CAPITULO XI:
¿ADONDE VA LA U.R.S.S.?
El bonapartismo, régimen de crisis
El problema que en su debido
tiempo planteamos ante el lector: ¿Cómo es posible que el grupo dirigente, a pesar
de sus errores innumerables, haya podido adquirir un poder ilimitado?, o en
otras palabras: ¿Cómo explicar el contraste entre la mediocridad ideológica de
los thermidorianos y su poderío material?, permite, ahora, que le demos una
respuesta más concreta y categórica. La sociedad soviética no es armoniosa. Lo
que es vicio para una clase o capa social, es virtud para la otra. Si, desde el
punto de vista de las formas socialistas de la sociedad, la política de la
burocracia asombra por sus contradicciones y sus discordancias, aparece muy
consecuente desde el punto de vista de la consolidación de los nuevos
dirigentes.
El apoyo del Estado al
campesino acomodado (1923-1928) implicaba un peligro mortal para el porvenir
del socialismo. En revancha, la burocracia, ayudada por la pequeña burguesía,
logró maniatar a la vanguardia proletaria y aplastar la oposición bolchevique.
Lo que era “error” desde el punto de vista socialista, era un claro beneficio
desde el punto de vista de los intereses de la burocracia. Pero, cuando el
kulak se hizo amenazante para ella, la burocracia se volvió contra el kulak. La
exterminación pánica de los campesinos acomodados, extendida a los campesinos
medios, no costó menos cara al país que una invasión extranjera, pero la
burocracia guardó sus posiciones. Una vez derrotado el aliado de ayer, se
dedicó a formar con toda energía una nueva aristocracia. ¿Sabotaje del
socialismo? Evidentemente; pero también consolidación de la casta gobernante.
La burocracia se parece a todas las castas dirigentes en que está dispuesta a
cerrar los ojos ante las faltas más groseras de sus jefes en la política
general, si, a cambio, le son absolutamente fieles en la defensa de sus
privilegios. Mientras los nuevos amos están más inquietos, más aprecian la represión
sin piedad de la menor amenaza a sus bien adquiridos derechos. Esto es lo que
una casta de advenedizos toma en cuenta para elegir a sus jefes. Y ese es el
secreto de Stalin.
Pero el poderío y la
independencia de la burocracia no pueden crecer indefinidamente. Hay factores
históricos más fuertes que los mariscales, y aun que los secretarios generales.
La racionalización de la economía no se concibe sin un inventario preciso; y el
inventario es incompatible con la arbitrariedad burocrática. La preocupación
por restablecer un rublo estable, es decir, independiente de los “jefes”, se la
inspira a la burocracia la contradicción cada vez más acentuada entre el poder
absoluto de la misma y el desarrollo de las fuerzas productivas del país. Del
mismo modo, la monarquía absoluta fue incompatible con el desarrollo del
mercado burgués. El cálculo monetario tiene que dar una forma más abierta a la
lucha de las diversas capas de la población por el reparto de la renta
nacional. La tarifa de los salarios, casi indiferente para el obrero en la
época de las cartillas de racionamiento, adquiere para él una importancia
capital; y desde entonces se plantea el problema de los sindicatos. El
nombramiento de los funcionarios sindicales, hecho desde arriba, tropezará con
una resistencia cada vez más tenaz. En fin, el trabajo por pieza hace que el
obrero se interese por la buena dirección de las fábricas. Los stajanovistas se
quejan cada vez más de los defectos de la organización y de la producción. El
nepotismo buracrático en la designación de los directores, de los ingenieros y
del personal industrial en general, se hace cada vez menos tolerable. La
cooperación y el comercio estatizados han descendido mucho más que bajo la
dependencia de los consumidores. Los koljoses y sus miembros aprenden a
traducir sus relaciones con el Estado en el idioma de las cifras y no siempre
sufrirán que se les designe administradores cuyo único mérito es, con
frecuencia, convenir a los burócratas locales. El rublo promete llevar la luz
al dominio más secreto: el de los ingresos lícitos e ilícitos de la burocracia.
Y la circulación monetaria, al transformarse, en un país políticamente ahogado,
en el medio poderoso de la movilización de las fuerzas de oposición, anuncia la
decadencia del absolutismo “ilustrado”.
Mientras que el crecimiento
de la industria y la entrada de la agricultura en la esfera del plan, complican
extremadamente la tarea de la dirección al poner en primer plano el problema de
la calidad, la burocracia mata la iniciativa creadora y el sentimiento de
responsabilidad, sin los cuales no puede haber progreso cualitativo. Las llagas
del sistema son, probablemente, menos visibles en la industria pesada, pero la
roen al mismo tiempo que a la cooperación, a la industria ligera y alimenticia,
a los koljoses, a las industrias locales, es decir, a todas las ramas de la
producción próximas al consumidor.
El papel progresista de la
burocracia soviética coincide con el período de asimilación. El gran trabajo de
imitación, de injerto, de transferencia, de aclimataciones, se ha hecho en el
terreno preparado por la revolución. Hasta ahora, no se ha tratado de innovar
en el dominio de las ciencias, de la técnica o del arte. Se pueden construir
fábricas gigantes según modelos importados del extranjero por mandato
burocrático, y pagándolas, es cierto, al triple de su precio. Pero mientras más
lejos se vaya, más se tropezará con el problema de la calidad, que escapa a la
burocracia como una sombra. Parece que la producción está marcada con el sello
gris de la indiferencia. En la economía nacionalizada, la calidad supone la
democracia de los productores y de los consumidores, la libertad de crítica y
de iniciativa, cosas incompatibles con el régimen totalitario del miedo, de la
mentira y de la adulación.
Al lado del problema de la
calidad se plantean otros, más grandiosos y más complejos, que se pueden
abarcar en la rúbrica de la acción creadora técnica y cultural. Un filósofo
antiguo sostuvo que la discusión era la madre de todas las cosas. En donde el choque
de las ideas es imposible, no pueden crearse nuevos valores. La dictadura
revolucionaria, lo admitimos, constituye en sí misma una severa limitación a la
libertad. Justamente por eso, las épocas revolucionarias jamás han sido
propicias a la creación cultural para la que preparan el terreno. La dictadura
del proletariado abre al genio humano un horizonte tanto más vasto cuanto más
deje de ser una dictadura. La civilización socialista no se desarrollará más
que con la agonía del Estado. Esta ley simple e inflexible implica la
condenación sin recurso posible del actua1 régimen político de la U.R.S.S. La
democracia soviética no es una reivindicación política abstracta o moral. Ha
llegado a ser un asunto de vida o muerte para el país.
Si el nuevo Estado no
tuviera otros intereses que los de la sociedad, la agonía de sus funciones de
coerción sería gradual e indolora. Pero el Estado no está desencarnado. Las
funciones específicas se han creado sus órganos. La burocracia, considerada en
su conjunto, se preocupa menos de la función que del tributo que ésta le
proporciona. La casta gobernante trata de perpetuar y de consolidar los órganos
de la coerción; no respeta nada ni a nadie para mantenerse en el poder y
conservar sus ingresos. Mientras el curso de las cosas le es más contrario, más
implacable se muestra para los elementos avanzados del pueblo. Así como la
Iglesia Católica, la burocracia ha formulado su dogma de la infalibilidad
después de que comenzó su decadencia, pero enseguida lo ha colocado a una altura
en la que el Papa no puede soñar.
La divinización cada vez más
imprudente de Stalin es, a pesar de lo que tiene de caricaturesco, necesaria
para el régimen. La burocracia necesita un árbitro supremo inviolable, primer
cónsul a falta de emperador, y eleva sobre sus hombros al hombre que responde
mejor a sus pretensiones de dominación. La “firmeza” del jefe, tan admirada por
los dilettanti literarios de Occidente, no es más que la resultante de la
presión colectiva de una casta dispuesta a todo para defenderse. Cada
funcionario profesa que “el Estado es él”. Cada uno se encuentra fácilmente en
Stalin. Stalin descubre en cada uno el soplo de su espíritu. Stalin personifica
la burocracia, lo que le da su personalidad política.
El cesarismo o su forma
burguesa, el bonapartismo, entra en escena en la historia cuando la áspera
lucha de dos adversarios parece elevar el poder sobre la nación, y asegura a
los gobernantes una independencia aparente con relación a las clases; cuando en
realidad no les deja más que la libertad que necesitan para defender a los
privilegiados. Elevándose sobre una sociedad políticamente atomizada, apoyado
sobre la policía y el cuerpo de oficiales, sin tolerar ningún control, el
régimen stalinista constituye una variedad manifiesta del bonapartismo, de un
tipo nuevo, sin semejanza hasta ahora. El cesarismo nació en una sociedad
fundada sobre la esclavitud y transtornada por las luchas intestinas. El
bonapartismo fue uno de los instrumentos del régimen capitalista en sus
períodos críticos. El stalinismo es una de sus variedades, pero sobre las bases
del Estado obrero, desgarrado por el antagonismo entre la burocracia soviética
organizada y armada y las masas laboriosas desarmadas.
Como la historia lo
comprueba, el bonapartismo se acomoda muy bien con el sufragio universal y aun
con el voto secreto. El plebiscito es uno de sus atributos democráticos. Los
ciudadanos son invitados de vez en cuando a pronunciarse por o contra el jefe;
y los votantes sienten en las sienes el ligero frío de un cañón de revólver.
Desde Napoleón III, que hoy haría figura de dilettanti provinciano, la técnica
plebiscitaria ha alcanzado perfeccionamientos extraordinarios. La nueva
Constitución soviética, al instituir un bonapartismo plebiscitario, es la
coronación del sistema.
El bonapartismo soviético se
debe, en último análisis, al retraso de la revolución mundial. La misma causa
ha engendrado el fascismo en los países capitalistas. Llegamos a una conclusión
a primera vista inesperada, pero en realidad irreprochable; que el
estrangulamiento de la democracia soviética por la burocracia todopoderosa y
las derrotas infligidas a la democracia en otros países, se deben a la lentitud
con que el proletariado mundial cumple la misión que le ha asignado la
historia. A pesar de la profunda diferencia de sus bases sociales, el
stalinismo y el fascismo son fenómenos simétricos; en muchos de sus rasgos
tienen una semejanza asombrosa. Un movimiento revolucionario victorioso, en
Europa, quebrantaría al fascismo y al bonapartismo soviético. La burocracia
stalinista tiene razón cuando vuelve la espalda a la revolución internacional;
obedece, al hacerlo, al instinto de conservación.
En los primeros tiempos del
régimen soviético, el partido sirvió de contrapeso a la burocracia; ésta
administraba al Estado, el partido lo controlaba. Vigilando con celo, para que
la desigualdad no sobrepasara los límites de lo necesario, el partido siempre
estaba en lucha abierta o velada contra la burocracia. El papel histórico de la
fracción stalinista fue el de suprimir esta dualidad, subordinando el partido a
sus propias oficinas y fusionando las oficinas del partido y del Estado. Así se
creó el régimen totalitario actual. La victoria de Stalin fue asegurada por el
servicio definitivo que hacía a la burocracia.
Durante los diez primeros
años, la Oposición de Izquierda trató de conquistar ideológicamente al partido
sin lanzarse contra él a la conquista del poder. La palabra de orden era:
“Reforma y no revolución”. Sin embargo, la burocracia estaba dispuesta, desde
entonces, a cualquier golpe de Estado para defenderse contra una reforma
democrática. Cuando en 1927 el conflicto se hizo demasiado agudo, Stalin,
volviéndose hacia la oposición en el Comité Central, exclamó: “Estos cuadros no
los deshareis más que por la guerra civil”. Las derrotas del proletariado
europeo han hecho de esta amenaza una realidad histórica. El camino de la
reforma se ha transformado en el de la revolución.
Las incesantes depuraciones
del partido y de las organizaciones soviéticas tienen por objeto impedir la
manifestación del descontento de las masas. Pero las represiones no matan el
pensamiento, no hacen más que sumergirlo. Comunistas y sin partido tienen dos
convicciones: la oficial y la secreta. La delación y la inquisición devoran a
la sociedad. La burocracia califica invariablemente a sus adversarios como
enemigos del socialismo. Usando fraudes judiciales, a tal grado que este hábito
ha entrado en las costumbres corrientes, les imputa los peores crímenes.
Arranca a los acusados, bajo amenaza de muerte, confesiones que ella misma les
dicta y de las que se sirve enseguida para acusar a los más firmes.
Pravda, comentando la
Constitución “más democrática del mundo”, escribía, el 5 de junio de 1936, que
“sería imperdonablemente torpe” creer que, a pesar de la liquidación de las
clases, “las fuerzas de las clases hostiles al socialismo se hayan resignado a
su derrota... La lucha continúa”.¿Cuáles son estas “fuerzas hostiles”? Helas aquí:
“Los restos de los grupos contrarrevolucionarios, de los guardias blancos de
todo jaez y, sobre todo, de la variedad trotskista-zinovievista...”. Después de
la inevitable mención del “espionaje y de la acción terrorista y destructiva”
(de los trotskistas y de los zinovievistas), el órgano de Stalin promete:
“Continuaremos anonadando con mano firme a los enemigos del pueblo, los
reptiles y las furias trotskistas, cualquiera que sea su hábil disfraz”. Estas
amenazas, repetidas diariamente por la prensa, no hacen más que acompañar el
trabajo de la G.P.U. Un tal Petrov, miembro del partido desde 1918, combatiente
de la guerra civil, agrónomo soviético posteriormente, y opositor de derecha,
se evadió en 1936 de la deportación, y al llegar al extranjero, en un periódico
de la emigración liberal, escribió sobre los trotskistas lo que sigue:
“¿Elementos de izquierda? Psicológicamente son los últimos revolucionarios.
Auténticos, ardientes. Nada de compromisos. Hombres admirables. Ideas
idiotas... El incendio del mundo y ese género de visiones...”. Dejemos el
asunto de las “ideas”. El juicio moral que de los elementos de izquierda hacen
sus adversarios de derecha, es de una elocuencia espontánea. Justamente a estos
“últimos revolucionarios, auténticos y ardientes”, los generales y los
coroneles de la G.P.U. acusan de contrarrevolucionarios en interés del
imperialismo.
La historia burocrática,
rencorosamente azuzada contra la oposición bolchevique, adquiere un significado
político clarísimo ante la derogación de las restricciones dictadas contra las
personas de origen burgués. Los decretos conciliadores que les facilitan el
acceso a los empleos y a los estudios superiores, proceden de la idea de que la
resistencia de las clases dominantes cesa, mientras que el nuevo orden se
muestra inquebrantable. “Estas restricciones se han vuelto superfluas”,
explicaba Molotov en la sesión del Ejecutivo de enero de 1936. En el mismo
momento se descubre que los peores “enemigos de clase” se reclutan entre los
hombres que han combatido toda su vida por el socialismo, comenzando por los
colaboradores más cercanos de Lenin, como Zinoviev y Kamenev. A diferencia de
la burguesía, los “trotskistas”, si creemos a Pravda, se sienten tanto más
“exasperados” cuanto más luminosamente se “dibujan los contornos de la sociedad
sin clases”. Esta filosofía delirante, nacida de la necesidad de justificar
nuevas situaciones por medio de fórmulas viejas, no puede engañar,
naturalmente, sobre el desplazamiento real de los antagonismos sociales. Por
una parte, la creación de “notables” abre las puertas a los retoños más
ambiciosos de la burguesía, pues nada se arriesga al concederles la igualdad de
derechos. Por otra, el mismo hecho provoca el descontento agudo y peligrosísimo
de las masas y, principalmente, de la juventud obrera. Así se explica la
campaña contra “los reptiles y las furias trotskistas”.
La espada de la dictadura,
que hería antaño a los partidarios de la restauración burguesa, se abate ahora
sobre los que se rebelan contra la burocracia. Hiere a la vanguardia del
proletariado y no a los enemigos de clase del mismo. En relación con la
modificación capital de sus funciones, la policía política, formada antes por
los bolcheviques más celosos y dispuestos al sacrificio, se transforma en el
elemento más gangrenado de la burocracia.
Para proscribir a los
revolucionarios, los thermidorianos ponen todo el odio que les inspiran hombres
que les recuerdan el pasado y que les hacen temer el porvenir. Los bolcheviques
más firmes y más fieles, la flor del partido, son enviados a las prisiones, a
los rincones perdidos de Siberia y de Asia Central, a los numerosos campos de
concentración. En las prisiones mismas y en los sitios de deportación, los
opositores siguen siendo víctimas de los registros, del bloqueo postal, del
hambre. Las mujeres son arrancadas a sus maridos, con el objeto de quebrantar a
ambos y obligarlos a abjurar. Por lo demás, la abjuración no los salva; a la
primera sospecha o a la primera renuncia, el arrepentido es doblemente
castigado. El auxilio proporcionado a los deportados, aun por sus propios
parientes, es considerado como un crimen. La ayuda, como un complot. En estas
condiciones, la huelga de hambre es el único medio de defensa que les queda a
los perseguidos. La G.P.U. responde a ella con la alimentación forzada, a menos
de que deje a sus prisioneros la libertad de morir. Centenares de
revolucionarios rusos y extranjeros han sido impulsados, durante los últimos
años, a huelgas de hambre mortales, se les ha fusilado o llevado al suicidio.
En doce años, el gobierno ha anunciado varias veces la extirpación definitiva
de la oposición. Pero durante la “depuración” de los últimos meses de 1935 y
del primer semestre de 1936, centenares de millares de comunistas han sido
excluidos nuevamente del partido, entre los que se cuentan varias decenas de
millares de “trotskistas”. Los más activos han sido arrestados inmediatamente,
encarcelados o enviados a los campos de concentración. En cuanto a los otros,
Stalin ordenó a las autoridades locales, por medio de Pravda, que no se les
diera trabajo. En un país en donde el Estado es el único patrón, una medida de
este género equivale a una sentencia a morir de hambre. El antiguo principio:
“Quien no trabaja no come”, es reemplazado por este otro: “Quien no se somete
no come”. No sabremos cuantos bolcheviques han sido excluidos, arrestados,
deportados y exterminados, a partir de 1923 -año en que se abre la era del
bonapartismo-, hasta el día en que se abran los archivos de la policía política
de Stalin. No sabremos cuántos permanecen en la ilegalidad hasta el día en que
comience el derrumbe del régimen burocrático.
¿Qué importancia pueden
tener veinte o treinta mil opositores en un partido de dos millones de
miembros? La simple confrontación de las cifras no dice nada en este caso. Con
una atmósfera sobrecargada, basta una decena de revolucionarios en un
regimiento para hacerlo pasar al lado del pueblo. No sin razón los estados
mayores sienten un miedo cerval hacia los pequeños grupos clandestinos y aun
hacia los militantes aislados. Este miedo que hace temblar a la burocracia
stalinista, explica la crueldad de sus proscripciones y la depravación de sus
calumnias.
Victor Serge, que ha pasado
en la U.R.S.S. por todas las etapas de la represión, trajo al Occidente su
terrible mensaje de los que son torturados por su fidelidad a la revolución y
la resistencia a sus sepultureros. Escribe:
“ No exagero nada, peso mis palabras, puedo apoyar cada una de ellas con pruebas trágicas y nombres...”
“Entre esta masa de víctimas y de objetores, silenciosos la mayor
parte, siento próxima a mí, sobre todo, a una heroica minoría, preciosa por su
energía, por su clarividencia, por su estoicismo, por su fidelidad al
bolchevismo de la gran época. Son algunos millares de comunistas, compañeros de
Lenin y de Trotsky, constructores de las repúblicas soviéticas cuando existían
los Soviets, los que invocan, contra la decadencia interior del régimen, los
principios del socialismo; que defienden como pueden (y sólo pueden admitiendo
todos los sacrificios) los derechos de la clase obrera...”
“Los encarcelados allá, se sostendrán hasta que sea necesario, aunque
no puedan ver la nueva aurora de la revolución. Los revolucionarios de
Occidente pueden contar con ellos: la llama será mantenida, aunque sea en las
prisiones. Ellos también cuentan con vosotros. Debéis defenderlos, todos
debemos defenderlos, para defender a la democracia obrera del mundo, para
restituir a la dictadura del proletariado su rostro liberador, para devolver a
la U.R.S.S., un día, su grandeza moral y la confianza de los trabajadores...”
Reflexionando sobre la
agonía del Estado, Lenin escribía que el hábito de observar las reglas de la
comunidad es susceptible de alejar toda necesidad de coerción “si nada suscita
la indignación, la protesta y la rebeldía, y no implica, así, la necesidad de
represión”. Todo consiste en ese si. El actual régimen de la U.R.S.S. suscita a
cada paso protestas, tanto más dolorosas cuanto más se las ahoga. La burocracia
no solamente es un aparato de coerción, sino una causa permanente de
provocación. La misma existencia de una ávida casta de amos, mentirosa y
cínica, no puede menos que suscitar una rebelión oculta. La mejoría de la
situación de los obreros no los reconcilia con el poder; lejos de eso, al
elevar su dignidad y al abrir su pensamiento a los problemas de política
general, prepara su conflicto con los dirigentes.
Los “jefes” inamovibles
repiten que es necesario “aprender”, “asimilar la técnica”, “cultivarse”, y
otras cosas más. Pero los amos mismos son ignorantes, poco cultivados, no
aprenden nada seriamente, siguen siendo groseros y desleales. Su pretensión a
la tutela total de la sociedad, así se trate de mandar a los gerentes de
cooperativas o a los compositores de música, se hace intolerable. La población
no podrá alcanzar una cultura más elevada si no sacude su humillante sujeción a
esta casta de usurpadores.
¿El funcionario concluirá
por devorar a la clase obrera, o la clase obrera lo hará impotente para
perjudicar? De esta disyuntiva depende la suerte de la U.R.S.S. La inmensa
mayoría de los obreros ya es hostil a la burocracia; las masas campesinas le
profesan un vigoroso odio plebeyo. Si, a la inversa de los campesinos, los
obreros casi no luchan, esto no solamente se debe a la represión, sino al miedo
que tienen a una restauración capitalista. Las relaciones de reciprocidad entre
el Estado y la clase obrera son mucho más complejas de lo que se imaginan los
“demócratas” vulgares. Sin economía planificada, la U.R.S.S. retrocedería diez
años. Al mantener esta economía, la burocracia continúa desempeñando una
función necesaria. Pero lo hace de tal manera, que prepara el naufragio del
sistema y amenaza todas las conquistas de la revolución. Los obreros son
realistas. Sin hacerse ilusiones sobre la casta dirigente, cuanto menos sobre
las capas de esta casta a las que conocen un poco de cerca, la consideran, por
el momento, como la guardiana de una parte de sus propias conquistas. No
dejarán de expulsar a la guardiana deshonesta, insolente y sospechosa, cuando
sea posible pasarse sin ella. Para esto, es necesario que estalle una
revolución en Occidente o en Oriente.
La supresión de toda lucha
política visible es presentada por los agentes y los amigos del Kremlin como
una “estabilización” del régimen. En realidad, no significa más que una
estabilización momentánea de la burocracia. La joven generación, sobre todo,
sufre con el yugo del “absolutismo ilustrado”, mucho más absoluto que
ilustrado... La vigilancia cada vez más temible que ejerce la burocracia ante
toda chispa de pensamiento, así como la insoportable adulación del “jefe”
providencial, comprueban el divorcio entre el Estado y la sociedad, así como la
agravación de las contradicciones interiores, que al hacer presión sobre las
paredes del Estado buscan una salida, y la encontrarán inevitablemente. Los
atentados cometidos en contra de los representantes del poder tienen con
frecuencia una gran importancia sintomática que permite juzgar la situación de
un país. El más sonado fue el asesinato de Kirov, dictador hábil y sin
escrúpulos de Leningrado, personalidad típica de su corporación. Los actos
terroristas son incapaces, por sí mismos, de derribar a la oligarquía
burocrática. El burócrata, considerado individualmente, puede temer al
revólver; el conjunto de la burocracia explota con éxito el terrorismo para
justificar sus propias violencias, no sin acusar a sus adversarios políticos
(el asunto Zinoviev, Kamenev y demás). El terrorismo individual es el arma de
los aislados, impacientes o desesperados, especialmente de la joven generación
de la burocracia. Pero, como sucedió bajo la autocracia, los crímenes políticos
anuncian que el aire se carga de electricidad y hacen presentir una crisis.
Al promulgar la nueva
Constitución, la burocracia demuestra que ha olfateado el peligro y que trata
de defenderse. Pero más de una vez ha sucedido que la dictadura burocrática,
buscando la salud en reformas con pretensiones “liberales”, no haya hecho más
que debilitarse. Al revelar el bonapartismo la nueva Constitución ofrece, al
mismo tiempo, un arma semilegal para combatirlo. La rivalidad electoral de las
camarillas puede ser el punto de partida de las luchas políticas. El látigo
dirigido contra los “órganos del poder que funcionan mal”, puede transformarse
en un látigo contra el bonapartismo. Todos los indicios nos hacen creer que los
acontecimientos provocarán infaliblemente un conflicto entre las fuerzas
populares y desarrolladas por el crecimiento de la cultura, y la oligarquía
burocrática. Esta crisis no acepta solución pacífica. Nunca se ha visto que el
diablo se corte de buen grado sus propias garras. La burocracia soviética no
abandonará sus posiciones sin combate; el país se encamina evidentemente hacia
una revolución. Ante una presión enérgica de las masas, dada la diferenciación
social de los funcionarios, la resistencia de los dirigentes puede ser mucho
más débil de lo que parece. Es indudable que en este asunto sólo podemos
entregarnos a las conjeturas. Sea como sea, la burocracia sólo podrá ser
suprimida revolucionariamente y, como siempre sucede, esto exigirá menos
sacrificios mientras se pongan manos a la obra más audaz y enérgicamente.
Preparar esta acción y colocarse a la cabeza de las masas en una situación
histórica favorable, es la misión de la sección soviética de la IV
Internacional, aún débil y reducida a la existencia clandestina. Pero la
ilegalidad de un partido no quiere decir su inexistencia, no es más que una
forma penosa de existencia. La represión puede tener magníficos resultados
aplicada contra una clase que abandona la escena, la dictadura revolucionaria
de 1917-1923 lo demostró plenamente; pero recurrir a la violencia contra la
vanguardia revolucionaria, no salvará a una casta que se sobrevive, si es que
la U.R.S.S. tiene un porvenir.
La revolución que la
burocracia prepara en contra de sí misma no será social como la de Octubre de
1917, pues no tratará de cambiar las bases económicas de la sociedad ni de
reemplazar una forma de propiedad por otra. La historia ha conocido, además de
las revoluciones sociales que sustituyeron el régimen feudal por el burgués,
revoluciones políticas, que, sin tocar los fundamentos económicos de la
sociedad, derriban las viejas formaciones dirigentes (1830 y 1848, en Francia;
Febrero de 1917, en Rusia). La subversión de la casta bonapartista tendrá,
naturalmente, profundas consecuencias sociales; pero no saldrá del marco de una
tranformación política.
Un Estado salido de la
revolución obrera existe por primera vez en la historia. Las etapas que debe
franquear no están escritas en ninguna parte. Los teóricos y los constructores
de la U.R.S.S. esperaban, es cierto, que el sistema ligero y claro de los
soviets permitiría al Estado transformarse pacíficamente, disolverse y morir a
medida que la sociedad realizara su evolución económica y cultural. La vida se
ha mostrado más compleja que la teoría. El proletariado de un país atrasado fue
el que tuvo que hacer la primera revolución socialista; y muy probablemente
tendrá que pagar este privilegio con una segunda revolución contra el
absolutismo burocrático. El programa de esta revolución dependerá del momento
en que estalle, del nivel que el país haya alcanzado y, en una medida muy
apreciable, de la situación internacional. Sus elementos esenciales, bastante
definidos hasta ahora, se han indicado a lo largo de las páginas de este libro:
son las conclusiones objetivas del análisis de las contradicciones del régimen
soviético.
No se trata de reemplazar un
grupo dirigente por otro, sino de cambiar los métodos mismos de la dirección
económica y cultural. La arbitrariedad burocrática deberá ceder su lugar a la
democracia soviética. El restablecimiento del derecho de crítica y de una
libertad electoral auténtica, son condiciones necesarias para el desarrollo del
país. El restablecimiento de la libertad de los partidos soviéticos y el
renacimiento de los sindicatos, están implicados en este proceso. La democracia
provocará, en la economía, la revisión radical de los planes en beneficio de
los trabajadores. La libre discusión de los problemas económicos disminuirá los
gastos generales impuestos por los errores y los zigzags de la burocracia. Las
empresas suntuarias, Palacios de los Soviets, teatros nuevos, “metros”,
construidos para hacer ostentación, dejarán su lugar a las habitaciones
obreras. Las “normas burguesas de reparto” serán reducidas a las proporciones
estrictamente exigidas por la necesidad y retrocederán a medida que la riqueza
social crezca, ante la igualdad socialista. Los grados serán abolidos
inmediatamente, y las condecoraciones devueltas al vestuario. La juventud podrá
respirar libremente, criticar, equivocarse, madurar. La ciencia y el arte
sacudirán sus cadenas. La política exterior renovará la tradición del
internacionalismo revolucionario.
Ahora más que nunca, los
destinos de Ia Revolución de Octubre están ligados a los de Europa y del mundo.
Los problemas de la U.R.S.S. se resuelven en la Península Ibérica, en Francia,
en Bélgica. Cuando aparezca este libro, la situación sera indudablemente más
clara que en estos días de guerra civil en Madrid. Si la burocracia soviética
logra, con su pérdida política de los “frentes populares”, asegurar la victoria
de la reacción en Francia y en España, -y la Internacional Comunista hace todo
lo que puede en este sentido-, la U.R.S.S. se encontrará al borde del abismo y
la contrarrevolución burguesa estará más a la orden del día que el
levantamiento de los obreros contra la burocracia. Si, por el contrario, a
pesar del sabotaje de los reformistas y de los jefes “comunistas”, el
proletariado de Occidente se abre camino hacia el poder, se inaugurará un nuevo
capítulo en la historia de la U.R.S.S. La primera victoria revolucionaria en
Europa, hará a las masas soviéticas el efecto de una descarga eléctrica, las
despertará, levantará su espíritu de independencia, reanimará las tradiciones
de 1905 y de 1917, debilitará las posiciones de la burocracia y no tendrá menos
importancia para la IV Internacional, que la que tuvo para la III la victoria
de la Revolución de Octubre. El primer Estado obrero sólo se salvará para el
porvenir del socialismo, por este camino.