Un pequeño drama

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            La historia que se cuenta en este relato corto es una de las pocas aquí publicadas "basada en hechos reales". Efectivamente, gran parte del cuento (supongo que veréis hasta dónde) me sucedió de verdad... Así que comprenderéis por qué tenía que escribirlo. 

 

UN PEQUEÑO DRAMA INEXISTENTE

             Los sollozos me cogieron desprevenido.

            Estaba viendo una de esas pelis intrascendentes y moderadamente entretenidas que suelen dar por la tele de madrugada. Se acercaba el momento del clímax: un yakuza de nombre sonoro (¿Kenawa? ¿Kanawa?) se encontraba cara a cara con su antiguo jefe, una especie de Marlon Brando nipón con el que tenía que ajustar cuentas. Por lo que sabía de este tipo de películas, un tiroteo breve pero intenso y espectacular iba a empezar en cualquier momento. Quise bajar un poco el volumen de la tele usando el mando a distancia, temeroso de que los inminentes disparos despertaran a mis compañeros de piso. Y como suele pasar con estos chismes, apreté demasiado fuerte el botón y prácticamente dejé mudo el diálogo entre los mafiosos. Mierda de mando.

            Así pude oír los sollozos, como un ruido de fondo muy tenue que me había pasado inadvertido hasta entonces. Sobresaltado, bajé del todo el volumen de la tele y dejé a los japoneses a su rollo. Escuché con atención. Era evidente que alguien lloraba desconsoladamente en algún lugar cercano, pero se hacía difícil decir exactamente dónde. El llanto me sonaba inequívocamente femenino, así que por un momento pensé que tal vez fuera Eva la que estaba llorando así, vaya usted a saber por qué teniendo en cuenta que se había acostado de buen humor. Pero no, la habitación de Eva estaba en la parte de atrás de la casa y el llanto parecía venir de... Fuera, de la calle. Me extrañó que pudiera oírse llorar a alguien desde un segundo piso, por muy en silencio que estuviera todo al ser tan de madrugada. Miré mi reloj, no sé muy bien por qué: marcaba las 3:45. Kanawa y el Brando japo se apuntaban mutuamente con sus pistolas, enzarzados silenciosamente en un interminable diálogo. Intrigado, me levanté de un salto (bueno, más o menos) y me dirigí hacia la ventana. Estaba medio abierta, y por ella entraba una corriente de aire frío que me heló las pelot... Que me heló. Asomé la cabeza, buscando a quien fuera que estuviera llorando así. En mi calle hay una especie de paseo peatonal entre las dos aceras, flanqueado por unos árboles muy altos (plátanos, olivos o sequioas, por lo que sé del tema). Intuí que había alguien sentado en uno de los bancos del paseo, en el lado de la calle opuesto al mío. No podía verle con claridad por culpa de los malditos pinos o lo que fueran, así que empecé a mover frenéticamente la cabeza arriba y abajo para intentar coger un mejor ángulo. Nada. Y ya que que los llantos arreciaban, la curiosidad –y, por primera vez, la lástima-, me fueron picando cada vez más. Supuse que saliendo a la terraza podría ver mejor el paseo, si no me importaba congelarme un par de minutos. Así que abrí la puerta de la terraza y salí fuera, tiritando como un Parkinson terminal. Iba en calzoncillos, mierda, pero me temía que si me dedicaba a buscar algo de vestir perdería la oportunidad de enterarme de qué demonios estaba pasando. Así que crucé los dedos, deseando que no hubiera ningún vecino mirando y que a quien fuera que lloraba en la calle no se le ocurriera levantar la mirada y enganchame allá en pelotas. Me asomé sobre la barandilla todo lo que pude, sintiendo el frío y algo húmedo metal de la barandilla clavarse en mi pecho. Y sí, desde allí pude ver perfectamente el banco en que estaba sentada la mujer. Porque era una mujer, una chica de unos veintitantos años, la que lloraba desesperadamente allá sentada. Se estaba tapando la cara con las manos, los codos apoyados en los muslos, así que prácticamente lo único que podía ver de ella era su pelo corto y moreno. Los sollozos, violentos y entrecortados, hacían que sus hombros se levantaran espasmódicamente cada pocos segundos. No había nadie más en la calle, ni siquiera pasaban coches. Excepto por el llanto, el silencio era absoluto.

            ¿Y ahora qué?, pensé confusamente mientras tiritaba. Coño, ¿qué hago?¿Debería decirle algo, preguntar a gritos qué le pasa? Dirá que la deje en paz, que no meta las narices donde no me llaman. Y tendrá toda la razón del mundo, joder, esto no es asunto mío. Pobre chica. Seguramente habrá... Mmm...

            Sí, ¿qué diablos le habría pasado? El llanto era más profundo y triste que histérico. Allá había desesperación, no rabia. Quizás le acababa de dejar su novio. O novia. O algún familiar había muerto. O un amigo le había traicionado. O había perdido su trabajo. O su dinero. O se había peleado con alguien en quien confiaba... Aunque no había oído los gritos de ninguna discusión.

            Me sentí un poco incómodo observándola sin hacer nada, como si la pobre mujer fuera una atracción de circo o algo así. Algo avergonzado, me vi a mí mismo como uno de esos vecinos que siempre se asoman cuando ha ocurrido un accidente en su calle, movidos más por la curiosidad y el morbo que por auténticas ganas de ayudar.

¿Pero qué coño te pasa, criatura?

Como si hubiera oído mi exasperada pregunta mental, la desconocida dejó de llorar por unos instantes y levantó la cabeza. Por fin pude verle la cara. Recuerdo que la encontré atractiva, pero... Es extraño. No estoy seguro de poder describirla, y no sólo por mi poquísima memoria visual. Por algún motivo sus rasgos se han borrado de mi mente. Sólo recuerdo los ojos, dos agujeros azul oscuro, líquidos y brillantes, espantosamente tristes. Sí, lo sé, yo estaba en un segundo piso, ¿cómo diablos pude verle claramente los ojos, de noche y a esa distancia? Mierda, no tengo ni idea. Si esto os parece raro, esperad  a oír lo que ocurrió más tarde.

Me quedé totalmente inmóvil (creo que hasta me olvidé de tiritar), como el proverbial conejo deslumbrado por los faros de un coche. ¿Me habría visto? ¿Qué pensaría si veía a un tipo como yo mirándola fijamente desde un balcón, en calzoncillos, de madrugada? Cristo, vaya imagen. Pensé en abrir la boca por fin y decir algo, cualquier cosa, unas palabras de consuelo o una pregunta o un saludo. Incrédulo, me oí a mí mismo afirmando en voz alta: “¡Tranquila, seguro que las cosas mejorarán!”.

¿Pero qué coño acabo de decir? ¿Tanto me cuesta pensar antes de hablar?

La chica no dio señales de haberme oído. Tras seguir mirando al vacío durante unos pocos segundos, hundió la cara entre las manos y rompió a llorar de nuevo. Bueno, al menos lo he intentado. Pero... Me di cuenta de que había hablado lo suficientemente alto como para que mi frase pudiese considerarse un grito, pero a la vez lo suficientemente bajo como para que mi voz no alcanzase a oírse con claridad a dos pisos y una calle de distancia. Una pequeña obra de arte de la elección de volumen, sin duda provocada por la batalla que en mi interior libraban Decisión y Timidez. Te va a enviar a la mierda. Pensará que sólo quieres ligar con ella, aprovecharte de que está deprimida y con la guardia baja. Me paré un momento a dejarme atropellar por ese tren de pensamiento. Oye, ¿y si realmente estás intentando eso? Ya has visto lo guapa que es, a pesar de la llorera. ¿Quieres ayudarla sólo por altruismo o para ver si cae? Al final me vi obligado a admitir que había un tercer motivo aparte de la bondad o la lujuria, y quizás era el más fuerte de los tres: la curiosidad.

Mientras deliberaba trabajosamente conmigo mismo, los sollozos de la desconocida arreciaron de nuevo, cada vez más desesperanzados. Traté de reunir valor para gritarle algo en tres ocasiones, y no conseguí más que abrir la boca, tartamudear y recriminarme por estúpido. Una ráfaga de aire frío acabó decantando la balanza: basta ya. Así que entré de nuevo en casa, sintiéndome culpable y vagamente cobarde. Eran las cuatro: llevaba ya un cuarto de hora congelándome en la terraza. Eché un vistazo distraído a la tele: Kanawa se acababa de descerrajar un tiro en la sien, un final dramático que me pilló por sorpresa. Fin.

Me pregunté de forma totalmente incongruente si la chica de la calle estaba llorando por la muerte de Kanawa. Sacudí la cabeza, alterado. Su llanto me estaba destrozando los nervios. Decidí que a la mañana siguiente explicaría esta historia de la misteriosa llorona a Eva y al resto de mis amigos. Era una anécdota curiosa. Tal vez podría incluso ponerla por escrito, aprovecharla como inicio para un relato o un cuento corto. Imaginé cómo empezaría a escribirlo: “Los sollozos me cogieron desprevenido”.

            Los sollozos cesaron bruscamente, de forma antinatural.

Sintiéndome asaltado de repente por una enorme extrañeza, salí rápidamente a la terraza. La chica había desaparecido por completo. No se la veía caminando por la calle, ahora sepulcralmente silenciosa. Simplemente se había desvanecido. Mierda, no había tenido tiempo suficiente de entrar en ninguna casa. ¡El llanto se había oído todo el rato al mismo volumen hasta que se interrumpió bruscamente! Era imposible que se hubiera subido en ningún coche: lo hubiera oído venir o irse. Durante un loco momento me pregunté si no se habría metido en alguna alcantarilla, como en las películas, pero descarté la idea por estúpida.

¿Qué...?

            Entré de nuevo en el comedor, vacilante.

            Y entonces me di cuenta, demasiado tarde, de mi error fatal. Había convertido a la llorosa desconocida en una ficción, en una anécdota apta para ser explicada a los amigos o escrita en un relato que empezase: “Los sollozos me cogieron desprevenido. No os creeréis lo que me pasó ayer. Estaba viendo una de esas películas...”. Miré el reloj impulsado por un horrible presentimiento: marcaba las 3:45. Mierda. Mierda. Como si el último cuarto de hora no hubiese existido jamás, excepto en unos segundos de enfebrecida imaginación mía. En la pantalla del televisor, Kenawa y Brando volvían a amenazarse mutuamente. Había convertido lo real en irreal, lo verdadero en falso, en literatura, en cuento... La mujer de mirada triste ya sólo existía en mi cabeza, y supe que siempre se iba a quedar ahí. Siempre. Llorando desesperada, por motivos desconocidos, en alguna calle oscura de mi cerebro.

Nunca ya podré consolarla, nunca acercarme a ella y saber su nombre.

Lo único que me proporciona cierto alivio es poner esta historia por escrito. Una especie de exorcismo: escribiendo trato de convencer a mi invitada de que deje de atormentarme y vaya a pasear su desgracia por las páginas impresas.

 

No te ayudé, y lo siento.

Esto es todo lo que puedo hacer por ti.                                                                                                           SHAW

 

Para ella, claro.

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