Reciente viaje efectuado a China y Corea por parte de la SOGEM y el CISAC. Espero disfruten mis andanzas...
                   
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Al inicio de este relato dije que podía indistintamente hablar de los baños o los aviones. Ya lo hice de los primeros, seguiré con los segundos. Viajé por United Airlines. Salí de México, junto con Mónica Brozon, rumbo a San Francisco. Cambio de avión y espera de varias horas. De San Francisco a Shangai. Avión jumbo de dos pisos, asientos pegados uno al otro con dificultad para estirar las piernas. Tres asientos del lado derecho, tres del izquierdo y cinco en medio. Cientos de gentes en el avión. Yo quería ventanilla y me dieron asiento en medio de los del medio. Un lugar espantoso. Ya para abordar rogué a la que recibía los boletos me consiguiera al menos uno de pasillo. Me consiguió mi ventanilla. Y qué maravilla pues desde que salí de México hasta que llegué a China siempre fue de día. Veinticuatro horas sin noche. El avión subió hasta Alaska y después atravesó toda Siberia para meterse después al mar de China. Siempre había pensado en Sibera como un gran desierto casi helado y para mi sorpresa me encontré con un paisaje, que dura muchísimo tiempo, de montañas nevadas, hermosísimo. El sol hacía brillar la nieve y al mismo tiempo producía sombras enormes, muy contrastadas. El conjunto es de una gran belleza. Me imagino, por el tiempo en que volamos sobre ellas, que debe medir al menos mil kilómetros el terreno donde se encuentran.

                 
             
                 
   
A Mónica y a mí nos tocó el de abajo. Sale puntualmente. Para esto había mucha niebla que te impedía ver el paisaje así que te dedicas a observar a los demás pasajeros. De cuando en cuando aparecen tripulantes que te ofrecen periódicos, bebidas y comida. Pedimos té de hojas. No me pregunten de cuales pues no lo sé. Es baratísimo. Cuesta como cuatro pesos mexicanos. Voy al baño y por primera vez veo lo del hoyo en el suelo, se lo comento a Mónica que se levanta y va a retratarlo. No es mala idea. Yo después retraté unos tres. Los vecinos, como me sucedió en todo el viaje también te observan a ti. Alguno te sonríe, los demás sólo te ven. De regreso, aunque tenía planta baja, me subí y pude ver un poco más del paisaje, no mucho por la niebla. Ahora tomé café. Me dieron un sobre de nescafé en polvo y azúcar. Los trenes son limpios y con asientos no tan cómodos que digamos.
El resto de los viajes los hice ya en coche o en camioneta. Un recorrido corto lo hice con un carrito bicicletero como los que están en el zócalo de México. También hice recorridos en barcos turísticos sobre ríos y lagos. Todos sin algo especial que los haga distintos a los de acá, si acaso su decoración. En especial ésta es bella en las embarcaciones del Lago del Oeste, cada una parece una pagoda. En la ciudad viajé en taxis, metro, autobús. En general son cómodos y baratos.
El metro de Seúl te cobra por el recorrido que hagas, cosa que no sabíamos y así compramos el boleto de ocho pesos mexicanos, que es la tarifa más barata. Llegamos a la estación final después de trasbordar. No había forma de salir pues tienes que meter el boleto de entrada y si no pagaste lo que debías no se abre. Entonces a pedir ayuda para que te abran o saltarte a la mala la puerta. Siempre conseguí salir. En Seúl, además la gente es sumamente ayudadora. Basta con que te vean consultando un mapa para que se acerquen a ti a preguntarte en que te pueden ayudar. A señas logran comunicarse contigo. A mí, por mi edad, siempre me dieron el asiento, ya sea muchachas o muchachos. Y a propósito de taxis en Seúl tengo un taxista que nunca me va a olvidar. Salgo del congreso al que asistí Cruzamos Japón y llegamos a China. Las comidas decentes pero nada más. De regreso fue lo contrario, todo el tiempo viajamos de noche. Me volvió a tocar asiento en medio. No me lo pudieron cambiar. Ya en el avión una madre tenía a sus hijos separados. Me cambió el lugar de uno de ellos, que tenía ventanilla, por el mío. Y todavía me lo agradeció mucho. “Suerte te de Dios que el saber nada te importe”. Imposible dormir. La noche se me hizo eterna. En San Francisco pude al menos caminar un rato y comprar un regalo para mi nieto. Comida, la misma. Después de ella se hacen largas filas frente a los bañitos del avión. Es un buen descanso hacer la cola después de horas de estar sentado. En China tomé un avión para ir a Xi-an y otro para ir de ahí a Shangai. En Corea abordé uno de la línea Coreana. Nada especial en ninguno de los dos. Ni la comida, ni el trato. Sólo el idioma. En alguno no hacen traducción al inglés. Lo que sí resulta novedoso es, por ejemplo, en Seúl, un lugar que corresponde a nuestro auditorio nacional y que se llama Coex, donde hay un piso dedicado a los que quieren viajar al aeropuerto en autobús. En ese lugar puedes checar tu boleto, entregar tus maletas y pasar migración. Te dan tu pase de abordaje. Eso es una maravilla. El viaje en el autobús cuesta como cien pesos mexicanos. Un taxi de segunda cuesta 600 pesos y uno de primera, que son más elegantes, cuesta 900 pesos. En Sanghai existe un tren rápido, rapidísimo, que te lleva al centro. Me enteré de él yendo el último día en taxi al aeropuerto. Viaja a 400 kilómetros por hora. Me hubiera gustado conocerlo. No sé cuanto cueste pero me imagino que también como cien pesos. Esa será la solución cuando construyan otro aeropuerto, ya más lejano, en el D.F.
Más interesente es viajar en tren. En Beijing tomé uno. Llegas a la estación antigua, pues existe una muy nueva, y entras a un gran hall, subes una escalera y encuentras un tumulto de gente esperando. Ni un solo letrero en inglés. Afortunadamente llevaba yo una guía que me dijo que había que esperar. Al fin se abrieron las puertas y todo el mundo corrió a abordar el tren que es de dos pisos.
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