio, a este refrán, reinventado por los memoriosos perennes de cada momento de la historia, cabe, si tomamos en consideración a su auténtico destinatario, un significado totalmente opuesto.
Sostener que el pasado fue siempre mejor constituye un fraude del sentimiento, una felonía intelectual, una cobardía ética y una conveniencia económico-social. El pasado es mejor porque se lo conoce en relación a un tiempo presente en donde, de modo forzoso, debemos vivir y —convivir— con los demás y no de acuerdo con nuestras ideas sino con aquello que nos determina: la dura realidad.
Está el pasado lejano, el de cuando los dioses platicaban con los mortales, los ríos manaban leche y miel y eran cotidianos los prodigios: el propio de todos los movimientos tradicionalistas que aman los fastos medievales, sueñan con príncipes y reyes, detestan las manchas provocadas por el industrialismo y menoscaban cualquier tipo de movimiento reinvindicatorio de la humanidad que busque igualar las condiciones socio-económico-raciales de los hombres. O aquel más próximo de cuando las cosas se hacían con mayor solidez, los tranvías recorrían las calles, los cerdos no comían alimentos balanceados y las mujeres no tenían ese aire de desfachatez que las caracteriza hoy: el que rememora la gente de edad mayor (cronológica o mental)
Y no denigro del pasado porque, ilusoriamente, crea en el progreso indefinido —que, por otra parte, tuvo numerosos adherentes en varias etapas de ese mismo pasado—, sino porque amo la apertura de horizonte que sólo lo porvenir es capaz de otorgarme. Si la utopía liberó (o ayudó a liberar) a los hombres de antes, tal vez tenga sentido recordar su acción, pero no intentar revivirla o repetirla negándole, por lo tanto, al presente, la posibilidad de crear sus propias ilusiones.
El futuro es un campo de posibilidades. Su incertidumbre nos angustia y su profundidad nos amilana; en él se dispone el abanico de las acciones capaces de empalidecer al menos el aura de las desdichas y frustraciones que la historia personal de cada uno registra minuciosa, pero también en él se agazapan el envejecimiento y, al final, la muerte.
Tal vez haya más fatalismo
en aceptar el futuro que en idealizar el pasado. El primero nos aflige
con la ansiedad, con la nostalgia, el otro; entretanto, el presente se
nos escurre con una sordidez ingobernable.
Buenos Aires, septiembre, 1998.