LO QUE PUEDE
APRENDERSE EN UN SEGUNDO
- ¿Voy a
tener que hacer equipo con ese mierda de niño?
El niño de
mierda soy yo hace mucho tiempo, cuando tenía diez años y era un chaval
retraído de sonrisa fácil y mirada tristona. La chica que ha hablado es
una pequeña belleza morena poco mayor que yo, con los ojos rebosantes de
fastidio y desprecio. No recuerdo qué día exacto ocurrió esto, pero
podría haber sido perfectamente a finales de diciembre... Lo que
convertiría este recuerdo del día más terrible de mi vida en una
especie de relato navideño más bien poco ortodoxo. Sea como sea...
No supe cómo
reaccionar ante el primer insulto. Al fin y al cabo, estaba separado de
los amigos que normalmente me protegían de este tipo de cosas. Mea culpa:
salí tarde de casa por quedarme viendo una peli de los Hermanos Marx (mis
ídolos de infancia: nadie me hizo reír jamás tanto como el bueno de
Groucho), y cuando llegué al festival toda la gente a la que conocía
estaba asignada a otros equipos. No quería perderme la gynkama, así
que un estresado monitor me juntó con un equipo de niños de otros
colegios. Entre ellos, la diosa despiadada que me recibió con tanto cariño.
Me odió desde el
primer momento. Me he preguntado muchas veces por qué, y no he sido aún
capaz de explicar qué hice o qué vio en mí que mereciera un desprecio
tan cruel e inmediato. Ella era elegante y yo vestía desastradamente. ¿Fue
eso suficiente? Ella era preciosa y yo un crío enclenque. ¿Fueron por ahí
los tiros? Ella era una líder y yo el niño tímido que procura no abrir
la boca. ¿Quiso simplemente abusar de la víctima más fácil? Si aún
hoy no lo comprendo del todo, imaginad cuál fue mi reacción el día de
la fiesta.
A lo largo del día, mi
torturadora se aplicó a la tarea de insultarme con una implacabilidad y
un método casi dignos de admiración. No desaprovechó ni una sola
oportunidad para humillarme. “Seguro que esta prueba la hubiéramos
ganado sin esta mierda con nosotros”. “¿No podríamos meterle en algún
otro equipo y que deje de estorbar?”. “¿Tenemos que vendarnos los
ojos? Vale, mientras no sea con la asquerosidad de bufanda del basuras
ese”. Los monitores la reprendían con un desganado “niiiña, no te
pases” de tanto en tanto, cuando le oían algún insulto especialmente
grosero. El resto de niños del equipo asistían indiferentes a la paliza
verbal, sin que a ninguno se le ocurriera en ningún momento apoyarme o
decirme algo. Yo no abrí la boca en todo el día. Sólo encajaba los
golpes y me preguntaba una y otra vez: “¿todas las chicas del mundo me
encontrarán tan repulsivo como ella?”
Me
fui hundiendo progresivamente durante la tarde. Me hundí un poco cuando
durante el minijuego con una
pelota de básquet me la lanzó a la cabeza a traición. Me hundí un poco
más cuando en el juego del pañuelo la
oí reírse a carcajadas de mi manera de correr. Me hundí del todo
al advertir que no podía esperar clemencia ni tenía ninguna escapatoria,
como una mosca con las alas cortadas a la que un niño torturase con un
palo.
Cuando el juego acabó ya sólo pensaba en buscar un lugar tranquilo en el
que perderla de vista y echarme a llorar hasta caer muerto. Y ni eso me
fue concedido, ya que el fin de la gynkama no marcó el fin del
festival: aún faltaba una especie de oración-fin de fiesta (estudié en
un colegio religioso), en la que todos los niños se reunirían para
comentar el día. No encontré allí a ninguno de mis amigos, aunque para
ser sincero no tenía muchas ganas de verlos. Ni a ellos ni a nadie. Lo único
que agradecí de aquella inoportuna oración que me impedía largarme a
llorar a casa fue que me permitió, por primera vez en lo que llevaba de día,
perder de vista a mi némesis particular.
Me senté
en el extremo de uno de los bancos, con la mirada clavada en el suelo y
los ojos enrojecidos. No escuché una palabra de lo que se dijo en la
reunión, demasiado ocupado en reproducir en mi interior el vídeo mental
con las humillaciones del día. Hasta que en un determinado momento todo
el mundo se puso en pie, preparándose para cantar cualquier estúpida
canción de esas que requieren cogerse de las manos. Y eso hizo la niña
de mi derecha, aferrarse a la mano que colgaba laxa a mi derecha. No me
digné a mirarla, me bastaba con saber que no era Ella. Por supuesto, no
canté.
Y entonces...
Cuando la canción
acabó y todos nos sentamos de nuevo...
La niña de mi
derecha me apretó con fuerza la mano antes de soltarla. Sólo un par de
segundos, un gesto mínimo pero intencionado. Levanté la vista,
sorprendido, y la miré directamente a la cara por primera vez. Me estaba
observando.
Y sonreía.
He intentado muchísimas
veces recordar algún detalle de sus rasgos, de su aspecto, cualquier cosa
que me ayudase a recordarla. Pero sólo me quedaron grabadas dos cosas: la
sonrisa más amable que jamás he visto y dos ojos marrones, cálidos y
llenos de vida. Por lo demás, no estoy seguro de si era rubia o
pelirroja, alta o bajita, gorda o delgada. Lo único que sé sin duda
alguna es que con dos segundos de su tiempo, un fugaz apretón de manos y
una simple sonrisa, aquella niña con la que nunca hablé y a la que jamás
volvería a ver acababa de salvarme la vida.
Si antes he dicho
que ese día fue terrible es porque me hizo crecer de golpe... Entendí
mucho sobre cómo funciona el mundo, perdiendo la pátina de inocencia que
aún conservaba. Aprendí que es fácil destrozar a alguien, que no es
necesario ningún motivo para hacerlo y que no cabe encontrar piedad en
unos ojos fríos. Pero al mismo tiempo comprendí la otra cara de la
moneda, vi cuánta luz, cuánta generosidad y consuelo caben en el más
nimio de los gestos. Y cada vez que me asalta la sensación de que la vida
es una mierda, de que en ella sólo hay dolor y sufrimiento y que todo está
perdido, recuerdo un detalle que en su momento me pasó inadvertido pero
que tiene una gran importancia.
La pequeña
bestia morena necesitó todo un día para hundirme. La niña del apretón
de manos y la sonrisa me salvó en cinco segundos.
Y eso tiene que
significar algo.
LAPIDARIO