EL TALENTO DE LAS
AMEBAS

¿Por qué casi nadie acepta que se pueda amar a más de una persona al mismo
tiempo? No es una idea tan aberrante, digo yo. Si Arturo, Ginebra y
Lanzarote se hubieran dejado de celos, honor y tonterías y se hubieran
marcado un buen menage a trois, las leyendas artúricas no tendrían
que arrastrar un final tan gris y deprimente. Y si Sara no se hubiera
plantado en la puerta del dormitorio, brazos en jarras, exigiendo “Decídete
ahora mismo, ¿quieres quedarte con Eva o conmigo?”, seguramente nada de todo
esto hubiera pasado y todos nos hubiéramos ahorrado muchísimas desgracias.
En fin. La pregunta me pilló con los pantalones bajados, figurada y
literalmente: Sara y yo acabábamos de follar como... Como... Como animales
que follen mucho y regularmente. Yo aún estaba aturdido y vagamente depre (post
coitum omni anima triste, ya saben), y desde luego no tenía ningún tipo
de ganas de responder a la preguntita. Pero Sara había sido previsora: entre
mi tradicional y previsible agotamiento postcoital y el hecho de que su
cuerpo serrano bloqueaba la única salida de la habitación, no me quedaba
escapatoria posible. “Elige, cariño. Eva o yo. Decídete y solucionemos esto,
sin rencores. No puedo seguir más tiempo con esto, sencillamente no puedo,
¿vale? Así que di un nombre, solamente un nombre, y acabemos de una vez”.
¿Un nombre? Quería decir mucho más que un nombre, quería decir algo como:
“Os quiero a las dos, joder, a las dos, porque... Porque tú eres increíble,
la mujer con la que siempre he soñado: atractiva, inteligente, increíble en
la cama, culta, simpática... ¡Como Eva! Eva también es todo eso, pero...
Donde tú eres directa y decidida ella es tímida y vulnerable, sois
complementarias, dos caras de la misma moneda, la Pitufina morena y la
Pitufina rubia. Quiero estar con vosotras dos hasta que muera, la vida me
sabría a poco sin vosotras dos en ella, ¿tan difícil os resulta
comprenderlo?”. Sí, quería decir algo como eso. Pero no, sólo me estaba
permitido decir un nombre. Uno. Joder, me hubiera resultado más fácil elegir
entre perder el corazón o los pulmones. Así que cerré los ojos, suspiré
hondo y dije en voz alta y clara: “Sara/Eva”. Es
decir, yo dije “Sara”, y en el mismo instante oí una voz masculina a mi
derecha que decía en el mismo tono y volumen: “Eva”. Abrí los ojos,
sobresaltado, viendo sentada a mi derecha a una copia exacta de mí mismo,
también medio desnudo y con la misma expresión de susto en la cara. “Sara/Eva”,
repetimos al unísono. Y entonces Sara gritó aterrorizada, retrocedió un par
de pasos y cayó desmayada dramáticamente al suelo, esquivando el
desnucamiento contra el armario por milímetros. Curiosamente, yo no estaba
asustado, sino más bien sorprendido por el extraño fenómeno. Abrumado por
sus posibilidades. Muy bien, me había duplicado. ¿Era eso tan extraño? Al
fin y al cabo, dividirse fue el primer truco que aprendieron las amebas,
¿no? Tal vez gracias a una situación de estrés, de extrema tensión
emocional, de desear con tanta fuerza hacer dos cosas opuestas a la vez, tal
vez gracias a todo eso se había manifestado una habilidad que dormía latente
en mi interior. Mi copia me miraba extrañado, seguramente con un tren de
pensamiento paralelo al mío. Al fin y al cabo, supongo que desde su punto de
vista era yo la copia y él el original... En lo único que nos
diferenciábamos era en el hecho de que yo había elegido a Sara y él a Eva.
El curso de acción resultaba obvio, y no me hizo falta hablar demasiado con
mi copia para trazar un plan. Él se iría con Eva y de alguna manera la
convencería para que se fueran de la ciudad, tal vez a vivir un tiempo con
la familia de ella. Era crucial que ninguno de los dos volviera a Barcelona,
a riesgo de encontrarse con Sara y conmigo creando con ello un buen montón
de problemas. Yo le explicaría a Sara que había sido víctima de una
alucinación, de un mal sueño o algo así. Y me quedaría para siempre con
ella. En fin, los dos salíamos ganando, y en cierta manera así podría estar
con las dos a la vez, aunque desde luego no como lo había planeado. Mi copia
se vistió rápidamente, le dio un beso de despedida a Sara, aún inconsciente,
y salió corriendo a la calle en busca de Eva.
Pasaron
varios meses.
Libre del
obstáculo de los celos hacia Eva, mi relación con Sara mejoró día a día,
llegando los dos a unos extremos de felicidad usualmente reservados a las
estrellas de cine o a los Hare Krishna. Desgraciadamente, llegó un día en
que Sara me puso de nuevo entre la espada y la pared. Estábamos en un
pequeño restaurante japonés, esperando a que nos trajeran los cafés y otra
botella de sake. La pregunta me sorprendió mientras mordisqueaba un
panecillo: “¿Quieres casarte conmigo?”. Oh, vaya, y yo qué sé -recuerdo
haber pensado entonces- sí que me gustaría casarme contigo y comprarnos una
casa y quizás tener un crío o dos o varios y tener una felicidad de catálogo
de Pryca, pero no estoy seguro, no sé si quiero renunciar todavía a la
sensación de que no hay nada definitivo aún, de que si nuestro amor se
amarga todavía podemos separarnos sin responsabilidades ni cargos ni
divorcios ni equipajes. Tuve la desagradable sensación de que el peso de mi
decisión se materializaba, denso y gris, cargándome el pecho como un pulmón
canceroso. Tenía que deshacerme de ese peso como fuera, tenía que vomitarlo
antes de que me ahogase, así que abrí la boca y dije “Sí/No”.
“Allá vamos otra vez”, pensé al ver como un doble mío se materializaba a mi
derecha, solícito como un camarero japonés. Esta vez Sara no gritó, sino que
compitió en apertura desmesurada de boca con el resto de clientes del
restaurante. “¡Vete de aquí, corre!”, le susurré a mi doble, pensando
frenéticamente en algún modo de salir de ésta. Tendría que haberme callado.
Al oírme, en la cara de mi copia apareció una expresión de indecisión y duda
que me resultaba increíblemente familiar, seguramente por haberla visto mil
veces en el espejo. Abrí la boca para decir algo, pero ya era demasiado
tarde. “Vale, me voy corriendo/Mejor me quedo y hablemos”,
dijeron mi doble y mi nuevo sub-doble, triple tendría que llamarle. Genial.
Mi primera copia añadió el gesto a la palabra y se abrió paso corriendo
entre los camareros, sorprendiendo de tal forma a uno que arrojó un plato
entero de sashimi sobre un cliente. “¡Lo siento, tengo prisa!/¡Lo
siento, ahora le ayudo a limpiarlo!”, otra división ante la que, por
fin, algunos clientes reaccionaron gritando. “Oh, mierda”, musité, mientras
agarraba a una alucinada Sara por el brazo y la arrastraba corriendo hacia
la puerta de salida.
Me costó horas
explicárselo, supongo que porque ni yo mismo lo entendía.
No le hizo
demasiada gracia pensar que al mismo tiempo que estaba con ella, una versión
mía, esencialmente otro yo, estaba retozando con su odiada Eva. “Pero me he
quedado con el original, ¿no?”, preguntó medio en broma. “Er... Sí, sí,
claro”, respondí, mientras sospechaba que tan original era yo como mis
dobles.
¿Cómo debo
haber desarrollado esta habilidad? Ya desde pequeño me costaba tomar
decisiones, desde las triviales hasta las más importantes. Recuerdo que
hacía siempre trampas en los libros de “Elige tu propia aventura”, ya saben,
esos en que en cada página debes elegir una opción que te remite a una u
otra página. Recuerdo que siempre delegaba en otros mis decisiones de la
vida cotidiana: ropa, comida, sitios a los que ir a jugar. Recuerdo que mis
comics favoritos eran los “What if?”, no sé si habrán oído hablar de ellos:
son historias fuera de la continuidad habitual en las que se explican cosas
como “¿Qué hubiera pasado si Superman no hubiera podido salvar a Lois Lane?”
o “¿Y si a Spiderman lo hubiera mordido una hormiga radioactiva en lugar de
una araña?”. Recuerdo que mis libros favoritos eran los de ciencia ficción
en que se hablaba de universos paralelos y líneas temporales alternativas.
Recuerdo que de adolescente me asaltaba unba pesadilla recurrente, que
empezó el día en que decidí romper con Eva tras una discusión absurda.
Soñaba que aparecía en medio de un cementerio, tan gigantesco que no se
veían nada más que lápidas, nichos, criptas y tumbas hasta donde llegaba la
vista. Lentamente, y mientras yo temblaba paralizado de terror, la tumba más
cercana se abría y de ella salía a trompicones un joven barbudo a quien no
reconocía, que se me acercaba y me susurraba al oído, con voz fría y
pegajosa: “Hola, papá... Sí... Tú hubieras sido mi papá si hubieras seguido
con Eva, pero por culpa de tu torpeza y de tus estúpidas decisiones ahora ya
no existiré nunca... Me has matado, papá, me has asesinado a traición...
¿Sabes quiénes se pudren en todas estas tumbas? Toda la gente que por culpa
de tus elecciones no llegará a existir jamás, todos los que envías cada día
al limbo...”. Mientras mi “hijo” hablaba todas las tumbas se abrían poco a
poco y... Me despertaba aterrorizado y babeando la almohada.
La situación
fue empeorando rápidamente. Cada vez me costaba menos duplicarme, y los
motivos que detonaban mi habilidad se fueron haciendo pregresivamente más y
más triviales: un día me dividí al decidir si quería azúcar o no con el
café. La mayoría de mis dobles habían escapado a mi control: uno se dedicaba
a conceder entrevistas por la tele, duplicándose sin cesar ante los
asombrados espectadores. Otro estaba siendo exhaustivamente analizado por un
grupo de incrédulos científicos: crucé los dedos deseando que no se les
ocurriera viviseccionarle. Otro había viajado a los USA para ganarle al mago
James Randi el millón de dólares que ofrece a quien pueda realizar algún
acto paranormal. Otro fue detenido por conducir borracho y estrellar un
coche robado contra una tienda de ultrmarinos. Diez o doce de ellos se
presentaron a la vez en una ETT a pedir un empleo que les permitiera ir
tirando, ya que por lo visto la ropa se duplicaba en cada división, pero por
algún motivo el dinero no lo hacía.
Yo (permitidme
que llame “yo” al que está ahora escribiendo estas páginas) me refugié en
una casa de las afueras con Sara. Cada vez que me duplicaba le rogaba de
rodillas a mi nueva copia que se fuera de allí y nos dejara vivir a mi
esposa y a mí con tranquilidad. Muchos se negaban, claro, ya que estaban
exactamente igual de enamorados de ella que yo, pero tras varias horas de
discusión daban su brazo a torcer y se marchaban en busca de fortuna. En
aquella época me asaltaron fuertes depresiones y ataques de nervios, que mi
amada Sara capeaba como podía. Sé que le debo la vida.
Lo peor estaba
aún por llegar. En pocos meses de duplicación y reduplicación llegamos a ser
unos seis o siete millones de copias, distribuidos por varios países y
ciudades. Algunos estados prohibieron mi entrada en sus territorios, con
unos argumentos similares a los que evitan la entrada de conejos en
Australia. Otros advirtieron del riesgo de consanguinidad que podría darse
entre mis más que posibles descendientes. El gobierno español resultó ser el
más afectado, ya que la mayoría de mis copias se establecieron en Cataluña y
Madrid. Se realizaron varias campañas de concienciación en las que se pedía
a los ciudadanos que no hicieran a mis dobles ninguna pregunta que pudiera
provocar una duda y, por tanto, una división. Se aconsejaba dirigirse a mí
despacio y con mucha calma, dándome siempre la razón en todo para evitar
conflictos. Básicamente, se pedía a la gente que me siguiera la corriente y
me trataran como a un loco. Así que, supongo que por un desconocido
principio de resonancia simpática, algunos de mis dobles se volvieron locos
peligrosos. Asesinatos, robos, violaciones, atentados, poco a poco las
cárceles y manicomios, hasta entonces más o menos libres de mi plaga,
empezaron a llenarse con mis dobles. Desde mi refugio de las afueras, cada
mañana leía el periódico y me enteraba de las atrocidades que alguno de mis
yoes había realizado durante el día anterior, y casi enloquecía yo también
de culpa y remordimientos. Una noche, mientras dormía acurrucado junto a
Sara, un duplicado entró en casa armado hasta los dientes e intentó matarme
para usurpar mi lugar. Recuerdo que mientras el asesino forcejeaba con Sara
yo me había quedado paralizado, sin saber qué hacer, y fruto de esa
indecisión nacieron simultáneamente veinte o treinta yoes (era la primera
vez que aparecían tantos de una sola vez), que redujeron a mi copia homicida
en pocos segundos. Sara se echó a llorar, superada por los acontecimientos.
Con el corazón destrozado, susurré: “Sara, cariño, márchate de aquí. Te
estoy poniendo en peligro, esto es una locura, márchate ahora que todavía
puedes...”. Y súbitamente, Sara se me quedó mirando y dijo: “Te quiero,
pero tengo que irme/Te quiero y pienso quedarme”. Mis
treinta y tantos yoes y las dos Saras presentes se quedaron sin habla. Así
que mi estado era contagioso. Fantástico. Sin decir una palabra, una de las
Saras agarró a uno cualquiera de mis dobles y lo arrastró hasta la salida.
Oí cómo encendían el coche y se marchaban quién sabe dónde. La Sara restante
rompió de nuevo a llorar, aún más fuerte que antes. Y mientras intentaba
consolarla torpemente, mis nuevos duplicados y el asesino tumbado en el
suelo miraban nerviosamente el techo sintiéndose algo culpables.
Al cabo de un
año el 8% de la población del planeta era yo.
Muchas de mis
copias se organizaron en sindicatos, partidos y agrupaciones: era necesario
que se defendieran nuestros derechos frente a posibles abusos. Se empezó a
hablar de fundar un país independiente gobernado por duplicados. Las
interminables discusiones que ese plan provocó provocaron un aumento
exponencial en el ritmo de divisiones... Ese fue el principio del fin.
Muchos gobiernos encargaron a brigadas de la muerte que se encargaran de
eliminar tantas de mis copias como les resultara posible. Muchas fueron
confinadas en “campos de trabajo”, tratando de aislarlas de la población. La
política de estos campos era asesinar a los sobrantes cuando se sobrepasaba
un cierto número establecido. “Son ellos o nosotros”, declararon
consternados varios secretarios de Defensa. Se declararon varias guerras por
todo el planeta, causadas directa o indirectamente por mi superpoblación.
Sara y yo tuvimos que escondernos en un pueblo andorrano casi deshabitado,
donde sus habitantes nos trataban como una rareza local. Gracias al cielo,
Sara no había vuelto a dividirse.
Y yo intentaba
no hacerlo más.
Supuse que si
entendía por qué me sucedía esto podría evitar que continuara ocurriendo.
Era mi última oportunidad de tener una vida normal con Sara. Así que me
pregunté: “¿Por qué soy incapaz de tomar mis propias decisiones sin el
subterfugio de las divisiones? ¿Por qué me horrorizan tanto los inevitables
descartes resultado de cualquier elección? ¿Por qué no puedo detener todo
esto?”.
“Y yo qué coño
sé”, respondí enfurruñado.
Las medidas
represoras de tantos y tantos gobiernos no consiguieron otra cosa que
enfurecer a la población duplicada, los “iguales”, como se les empezó a
llamar un tanto a la ligera. Algunos trataban de contrarrestar las matanzas
dedicándose activamente a dudar sobre todas las cosas posibles, dividiéndose
así a un ritmo vertiginoso. Otros se dedicaron a contagiarse enfermedades
mortales, duplicarse y arremeter contra varias ciudades en acto de protesta
por la represión de que eran víctimas. Algunos dobles pacíficos se hicieron
la cirugía estética para protegerse del acoso, pero no pudieron camuflarse
mucho tiempo entre la población civil antes de que alguna decisión trivial u
otra provocara una duplicación y el subsiguiente linchamiento popular.
Corrieron rumores de que legiones de “iguales” planeaban asaltar los
principales centros de poder del planeta para poner fin a las persecuciones.
Tras un hondo debate teológico, el Vaticano se pronunció en contra de los
“iguales”, sosteniendo que no podían tener alma al ser ésta única e
indivisible. Protestantes, ortodoxos, sijs, islamistas, anglicanos y
sintoístas no se habían pronunciado aún de forma oficial. Las guerras y el
odio se recrudecieron día a día.
Por aquel
entonces dejé de duplicarme. De repente. No estoy seguro de cómo o de por
qué, pero sé que sucedió después de que le dijera a mi esposa, mientras nos
abrazábamos en la cama: “Oh, Sara, joder, no te imaginas cuánto te quiero”.
Palabra por palabra. Inmediatamente después sentí algo raro, como si el peso
que había notado otras veces presionándome el pecho se hubiera desvanecido
de repente. Miré descorazonado a mi alrededor, ya que había asociado esa
sensación a la aparición de un duplicado, pero en la habitación sólo vi a
una emocionada Sara. Y comprendí que yo, al menos, ya no volvería a
dividirme. En fin, no sé qué me pasó exactaente, mis conjeturas son tan
buenas como las que puedan hacer ustedes. Obviamente, no era la primera, la
segunda ni la centésima vez que le decía a Sara cuánto la quería, tal vez
con esas mismas palabras. Quizá... Sólo quizá... En aquel momento tanto mi
esposa como yo entendimos que al fin había tomado completamente aquella
primera decisión que Sara me había forzado a realizar hacía ya años. Y
aunque en el fondo sigo pensando lo mismo que en aquel entonces (relean la
primera frase de mi historia si quieren refrescarse la memoria), y sigo
creyendo que en un mundo mejor Eva, Sara y yo hubiéramos podido compartir
una relación, me alegré de haber tomado al fin una decisión definitiva, sin
remordimientos ni preocupaciones, aunque hubiera sido sin darme cuenta. Así
que Sara y yo nos retiramos a algún lugar bastante incomunicado del que no
diré nada en esta historia, y allá envejecemos hoy en día sin saber gran
cosa de cómo va el mundo exterior.
Supongo que
todos mis dobles pueden hacer lo mismo: en el momento en que realmente, de
corazón, tomen la decisión que provocó su nacimiento y la interioricen,
perderán la habilidad de dividirse. Francamente, no tengo ni idea de si
alguno de ellos lo consiguió. No sé cómo terminaron las “Guerras Iguales”, o
como quiera que las hayan llamado en los libros de historia. Hay una manera
de comprobarlo, supongo: miren ahora mismo a su alrededor.
Si toda
la gente que ven es exactamente igual a ustedes, ya sabrán quién las ganó.
SHAW