El talento de las amebas

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           Bueno, pues dejadme que os diga dos palabras de este cuento... Después de tres años seguidos de presentarme al premio Tinet (en el marco de los Premis Ciutat de Tarragona), y de que dos relatos quedaran seleccionados para ser publicados en sendos libros, al fin el jurado (supongo que por agotamiento) tuvo a bien otorgarle el primer premio del VI Concurso de Narrativa Corta Tinet a El talent de les amebes, uno de mis cuentos más extraños! Por fin lo publico en esta web, en versión castellana (pronto pondré también la catalana, cuando encuentre el archivo Word)... En fin, espero que os guste una historia en la que me dio por poner por escrito una idea que me rondaba por la cabeza desde hacía tantos años que casi ni me acuerdo: qué pasaría si nos viéramos libres de la desagradable tarea de tomar decisiones y arrostrar sus consecuencias. Y, de paso, una teoría sobre el amor a tres que me ha costado más de una polémica... Espero que os guste, y me encantaría recibir cualquier crítica o comentario. Y ya puestos... Si os gusta, comprad el libro en Edicions Cossetània, anda! :D

 

EL TALENTO DE LAS AMEBAS

                ¿Por qué casi nadie acepta que se pueda amar a más de una persona al mismo tiempo? No es una idea tan aberrante, digo yo. Si Arturo, Ginebra y Lanzarote se hubieran dejado de celos, honor y tonterías y se hubieran marcado un buen menage a trois, las leyendas artúricas no tendrían que arrastrar un final tan gris y deprimente. Y si Sara no se hubiera plantado en la puerta del dormitorio, brazos en jarras, exigiendo “Decídete ahora mismo, ¿quieres quedarte con Eva o conmigo?”, seguramente nada de todo esto hubiera pasado y todos nos hubiéramos ahorrado muchísimas desgracias. En fin. La pregunta me pilló con los pantalones bajados, figurada y literalmente: Sara y yo acabábamos de follar como... Como... Como animales que follen mucho y regularmente. Yo aún estaba aturdido y vagamente depre (post coitum omni anima triste, ya saben), y desde luego no tenía ningún tipo de ganas de responder a la preguntita. Pero Sara había sido previsora: entre mi tradicional y previsible agotamiento postcoital y el hecho de que su cuerpo serrano bloqueaba la única salida de la habitación, no me quedaba escapatoria posible. “Elige, cariño. Eva o yo. Decídete y solucionemos esto, sin rencores. No puedo seguir más tiempo con esto, sencillamente no puedo, ¿vale? Así que di un nombre, solamente un nombre, y acabemos de una vez”. ¿Un nombre? Quería decir mucho más que un nombre, quería decir algo como: “Os quiero a las dos, joder, a las dos, porque... Porque tú eres increíble, la mujer con la que siempre he soñado: atractiva, inteligente, increíble en la cama, culta, simpática... ¡Como Eva! Eva también es todo eso, pero... Donde tú eres directa y decidida ella es tímida y vulnerable, sois complementarias, dos caras de la misma moneda, la Pitufina morena y la Pitufina rubia. Quiero estar con vosotras dos hasta que muera, la vida me sabría a poco sin vosotras dos en ella, ¿tan difícil os resulta comprenderlo?”. Sí, quería decir algo como eso. Pero no, sólo me estaba permitido decir un nombre. Uno. Joder, me hubiera resultado más fácil elegir entre perder el corazón o los pulmones. Así que cerré los ojos, suspiré hondo y dije en voz alta y clara: “Sara/Eva”. Es decir, yo dije “Sara”, y en el mismo instante oí una voz masculina a mi derecha que decía en el mismo tono y volumen: “Eva”. Abrí los ojos, sobresaltado, viendo sentada a mi derecha a una copia exacta de mí mismo, también medio desnudo y con la misma expresión de susto en la cara. “Sara/Eva”, repetimos al unísono. Y entonces Sara gritó aterrorizada, retrocedió un par de pasos y cayó desmayada dramáticamente al suelo, esquivando el desnucamiento contra el armario por milímetros.  Curiosamente, yo no estaba asustado, sino más bien sorprendido por el extraño fenómeno. Abrumado por sus posibilidades. Muy bien, me había duplicado. ¿Era eso tan extraño? Al fin y al cabo, dividirse fue el primer truco que aprendieron las amebas, ¿no? Tal vez gracias a una situación de estrés, de extrema tensión emocional, de desear con tanta fuerza hacer dos cosas opuestas a la vez, tal vez gracias a todo eso se había manifestado una habilidad que dormía latente en mi interior. Mi copia me miraba extrañado, seguramente con un tren de pensamiento paralelo al mío. Al fin y al cabo, supongo que desde su punto de vista era yo la copia y él el original... En lo único que nos diferenciábamos era en el hecho de que yo había elegido a Sara y él a Eva. El curso de acción resultaba obvio, y no me hizo falta hablar demasiado con mi copia para trazar un plan. Él se iría con Eva y de alguna manera la convencería para que se fueran de la ciudad, tal vez a vivir un tiempo con la familia de ella. Era crucial que ninguno de los dos volviera a Barcelona, a riesgo de encontrarse con Sara y conmigo creando con ello un buen montón de problemas. Yo le explicaría a Sara que había sido víctima de una alucinación, de un mal sueño o algo así. Y me quedaría para siempre con ella. En fin, los dos salíamos ganando, y en cierta manera así podría estar con las dos a la vez, aunque desde luego no como lo había planeado. Mi copia se vistió rápidamente, le dio un beso de despedida a Sara, aún inconsciente, y salió corriendo a la calle en busca de Eva.

Pasaron varios meses.

            Libre del obstáculo de los celos hacia Eva, mi relación con Sara mejoró día a día, llegando los dos a unos extremos de felicidad usualmente reservados a las estrellas de cine o a los Hare Krishna. Desgraciadamente, llegó un día en que Sara me puso de nuevo entre la espada y la pared. Estábamos en un pequeño restaurante japonés, esperando a que nos trajeran los cafés y otra botella de sake. La pregunta me sorprendió mientras mordisqueaba un panecillo: “¿Quieres casarte conmigo?”. Oh, vaya, y yo qué sé -recuerdo haber pensado entonces- sí que me gustaría casarme contigo y comprarnos una casa y quizás tener un crío o dos o varios y tener una felicidad de catálogo de Pryca, pero no estoy seguro, no sé si quiero renunciar todavía a la sensación de que no hay nada definitivo aún, de que si nuestro amor se amarga todavía podemos separarnos sin responsabilidades ni cargos ni divorcios ni equipajes. Tuve la desagradable sensación de que el peso de mi decisión se materializaba, denso y gris, cargándome el pecho como un pulmón canceroso. Tenía que deshacerme de ese peso como fuera, tenía que vomitarlo antes de que me ahogase, así que abrí la boca y dije “/No”. “Allá vamos otra vez”, pensé al ver como un doble mío se materializaba a mi derecha, solícito como un camarero japonés. Esta vez Sara no gritó, sino que compitió en apertura desmesurada de boca con el resto de clientes del restaurante. “¡Vete de aquí, corre!”, le susurré a mi doble, pensando frenéticamente en algún modo de salir de ésta. Tendría que haberme callado. Al oírme, en la cara de mi copia apareció una expresión de indecisión y duda que me resultaba increíblemente familiar, seguramente por haberla visto mil veces en el espejo. Abrí la boca para decir algo, pero ya era demasiado tarde. “Vale, me voy corriendo/Mejor me quedo y hablemos”, dijeron mi doble y mi nuevo sub-doble, triple tendría que llamarle. Genial. Mi primera copia añadió el gesto a la palabra y se abrió paso corriendo entre los camareros, sorprendiendo de tal forma a uno que arrojó un plato entero de sashimi sobre un cliente. “¡Lo siento, tengo prisa!/¡Lo siento, ahora le ayudo a limpiarlo!”, otra división ante la que, por fin, algunos clientes reaccionaron gritando. “Oh, mierda”, musité, mientras agarraba a una alucinada Sara por el brazo y la arrastraba corriendo hacia la puerta de salida.

            Me costó horas explicárselo, supongo que porque ni yo mismo lo entendía.

            No le hizo demasiada gracia pensar que al mismo tiempo que estaba con ella, una versión mía, esencialmente otro yo, estaba retozando con su odiada Eva. “Pero me he quedado con el original, ¿no?”, preguntó medio en broma. “Er... Sí, sí, claro”, respondí, mientras sospechaba que tan original era yo como mis dobles.

            ¿Cómo debo haber desarrollado esta habilidad? Ya desde pequeño me costaba tomar decisiones, desde las triviales hasta las más importantes. Recuerdo que hacía siempre trampas en los libros de “Elige tu propia aventura”, ya saben, esos en que en cada página debes elegir una opción que te remite a una u otra página. Recuerdo que siempre delegaba en otros mis decisiones de la vida cotidiana: ropa, comida, sitios a los que ir a jugar. Recuerdo que mis comics favoritos eran los “What if?”, no sé si habrán oído hablar de ellos: son historias fuera de la continuidad habitual en las que se explican cosas como “¿Qué hubiera pasado si Superman no hubiera podido salvar a Lois Lane?” o “¿Y si a Spiderman lo hubiera mordido una hormiga radioactiva en lugar de una araña?”. Recuerdo que mis libros favoritos eran los de ciencia ficción en que se hablaba de universos paralelos y líneas temporales alternativas. Recuerdo que de adolescente me asaltaba unba pesadilla recurrente, que empezó el día en que decidí romper con Eva tras una discusión absurda. Soñaba que aparecía en medio de un cementerio, tan gigantesco que no se veían nada más que lápidas, nichos, criptas y tumbas hasta donde llegaba la vista. Lentamente, y mientras yo temblaba paralizado de terror, la tumba más cercana se abría y de ella salía a trompicones un joven barbudo a quien no reconocía, que se me acercaba y me susurraba al oído, con voz fría y pegajosa: “Hola, papá... Sí... Tú hubieras sido mi papá si hubieras seguido con Eva, pero por culpa de tu torpeza y de tus estúpidas decisiones ahora ya no existiré nunca... Me has matado, papá, me has asesinado a traición... ¿Sabes quiénes se pudren en todas estas tumbas? Toda la gente que por culpa de tus elecciones no llegará a existir jamás, todos los que envías cada día al limbo...”. Mientras mi “hijo” hablaba todas las tumbas se abrían poco a poco y... Me despertaba aterrorizado y babeando la almohada. 

            La situación fue empeorando rápidamente. Cada vez me costaba menos duplicarme, y los motivos que detonaban mi habilidad se fueron haciendo pregresivamente más y más triviales: un día me dividí al decidir si quería azúcar o no con el café. La mayoría de mis dobles habían escapado a mi control: uno se dedicaba a conceder entrevistas por la tele, duplicándose sin cesar ante los asombrados espectadores. Otro estaba siendo exhaustivamente analizado por un grupo de incrédulos científicos: crucé los dedos deseando que no se les ocurriera viviseccionarle. Otro había viajado a los USA para ganarle al mago James Randi el millón de dólares que ofrece a quien pueda realizar algún acto paranormal. Otro fue detenido por conducir borracho y estrellar un coche robado contra una tienda de ultrmarinos. Diez o doce de ellos se presentaron a la vez en una ETT a pedir un empleo que les permitiera ir tirando, ya que por lo visto la ropa se duplicaba en cada división, pero por algún motivo el dinero no lo hacía.

            Yo (permitidme que llame “yo” al que está ahora escribiendo estas páginas) me refugié en una casa de las afueras con Sara. Cada vez que me duplicaba le rogaba de rodillas a mi nueva copia que se fuera de allí y nos dejara vivir a mi esposa y a mí con tranquilidad. Muchos se negaban, claro, ya que estaban exactamente igual de enamorados de ella que yo, pero tras varias horas de discusión daban su brazo a torcer y se marchaban en busca de fortuna. En aquella época me asaltaron fuertes depresiones y ataques de nervios, que mi amada Sara capeaba como podía. Sé que le debo la vida.

            Lo peor estaba aún por llegar. En pocos meses de duplicación y reduplicación llegamos a ser unos seis o siete millones de copias, distribuidos por varios países y ciudades. Algunos estados prohibieron mi entrada en sus territorios, con unos argumentos similares a los que evitan la entrada de conejos en Australia. Otros advirtieron del riesgo de consanguinidad que podría darse entre mis más que posibles descendientes. El gobierno español resultó ser el más afectado, ya que la mayoría de mis copias se establecieron en Cataluña y Madrid. Se realizaron varias campañas de concienciación en las que se pedía a los ciudadanos que no hicieran a mis dobles ninguna pregunta que pudiera provocar una duda y, por tanto, una división. Se aconsejaba dirigirse a mí despacio y con mucha calma, dándome siempre la razón en todo para evitar conflictos. Básicamente, se pedía a la gente que me siguiera la corriente y me trataran como a un loco. Así que, supongo que por un desconocido principio de resonancia simpática, algunos de mis dobles se volvieron locos peligrosos. Asesinatos, robos, violaciones, atentados, poco a poco las cárceles y manicomios, hasta entonces más o menos libres de mi plaga, empezaron a llenarse con mis dobles. Desde mi refugio de las afueras, cada mañana leía el periódico y me enteraba de las atrocidades que alguno de mis yoes había realizado durante el día anterior, y casi enloquecía yo también de culpa y remordimientos. Una noche, mientras dormía acurrucado junto a Sara, un duplicado entró en casa armado hasta los dientes e intentó matarme para usurpar mi lugar. Recuerdo que mientras el asesino forcejeaba con Sara yo me había quedado paralizado, sin saber qué hacer, y fruto de esa indecisión nacieron simultáneamente veinte o treinta yoes (era la primera vez que aparecían tantos de una sola vez), que redujeron a mi copia homicida en pocos segundos. Sara se echó a llorar, superada por los acontecimientos. Con el corazón destrozado, susurré: “Sara, cariño, márchate de aquí. Te estoy poniendo en peligro, esto es una locura, márchate ahora que todavía puedes...”. Y súbitamente, Sara se me quedó mirando y dijo: “Te quiero, pero tengo que irme/Te quiero y pienso quedarme”. Mis treinta y tantos yoes y las dos Saras presentes se quedaron sin habla. Así que mi estado era contagioso. Fantástico. Sin decir una palabra, una de las Saras agarró a uno cualquiera de mis dobles y lo arrastró hasta la salida. Oí cómo encendían el coche y se marchaban quién sabe dónde. La Sara restante rompió de nuevo a llorar, aún más fuerte que antes. Y mientras intentaba consolarla torpemente, mis nuevos duplicados y el asesino tumbado en el suelo miraban nerviosamente el techo sintiéndose algo culpables.

             Al cabo de un año el 8% de la población del planeta era yo.

             Muchas de mis copias se organizaron en sindicatos, partidos y agrupaciones: era necesario que se defendieran nuestros derechos frente a posibles abusos. Se empezó a hablar de fundar un país independiente gobernado por duplicados. Las interminables discusiones que ese plan provocó provocaron un aumento exponencial en el ritmo de divisiones... Ese fue el principio del fin. Muchos gobiernos encargaron a brigadas de la muerte que se encargaran de eliminar tantas de mis copias como les resultara posible. Muchas fueron confinadas en “campos de trabajo”, tratando de aislarlas de la población. La política de estos campos era asesinar a los sobrantes cuando se sobrepasaba un cierto número establecido. “Son ellos o nosotros”, declararon consternados varios secretarios de Defensa. Se declararon varias guerras por todo el planeta, causadas directa o indirectamente por mi superpoblación. Sara y yo tuvimos que escondernos en un pueblo andorrano casi deshabitado, donde sus habitantes nos trataban como una rareza local. Gracias al cielo, Sara no había vuelto a dividirse.

            Y yo intentaba no hacerlo más.

            Supuse que si entendía por qué me sucedía esto podría evitar que continuara ocurriendo. Era mi última oportunidad de tener una vida normal con Sara. Así que me pregunté: “¿Por qué soy incapaz de tomar mis propias decisiones sin el subterfugio de las divisiones? ¿Por qué me horrorizan tanto los inevitables descartes resultado de cualquier elección? ¿Por qué no puedo detener todo esto?”.

            “Y yo qué coño sé”, respondí enfurruñado.

             Las medidas represoras de tantos y tantos gobiernos no consiguieron otra cosa que enfurecer a la población duplicada, los “iguales”, como se les empezó a llamar un tanto a la ligera. Algunos trataban de contrarrestar las matanzas dedicándose activamente a dudar sobre todas las cosas posibles, dividiéndose así a un ritmo vertiginoso. Otros se dedicaron a contagiarse enfermedades mortales, duplicarse y arremeter contra varias ciudades en acto de protesta por la represión de que eran víctimas. Algunos dobles pacíficos se hicieron la cirugía estética para protegerse del acoso, pero no pudieron camuflarse mucho tiempo entre la población civil antes de que alguna decisión trivial u otra provocara una duplicación y el subsiguiente linchamiento popular. Corrieron rumores de que legiones de “iguales” planeaban asaltar los principales centros de poder del planeta para poner fin a las persecuciones. Tras un hondo debate teológico, el Vaticano se pronunció en contra de los “iguales”, sosteniendo que no podían tener alma al ser ésta única e indivisible. Protestantes, ortodoxos, sijs, islamistas, anglicanos y sintoístas no se habían pronunciado aún de forma oficial. Las guerras y el odio se recrudecieron día a día.

             Por aquel entonces dejé de duplicarme. De repente. No estoy seguro de cómo o de por qué, pero sé que sucedió después de que le dijera a mi esposa, mientras nos abrazábamos en la cama: “Oh, Sara, joder, no te imaginas cuánto te quiero”. Palabra por palabra. Inmediatamente después sentí algo raro, como si el peso que había notado otras veces presionándome el pecho se hubiera desvanecido de repente. Miré descorazonado a mi alrededor, ya que había asociado esa sensación a la aparición de un duplicado, pero en la habitación sólo vi a una emocionada Sara. Y comprendí que yo, al menos, ya no volvería a dividirme. En fin, no sé qué me pasó exactaente, mis conjeturas son tan buenas como las que puedan hacer ustedes. Obviamente, no era la primera, la segunda ni la centésima vez que le decía a Sara cuánto la quería, tal vez con esas mismas palabras. Quizá... Sólo quizá... En aquel momento tanto mi esposa como yo entendimos que al fin había tomado completamente aquella primera decisión que Sara me había forzado a realizar hacía ya años. Y aunque en el fondo sigo pensando lo mismo que en aquel entonces (relean la primera frase de mi historia si quieren refrescarse la memoria), y sigo creyendo que en un mundo mejor Eva, Sara y yo hubiéramos podido compartir una relación, me alegré de haber tomado al fin una decisión definitiva, sin remordimientos ni preocupaciones, aunque hubiera sido sin darme cuenta. Así que Sara y yo nos retiramos a algún lugar bastante incomunicado del que no diré nada en esta historia, y allá envejecemos hoy en día sin saber gran cosa de cómo va el mundo exterior.

             Supongo que todos mis dobles pueden hacer lo mismo: en el momento en que realmente, de corazón, tomen la decisión que provocó su nacimiento y la interioricen, perderán la habilidad de dividirse. Francamente, no tengo ni idea de si alguno de ellos lo consiguió. No sé cómo terminaron las “Guerras Iguales”, o como quiera que las hayan llamado en los libros de historia. Hay una manera de comprobarlo, supongo: miren ahora mismo a su alrededor.

Si toda la gente que ven es exactamente igual a ustedes, ya sabrán quién las ganó.

 

                                                                                                                                    SHAW  


Para todos los que han deseado dividirse alguna vez

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