En tiempo muerto

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           Un cuento breve, directo y extraño, perteneciente a la serie "hagámosle alguna putada horrible al protagonista". ¿Quién no ha tenido, en duermevela por ejemplo, algún momento pasajero de desconcierto vital? ¿Qué ocurriría si lleváramos ese desconcierto a un límite patológico? Pues imagino que lo que le pasa al pobre desgraciado que protagoniza el cuentecillo. 

 

EN TIEMPO MUERTO

 

Hay una cosa segura: tengo mucho, mucho miedo.

El resto no está demasiado claro.

            Hace tiempo que empecé a dejar de entender el mundo. Una de mis costumbres más antiguas era sentarme en un banco, o en el bordillo de un portal o de la acera, y observar a la gente que pasaba por la calle. Lo encontraba divertido: no tenía demasiadas dificultades en interpretar las caras, los gestos, las formas de caminar. Una universitaria pijina, carpeta UB bajo el brazo, coquetea con un compañero duchado, planchado y engominado, digno producto de desecho de las juventudes del PP. Un tipo barbudo cubierto con una especie de poncho presume de neohippy. Una anciana arrastra un carrito de la compra lo suficientemente lleno como para abastecer a un cuartel pequeño. En fin, no sé, gente. A todos les adjudicaba vidas interesantes, problemas, aspiraciones. Historias. 

            Pero...

            Gradualmente mis historias fueron perdiendo brillo. Me quedaba mirando a un calvo que paseaba con una carpeta bajo el brazo, por ejemplo, y era incapaz de pensar nada interesante sobre él. Me fijaba en sus características por separado: calvo, carpeta negra, andar tranquilo. Las repetía en mi cabeza, como una letanía (calvo, carpeta negra, andar tranquilo), pero no lograba juntarlas en una persona, unirlas en algo que tuviera sentido. Me quedaba embobado mirando al hijoputilla en cuestión, con la mente cada vez más en blanco, hasta que desaparecía de mi campo de visión. Cerraba los ojos, sacudía la cabeza, y vuelta a empezar. Pero no podía quitarme de la cabeza la sensación de que todo había perdido por un momento el sentido, de que la gente que pasaba delante mío, atareada con sus cosas y sus problemas, no era más real que las historias que yo les atribuía. A medida que pasaba el tiempo, ese embobamiento me ocurría más y más a menudo. Veía a alguien entrar en un portal, y por un segundo o dos pensaba, sobresaltado: ¿qué ha hecho? ¿Dónde se ha metido? Y me respondía: “ha entrado en un edificio. Una casa. Un piso. Ahí vive la gente en las ciudades”. Y todo volvía a la normalidad. Pero durante ese par de segundos de desconcierto, aparentemente el concepto “casa” había desaparecido de mi mente. Los edificios se habían convertido en gigantescos cubos sin sentido, de los que entraban y salían personas sin propósito aparente.

Me acostumbré a llamar a estos momentos de perplejidad “tiempo muerto”. Generalmente duraban pocos segundos, aunque a veces permanecía así un buen rato, hasta que el frenazo de un coche o el zumbido de un portero automático me devolvían a la realidad. Durante el tiempo muerto todo era extraño, irreal, y yo me volvía incapaz de establecer relaciones entre las cosas. Una señora. Una correa. Un perro pequeño. ¿Quién estaba sacando a pasear a quién? Mierda.

El tiempo muerto empezó a invadir mi vida. Por ejemplo: en un bar, hablando con un amigo, sin saber por qué me quedé mirando el vaso de cerveza que tenía en la mano. ¿Qué diablos era aquello? Un tubo. Un líquido. Espuma. No tenía sentido. Dejé de  escuchar lo que explicaba animadamente mi amigo, perplejo por el enigma que tenía entre las manos. Pasaron unos segundos, no sé cuántos, y súbitamente me llevé el vaso a la boca, de forma tan brusca que derramé parte de la cerveza. Salí del tiempo muerto. Mi amigo calló, sorprendido. Dejé el vaso sobre la mesa y me miré las manos: temblaban ligeramente.

Además...

Salía desde hace un año o así con una chica, según mi criterio atractiva y simpática. Se llamaba (se llama, vamos) Eva. Estaba enamorado de ella, o eso creo, vaya. Sé seguro que me gustaba estar con ella, me sentía cómodo a su lado... Y en fin, follábamos que daba gusto vernos. Sí, definitivamente, estábamos enamorados.

Pero...

No debería haber supuesto que el tiempo muerto la respetaría. La primera vez que me asaltó estando con ella fue en un momento particularmente inoportuno: follando, cómo no. O después de follar, mejor dicho. Estábamos los dos desnudos, tumbados en la cama doble de un hotel de Londres. Ella se estaba acabando de fumar un porro, costumbre que habíamos instaurado para celebrar nuestros polvos mejor coreografiados, por decirlo de algún modo. Me froté los ojos, adormilado... Y me quedé mirando mi mano derecha. ¿Qué...? Cinco tubos de carne, líneas, articulaciones. Le di la vuelta lentamente, como deben hacer los bebés al descubrir por vez primera que tienen unos extraños apéndices al final de cada brazo. Pelo. Cinco cubiertas duras... Sacudí la cabeza, desconcertado. No, ahora no, pensé, ahora no. Una mano, joder, esto es mi puta mano. Me volví hacia Eva, que hacía malabarismos para apurar el porro, distraída. Le acaricié el cuello, los hombros, los pechos. Me abracé a ella para encontrar algo sólido, real, algo a lo que agarrarme si las cosas perdían sentido de nuevo. El desconcierto no remitió sino que empeoró. Tiempo muerto, peor que nunca. Un pecho. Estaba acariciando un bulto de carne, algo cálido que latía y reaccionaba a mi contacto. Una areola rosada, en su centro, un botón oscuro. Un pezón, me dije, pero la palabra no tenía significado, era sólo eso, una palabra a la que no podía asociar nada, ninguna sensación, ninguna imagen, ningún sentimiento. ¿Por qué lo encontraba agradable, hermoso? ¿Por qué encontraba placer al tocarlo, por qué notaba cómo mi entrepierna se endurecía? “¿Pero bueno... Otra vez?”, dijo Eva, y se echó a reír. No entendí sus palabras, no entendí su risa. Pero. Bueno. Otra. Vez. La abracé como un autómata y follamos de nuevo, sé que lo hicimos pero no lo recuerdo bien, no sabía lo que estaba haciendo ni por qué lo hacía, sino que reaccionaba solamente por instinto. Eva me miraba extrañada. En un impulso repentino, cogí la colilla del porro y me la chafé en la palma de la mano. El dolor repentino me devolvió a la realidad, me sacó del tiempo muerto. Volvía a entenderlo todo, sabía quién era y qué estaba haciendo, reconocía a Eva, a la habitación, a la ciudad, sabía que estábamos de vacaciones y que habíamos follado y que Eva me miraba fijamente, asustada.

¿Entendéis por qué tengo miedo?

¿Entendéis de qué tengo miedo?

No sé por qué me pasa esto, no sé si es algún tipo de disfunción mental que recibe nombre en los libros de texto, no sé si me estoy volviendo loco o si estoy maldito o si el tiempo muerto es simplemente el síntoma de algo peor. Cuando estoy en tiempo muerto las cosas pierden el sentido, así que puedo hacer cualquier cosa. ¿Entendéis? Cualquier cosa. Un cuchillo deja de ser un cuchillo, sólo es un objeto de metal de propósito desconocido, ¿por qué no clavármelo en la mano o en un ojo para ver qué pasa? Joder, tengo miedo de mí mismo. Me he alejado de todo y de todos, hace meses que vivo en una pensión de mala muerte de las afueras de Cádiz. Allí sobrevivo gracias a los últimos restos de mis ahorros, sabiendo que cuando se acaben... No quiero acabar en un hospital, o en un manicomio. No quiero suicidarme. Así que mis opciones son pocas.

Voy a ponerme a prueba.

            Siempre me ha encantado conducir. Ya desde pequeño aprendí todo lo que puede saberse de coches y motores. Me saqué el carnet el mismo mes en que cumplí dieciocho años, y me compré un Ford Mondeo que tardé años en acabar de pagar. Vale. Sé que Eva está ahora en Teruel. A unas nueve horas de distancia en coche.

Cogeré el Ford, que tengo aparcado abajo y no he tocado desde hace meses, desde que llegué aquí. Conduciré hasta Teruel, sin detenerme, sin escalas. Si puedo llegar hasta allá sin que me atrape el tiempo muerto, o controlando el volante durante esos angustiosos segundos en que nada tiene sentido, me daré una oportunidad y se lo explicaré todo a Eva. Lo dejaré en sus manos. Y si no consigo controlarme... Supongo que me mataré en alguna curva. Sólo espero no llevarme a nadie conmigo.

Una prueba simple. El juicio de Dios.

Buscadme en las necrológicas mañana.

Hay que joderse.                                                                 

 

                                                                             SHAW

 

Para Johnny, que nunca se quedará en blanco.

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