Doce
décimas de segundo. Ese es el tiempo exacto que tardará la bala en atravesar
su cerebro desde el lóbulo temporal hasta el frontal.
En
el momento en que aprieta el gatillo, L. es consciente de una súbita
ralentización del tiempo, un frenazo en el fluir de los segundos. Piensa
–porque tiene tiempo de pensar, incluso puede extrañarse del hecho de poder
pensar- que las sinapsis de su cerebro deben estar haciendo un último esfuerzo,
una despedida frenética, un fogonazo de percepción y razonamiento antes del
inevitable final. Así, L. nota cómo la bala sale del cañón y se incrusta en
su paladar al cabo de un tiempo que le parece eterno, extrañamente pegajoso. No
siente dolor en ningún instante del proceso, ni siquiera cuando el proyectil
perfora la parte inferior del cráneo y empieza a adentrarse en el cerebro.
Dos
décimas de segundo. La bala atraviesa el lóbulo temporal, y mientras gira frenéticamente
sobre sí misma destruye aplicadamente millones de conexiones neuronales. La
conciencia de L. es inundada por ardientes fogonazos de recuerdos, revive con
todo detalle memorias semiolvidadas. Por un instante se recuerda a sí mismo de
pie ante una tienda de campaña, con un martillo en la mano,
paralizado por la visión de una enorme ardilla que corretea sobre un árbol.
Siente el olor terroso del bosque, oye los chilliditos de la ardilla y el rumor
de las hojas, nota la solidez del martillo en su palma. Grita para ahuyentar a
la ardilla, sin saber muy bien por qué, y el animal se sobresalta y se
desvanece en la espesura, y el recuerdo entero fluctúa y se emborrona de
repente, destruido por el avance imparable de la bala.
Cinco
décimas de segundo. Los recuerdos aparecen uno detrás de otro, saludan cortésmente
y se desvanecen para siempre a medida que la bala destruye las estructuras
cerebrales que los albergan. S., la única hija de L., aparece fugazmente para
tratar de reconciliarse con su padre. L. recuerda bien ese instante: la expresión
anhelante de S. al pronunciar palabras de perdón, el aire húmedo y denso de la
cafetería, las miradas de reojo de las camareras. Y la respuesta cruel y airada
de L. relampaguea en su mente antes de fundirse junto al resto del recuerdo...
Orgullo y desprecio. Así es como lo recuerda. Así es como ocurrió.
Siete
décimas de segundo. L. se encuentra a M. de frente, un encuentro casual en la
cola de un supermercado que ninguno de los dos frecuenta. Sonrisas amables, un
breve intercambio de historias, algún comentario nostálgico. L. piensa
–recuerda que pensó- que debería decir alguna frase como: “¿por qué no
vamos a tomar algo, para celebrar el reencuentro?”. La tiene en la punta de la
lengua, ve que su ofrecimiento sería bien recibido, pero algo –un miedo
innominado, una autoprotección absurda- le cierra la boca y el momento pasa de
largo. Al fin, ambos se despiden en la puerta del super, intercambian sus móviles
actuales sabiendo que no los usarán, y L. vuelve a su piso en donde le espera
una botella de tequila por estrenar. La bala la rompe en mil pedazos de vidrio
blanco, junto a M., junto al resto de recuerdos de ese año.
Nueve
décimas de segundo. L. es ya consciente –cómo puedo saber esto, se pregunta-
de que la mayor parte de su memoria ha sido devorada por la bala. Las palabras
ya no significan gran cosa, se separan de los objetos que tenían asociados y
pierden las emociones que las acompañaban. Las certezas son sustituidas por
preguntas: “¿qué es un supermercado? ¿Qué diferencia el ‘frío’ del
‘calor’? ¿Por qué me asusta el color verde?”
Once
décimas de segundo. L. se aferra a los últimos restos de su identidad: el
nombre, la imagen mental que tiene de sí mismo, sus pensamientos y convicciones
más íntimas. Pero el proyectil ya ha llegado al lóbulo frontal, y penetra con
calma infinita en la sede del yo, en la parte del cerebro en que residen la
personalidad y la identidad. L. se siente cada vez más transparente, vacío
como un eco, un reflejo borroso de algo que ya no reconoce. Está a punto de
dejarse ir, de abandonarse a la nada, de caer, pero algo centellea y le retiene.
Un resto de lo que fue L. se aferra al proyectil en su carrera.
Doce
décimas de segundo. La bala sale por el centro de la frente de L., y algo
amorfo e innominado emerge con ella. Ese algo flota en un mar de tiempo elástico
y denso, navega hacia alguna parte,
suavemente, arrastrado por la corriente que ha dejado la bala tras de sí. Y el
propio diseño del tiempo se abre ante lo que era L. hasta hace menos de un
segundo. La urdimbre de las vidas que forman el universo está delante suyo, una
red intrincada y a la vez infinitamente simple. Lo que queda de L. se vuelve
hacia el hilo que le corresponde, hambriento de una nueva oportunidad, de poder
comenzar de nuevo desde el principio. Las corrientes le empujan en mil
direcciones diferentes a la vez, tratando de desvanecerle, de disiparle, pero
guiado por una determinación que nunca poseyó antes, L. –ya de nuevo L.- contacta con su propia vida. Y entonces
sabe que nacerá de nuevo en un instante, y durante ese instante ve toda su vida
a la vez, de principio a fin, y se desespera al comprender que está
predestinado a repetir todos sus fracasos, sus errores fatales, la agónica caída
que le va a llevar de nuevo a la pistola, a la bala, al eterno retorno. L. aúlla,
le grita a su propia vida, a sí mismo, a todos los yoes de cada segundo de su
vida, y trata desesperado de cambiar cualquier cosa, cualquier gesto, intenta
decir algo como: “¿por qué no vamos a tomar algo, para celebrar el
reencuentro?”, o cambiar una mueca de odio por otra de perdón, o detener el
dedo que aprieta el gatillo. Sabe que basta con cambiar el más nimio detalle
para que toda su vida se redibuje, para escapar del camino que ya ha recorrido
tantas y tantas veces. Pero no se ve capaz de hacerlo, y el tiempo ya empieza a
fluir de nuevo.
Entonces
piensa en la ardilla.
Sonríe.
Y
nace de nuevo.