Doce decimas de segundo

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            Tengo a medio terminar un número ingente de cuentos de todas las longitudes y temáticas imaginables... Supongo que últimamente he tenido poco tiempo libre para sentarme a pensar sobre cómo acabarlos! Mientras me caliento el cráneo tratando de encontrar finales apropiados, escribo relatos muy cortos y contundentes como éste, quizás no demasiado elaborado pero con muchas de las ideas que se repiten en casi todas mis historias (lo que los escritores llaman 'tener estilo y temática propias' y el resto del mundo 'repetirse como un pesao'). Sea como sea, allá va esta pequeña historia, apropiada para oír con Nick Cave de fondo y un whiskito a mano.

DOCE DÉCIMAS DE SEGUNDO

“Come in to this wonderful life,
if you can find it.
   
Nick Cave

  Doce décimas de segundo. Ese es el tiempo exacto que tardará la bala en atravesar su cerebro desde el lóbulo temporal hasta el frontal.

              En el momento en que aprieta el gatillo, L. es consciente de una súbita ralentización del tiempo, un frenazo en el fluir de los segundos. Piensa –porque tiene tiempo de pensar, incluso puede extrañarse del hecho de poder pensar- que las sinapsis de su cerebro deben estar haciendo un último esfuerzo, una despedida frenética, un fogonazo de percepción y razonamiento antes del inevitable final. Así, L. nota cómo la bala sale del cañón y se incrusta en su paladar al cabo de un tiempo que le parece eterno, extrañamente pegajoso. No siente dolor en ningún instante del proceso, ni siquiera cuando el proyectil perfora la parte inferior del cráneo y empieza a adentrarse en el cerebro.  

               Dos décimas de segundo. La bala atraviesa el lóbulo temporal, y mientras gira frenéticamente sobre sí misma destruye aplicadamente millones de conexiones neuronales. La conciencia de L. es inundada por ardientes fogonazos de recuerdos, revive con todo detalle memorias semiolvidadas. Por un instante se recuerda a sí mismo de pie ante una tienda de campaña, con un martillo en la mano,  paralizado por la visión de una enorme ardilla que corretea sobre un árbol. Siente el olor terroso del bosque, oye los chilliditos de la ardilla y el rumor de las hojas, nota la solidez del martillo en su palma. Grita para ahuyentar a la ardilla, sin saber muy bien por qué, y el animal se sobresalta y se desvanece en la espesura, y el recuerdo entero fluctúa y se emborrona de repente, destruido por el avance imparable de la bala.  

                  Cinco décimas de segundo. Los recuerdos aparecen uno detrás de otro, saludan cortésmente y se desvanecen para siempre a medida que la bala destruye las estructuras cerebrales que los albergan. S., la única hija de L., aparece fugazmente para tratar de reconciliarse con su padre. L. recuerda bien ese instante: la expresión anhelante de S. al pronunciar palabras de perdón, el aire húmedo y denso de la cafetería, las miradas de reojo de las camareras. Y la respuesta cruel y airada de L. relampaguea en su mente antes de fundirse junto al resto del recuerdo... Orgullo y desprecio. Así es como lo recuerda. Así es como ocurrió.  

                  Siete décimas de segundo. L. se encuentra a M. de frente, un encuentro casual en la cola de un supermercado que ninguno de los dos frecuenta. Sonrisas amables, un breve intercambio de historias, algún comentario nostálgico. L. piensa –recuerda que pensó- que debería decir alguna frase como: “¿por qué no vamos a tomar algo, para celebrar el reencuentro?”. La tiene en la punta de la lengua, ve que su ofrecimiento sería bien recibido, pero algo –un miedo innominado, una autoprotección absurda- le cierra la boca y el momento pasa de largo. Al fin, ambos se despiden en la puerta del super, intercambian sus móviles actuales sabiendo que no los usarán, y L. vuelve a su piso en donde le espera una botella de tequila por estrenar. La bala la rompe en mil pedazos de vidrio blanco, junto a M., junto al resto de recuerdos de ese año.  

                  Nueve décimas de segundo. L. es ya consciente –cómo puedo saber esto, se pregunta- de que la mayor parte de su memoria ha sido devorada por la bala. Las palabras ya no significan gran cosa, se separan de los objetos que tenían asociados y pierden las emociones que las acompañaban. Las certezas son sustituidas por preguntas: “¿qué es un supermercado? ¿Qué diferencia el ‘frío’ del ‘calor’? ¿Por qué me asusta el color verde?”  

                  Once décimas de segundo. L. se aferra a los últimos restos de su identidad: el nombre, la imagen mental que tiene de sí mismo, sus pensamientos y convicciones más íntimas. Pero el proyectil ya ha llegado al lóbulo frontal, y penetra con calma infinita en la sede del yo, en la parte del cerebro en que residen la personalidad y la identidad. L. se siente cada vez más transparente, vacío como un eco, un reflejo borroso de algo que ya no reconoce. Está a punto de dejarse ir, de abandonarse a la nada, de caer, pero algo centellea y le retiene. Un resto de lo que fue L. se aferra al proyectil en su carrera.  

                 Doce décimas de segundo. La bala sale por el centro de la frente de L., y algo amorfo e innominado emerge con ella. Ese algo flota en un mar de tiempo elástico y denso,  navega hacia alguna parte, suavemente, arrastrado por la corriente que ha dejado la bala tras de sí. Y el propio diseño del tiempo se abre ante lo que era L. hasta hace menos de un segundo. La urdimbre de las vidas que forman el universo está delante suyo, una red intrincada y a la vez infinitamente simple. Lo que queda de L. se vuelve hacia el hilo que le corresponde, hambriento de una nueva oportunidad, de poder comenzar de nuevo desde el principio. Las corrientes le empujan en mil direcciones diferentes a la vez, tratando de desvanecerle, de disiparle, pero guiado por una determinación que nunca poseyó antes,  L. –ya de nuevo L.- contacta con su propia vida. Y entonces sabe que nacerá de nuevo en un instante, y durante ese instante ve toda su vida a la vez, de principio a fin, y se desespera al comprender que está predestinado a repetir todos sus fracasos, sus errores fatales, la agónica caída que le va a llevar de nuevo a la pistola, a la bala, al eterno retorno. L. aúlla, le grita a su propia vida, a sí mismo, a todos los yoes de cada segundo de su vida, y trata desesperado de cambiar cualquier cosa, cualquier gesto, intenta decir algo como: “¿por qué no vamos a tomar algo, para celebrar el reencuentro?”, o cambiar una mueca de odio por otra de perdón, o detener el dedo que aprieta el gatillo. Sabe que basta con cambiar el más nimio detalle para que toda su vida se redibuje, para escapar del camino que ya ha recorrido tantas y tantas veces. Pero no se ve capaz de hacerlo, y el tiempo ya empieza a fluir de nuevo.

                  Entonces piensa en la ardilla.  
                  Sonríe.
                  Y nace de nuevo. 

 

                                                                                    LAPIDARIO

 

Para Schrödinger y su gato

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