V   LOS NEXOS

DIOSES-ANIMALES-HOMBRES






Si nos preguntamos por la diferencia entre la concepción del actual evolucionismo sintético y el creacionismo cristiano, la tal diferencia (aunque este último haya aceptado, con tardanza y a regañadientes, algunos preceptos teóricos del anterior) se prosigue manifestando sustancial en lo que respecta a la relación con los animales y el resto de la naturaleza.

La hipótesis biológica muestra cómo la ascendencia humana transita por un antepasado común de los monos actuales y el hombre. Más alejadas en el tiempo aún, las parentelas se unifican hasta arribar al momento en que, luego de la división gastrular, la vida animal se escinde dramáticamente entre vertebrados e invertebrados.

La postura creacionista, en cambio, separa las aguas de una manera tajante y precisa. Si bien los padres de la humanidad resultan el último alumbramiento del creador (y, en esto, hay coincidencia con el biologicismo), luego de una serie sucesiva de etapas que arrancan de la separación entre la luz y las tinieblas, su aparición sobre la tierra los dice a Imagen y Semejanza del Señor, hecho que los distancia ontológicamente de los animales, aunque compartan con ellos las mismas y perentorias necesidades básicas.

En resumen, cabría afirmar que la doctrina del evolucionismo sintético sitúa al hombre al final de un proceso continuo, en tanto el creacionismo, aún haciéndolo aparecer después, discontinúa las etapas y se las ingenia dialécticamente para ubicarlo en los inicios, desde el momento en que independiza la descendencia humana de la propia de los animales.

Pero ambas doctrinas presentan al menos un punto común: las dos acentúan las diferencias entre hombres y animales, que carecen de alma y cuentan con un universo simbólico tan incipiente como deleznable.

El hombre es el rey de la Creación, y, por lo tanto, subyuga a los animales gracias a su inteligencia, sistema de signos y peculiaridades físicas de su constitución, aunque, en la concepción cristiana (y en otros monoteísmos), compensa esa hegemonía con la obligación de sentirse un siervo de Dios, a quien debe amar y respetar. No sucede así en el biologicismo, en donde el hombre tendría una obligación de gratitud solo y exclusivamente hacia la vida.

Por otra parte, la naturaleza, pasando por alto nuestros atropellos, siempre se encuentra a nuestro lado, rugiendo en una tempestad que nos atemoriza o ronroneando en un gatito que juega en la cocina del departamento. No sucede lo mismo con lo divino, que, aunque en los tiempos de la Arcadia convivía con los mortales y en el cristianismo, gracias al Jesús encarnado, comparte los sufrimientos y la muerte con los hombres, regresa al eterno cielo inalcanzable.

La naturaleza, entonces, si bien todavía no la conocemos totalmente, condescendió a que la investigación científica pusiera a nuestro alcance sus leyes y, parcialmente, la domináramos, disfrutando de la casi totalidad de sus tesoros.

¿O es que los dioses retornaron al Empíreo temiendo que, al habituarnos a su soberbia presencia inalterable, les sucediera lo mismo que a la naturaleza y finalizaran sus días aherrojados, dispuestos al dominio y al juego de las que antes fueran sus criaturas?
 

Piedra Blanca febrero, 1998.



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