Lo gordo es bello

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          Después del metafísico y paranoico “Seré breve” de la quincena pasada, éste que estáis leyendo ahora será aparentemente un poco más mundano: ¿qué hay más cotidiano y simple que la propia gordura o delgadez? Por cierto, si alguien quiere acusarme de ombliguismo ahora tiene una inmejorable oportunidad de hacerlo, ya que el punto de partida del desvarío de hoy será precisamente mi barriga.

            Es la panza una víscera curiosa, con una tendencia natural a hincharse que comparte con las esponjas de mar y la cuenta corriente de Bill Gates. Hace tiempo descubrí gracias a una cuidadosa observación experimental que la cerveza y la Coca-Cola contribuyen a inflarla hasta límites insospechados, mientras que una dieta sana y natural... Bien, supongo que la reduce, aunque con la basura que suelo comer no tengo pruebas empíricas de ello. A la barriga se la suele llamar la “curva de la felicidad”, lo que nos puede dar una pista de por donde van los tiros. Si se es feliz, se suele criar barriga. Si se cría barriga, se es feliz.

            ¿Por qué pues tiene tan mala prensa la humilde grasa tripal, tanto en hombres como en mujeres? ¿Realmente resulta tan inútil y antiestética? Bueno, si hablamos de obesidad mórbida sí, claro. Me vienen a la cabeza el repulsivo y vomitón padre D’Aronique del comic Predicador, el obeso explosivo de “El sentido de la vida” o la  madre de “¿A quién ama Gilbert Grape?”, que muere llenando una de las habitaciones de su casa y obliga al protagonista a incendiar la casa para ahorrarse el espectáculo de que saquen el cadáver de su madre con una grúa hidráulica. Pero no quiero hablar de ese tipo de obesidad, no, sino de la curvilla blanda y rebotona que anida confortablemente en muchas cinturas, y de la tantas veces injustamente despreciada carne que convierte angulosos esqueletos en cuerpos firmes y redondeados. Lo confieso: prefiero una matrona saludable a un enfermizo saco de huesos. Kate Winslet y Gillian Anderson antes que Calista Flockhart o Kate “parezco una yonqui” Moss. ¿Por qué la moda obliga a las mujeres a mantenerse esbeltas y delgadísimas cuando muchos preferimos abrazar algo sólido en lugar de tener la sensación de abrazar una bolsa llena de dados? ¿Y por qué todo el mundo se queja de esto y se llena la boca con la concienciación de la anorexia y cosas así, y sin embargo todo sigue igual? Y en lo que a hombres respecta... Las posibilidades estético-prácticas de una sana barriguilla siempre se suelen menospreciar. Y sin embargo, uno de los piropos que más me han gustado en mi vida me lo lanzó una mujer que había estado durmiendo sobre mi pecho y panza: “eres blandito”, susurró. Llamadme raro, pero lo encontré muy tierno.

Lo de “curva de la felicidad” no se dice en vano. A pesar de su mala prensa, los regordetes tienen fama de flemáticos y calmados, bon vivants y fundamentalmente alegres. Hay gordos amargados, sí, pero estoy seguro de que muchos trágicos “héroes  románticos bajo la lluvia” hubieran encontrado un cierto reposo y relativización de sus penas en una buena y abundante mesa o en un par de engordantes cervezas. ¿Quién era el tipo alegre y quién el trágico, Don Quijote o el regordete Sancho Panza? ¿Epi o Blas? La grasa se revela como un inesperado suavizante del carácter. Uno de los trucos que usaba mi madre cuando por las mañanas alguno de mis hermanos o yo nos enfadábamos irracionalmente era embutirnos comida garganta abajo: no sé si por un reequilibrio de azúcares o por qué motivo nos solía bajar el enfado inmediatamente.

Y voy acabando ya con una curiosidad: ¿alguna vez una panza ha salvado la vida a su poseedor? Sí, claro. Uno de los caballeros de la Tabla Redonda era sir Pellinore (creo recordar), un tipo dicharachero y alegre que lucía una prominente barriga y luchaba valientemente a la diestra del Rey Arturo. En una cruenta batalla un enemigo atravesó a sir Pellinore con una larga espada bastarda. El tajo fue tan tremendo que hubiera acabado con cualquier hombre, pero las resistentes capas de grasa del caballero amortiguaron el golpe y evitaron que los órganos internos recibieran daño alguno. Así que Pellinore sobrevivió, y elevó una sentida plegaria agradeciendo su supervivencia a Dios, a Arturo y a su propio tejido adiposo...

¡Y me despido hasta el próximo “Seré Breve” con un llamamiento a los regordetes del mundo: no dejéis que nadie os arrebate la felicidad de vuestra “curva de la felicidad”! ¡Agur!         

 

 

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