¿Por
qué mis hijos no obedecen?
Por
Fabián Mozzati
Situación 1
Una
tarde de otoño ya avanzado, un niño estaba por salir cuando su
madre le dice: “Va a refrescar. Cuida de no resfriarte. Pónte
un abrigo”. El padre –delante del niño- interviene
diciendo: “¡Déjalo que salga como está! No hace tanto frío.
Vas a hacerle un debilucho”. “¡Claro!
–contesta la madre levantando la voz. Como no eres tú
quien lo cuida cuando se enferma...”.
La
escena continúa cada vez más violenta.
El
niño observa y escucha.
Situación 2
El
padre amonesta severamente a su hijo. La madre –delante del niño-
recrimina al padre diciéndole: “Eres muy exigente con el
niño, ¿no recuerdas lo que tú hacías a su edad?”. El
padre –casi gritando-: “¡No te metas! Yo sé lo que
hago. ¿Qué se cree este mocoso? ¿Que va a hacer lo que
quiera?”.
La
madre no se queda atrás. El padre tampoco.
El
niño observa y escucha.
Situación 3
Un
día domingo el padre y el hijo están por salir de paseo. La
madre recomienda al primero que cuide lo que el niño coma. Van
al parque de diversiones y el padre deja que el niño coma
dulces y toda clase de comidas en los puestos ambulantes, pero
le advierte: “No se lo digas a mamá. Dile que comiste otra
cosa”.
“Si
lo llega a saber nos come crudos”.
El
niño observa y escucha.
Situación 4
“Usted
se queda en cama en penitencia hasta que yo regrese”, le
dice el padre a su hijo en castigo por alguna travesura. Luego
se va al trabajo. Media hora después la madre se acerca a la
cama del niño y melosamente le dice: “¡Pobrecito! y
agrega, con un gesto en el que trata de ser severa pero que no
engaña al niño: Es la última vez que desobedeces a papá.
¿Estamos?”.
“Pero
antes de que llegue te acuestas de nuevo”.
El
niño observa y escucha.
Situación 5
Harta
de los “desastres” que el niño ha provocado, la madre le
dice con tono amenazante: “¡Vas a ver cuando venga papá!
Le voy a contar todo lo que hiciste. ¡La paliza que te va a
dar!”. El padre regresa y su mujer cumple con lo
prometido. “Este niño estuvo insoportable. Hizo esto y lo
otro”. El padre reacciona malhumorado: “¿Acaso yo
soy el ogro? ¿Por qué no lo castigas tú? Uno llega del
trabajo esperando encontrar tranquilidad y se encuentra con
esto”. La madre excitada replica: “¡Y todavía te
quejas! Se ve que no tienes que aguantarlo todo el día. Además...
¿qué crees que hago yo en casa? ¡Si trabajo más que tú!”.
Las palabras van y vienen.
Por
último el padre, fuera de sí, grita al niño y le da una
paliza.
El
niño observa, escucha... y llora.
Los padres
socavan su autoridad
Las situaciones que acabamos de exponer, ponen en evidencia un
error que muchos padres cometen en la educación de sus hijos:
socavan su autoridad al poner de manifiesto su falta de unión y
entendimiento. Estos padres están derribando los pilares de la
confianza y el respeto mutuo sin pensar que mañana “se les
caerá el techo encima”. Los padres que sistemáticamente
hacen añicos su propia autoridad, no pueden pretender que sus
hijos les obedezcan.
Hay que ponerse de acuerdo
El ejemplo de confianza en los cónyuges facilita le obediencia
de los hijos, en cambio, inclinan a la desobediencia los padres
que con sus discusiones dan un ejemplo de discordia. En la mente
del niño la familia es una unidad y los padres son una sola
cosa –como idealmente debe ser- y actitudes opuestas sobre un
problema lo desorientan. No debería haber grandes disensiones
entre los padres, pero si las hay, el niño debería observar
que se resuelven dentro de ciertos límites de respeto y
confianza.
Si uno pierde la cabeza, que no la pierda el otro
Si uno de los cónyuges considera equivocada una medida tomada
por el otro, no lo contradiga delante del niño. Si cree
absolutamente necesario intervenir en ese momento, hágalo con
serenidad y prudencia y solamente para mitigar las consecuencias
de lo que él considera un error. Las críticas, el cambio de
ideas y el acuerdo sobre cuál es la mejor manera de educar a
los hijos, vendrán después. Nada hay más perjudicial para los
que ejercen la autoridad, que discutir “perdiendo la cabeza”
frente a sus subordinados. Si uno pierde la cabeza, que el otro
la conserve. Así no dará a sus hijos el triste espectáculo de
una discusión violenta, incongruente, de oídos sordos, de
odios y rencores entre los seres que más ama. Las consecuencias
de un error educacional, salvo excepciones, nunca serán tan
graves como la de una disputa conyugal delante de los hijos.
No hay que
desautorizar al otro cónyuge
En ningún caso los esposos deberían desautorizarse modificando
una orden dada por el otro, otorgando un pedido negado o
levantando una penitencia impuesta. Además de perder autoridad,
crean mutuos resentimientos –gérmenes de futuras discusiones-
e incitan al niño a adoptar una actitud “astuta” frente a
sus padres: oscilando como un péndulo hacia uno u otro, según
convenga a sus deseos. Igualmente, los padres no deberían
recurrir a la amenaza de contárselo al otro, es una confesión
de impotencia que les quita autoridad moral.
La unidad conyugal sólo puede ser producto de la confianza y
el respeto
La obediencia de los hijos es el reflejo de la unidad conyugal y
ésta es producto de la confianza y el respeto que reina entre
los padres. Un ambiente cargado de comprensión; sinceridad;
comunicación; tolerancia; sacrificio y búsqueda de una auténtica
felicidad de los seres que se ama. Cuando en un hogar se vive
este ambiente, difícilmente llegan a ser un problema los hijos
adolescentes. La unión y buena voluntad de los padres, permiten
al adolescente superar las dificultades que normalmente se le
presentan. Cuando un joven vive en un ambiente en que se ama y
se siente amado y comprendido, tiende a sentirse ayudado por
esos seres que lo aman y a quienes ama.
¡Cuidado!
Los niños sufren
Por
Fabián Mozzati
Si pedimos a un adulto
-cuyos padres no tuvieron un matrimonio feliz- que describa los
recuerdos de su niñez, es probable que escuchemos historias de
tristeza, confusión, falsas esperanzas y amargura. Sus padres
pueden haber divorciado, o haber sido esas parejas que sólo
seguían juntos “por el bien de los niños”.
No importa si una pareja está casada, separada o divorciada;
cuando una madre y un padre muestran hostilidad y desprecio el
uno hacia el otro, sus hijos sufren. Esto ocurre porque el
desarrollo de un matrimonio -o un divorcio- crea una especie de
“ecología emocional” para los niños.
Así
como un árbol se ve afectado por la calidad del aire,
el
agua y el suelo en su medio,
la
salud emocional de los niños está determinada
por
la calidad de las relaciones íntimas que los rodean.
Sus interacciones como
padres, influyen en las actitudes y logros de sus hijos, la
capacidad para regular sus emociones para llevarse bien con los
demás. En general, cuando los padres se preocupan y se apoyan
mutuamente, la felicidad emocional aflora en los hijos. Pero los
niños que están constantemente expuestos a la hostilidad que
existe entre sus padres, pueden toparse con riesgos que ni
siquiera son capaces de advertir.
No hay ninguna duda de que los niños se sienten afligidos
cuando son testigos de las peleas de los padres. Sus reacciones
varían entre: el llanto, quedarse inmóviles, tensionados,
taparse los oídos, esconderse (o por lo menos taparse los ojos,
creyendo que así dejará de existir tan terrible escena).
Incluso los niños más pequeños, reaccionan ante las
discusiones de los adultos con cambios fisiológicos tales como
el aumento del ritmo cardíaco y la presión sanguínea. El estrés
de vivir con el conflicto de los padres puede afectar el
desarrollo del sistema nervioso autónomo de un pequeño, el
cual determina la capacidad del niño para resolver problemas.
Los hijos de las parejas muy conflictivas obtienen
clasificaciones más bajas. “La gran tragedia educativa de
nuestro tiempo es que muchos niños están fracasando en la
escuela, no por problemas intelectuales o físicos, sino por sus
“desequilibrios” emocionales, producto del ejemplo emocional
que reciben en el seno de sus hogares”.
Los niños educados por padres cuyos matrimonios se caracterizan
por la crítica, la posición defensiva y el desprecio, tienen
muchas más probabilidades de mostrar una conducta antisocial y
agresiva hacia sus compañeros de juego. Tienen mayores
dificultades para regular sus emociones, concentrar su atención
y calmarse a sí mismos cuando se sienten perturbados. También,
el “maltrato emocional” recibido por un niño puede
manifestarse en problemas de salud, que pueden ir desde tos y
resfríos hasta llegar a cuadros de estrés crónico.
Aunque esto puede resultar perturbador para los padres que están
experimentando un conflicto matrimonial, hay esperanzas. En
especial para las parejas de padres (casados o divorciados) que
se sientan motivadas por cuidar y dar un buen ejemplo a sus
hijos. La primera y más importante lección que una pareja de
padres debe aprender es:
No
es el conflicto entre los padres, en sí mismo,
lo
que resulta tan perjudicial para los niños,
sino
la forma en que los padres manejan sus disputas.
A menudo, las discusiones,
los enfrentamientos y las disputas, dejan a los padres demasiado
agotados y disponen así de menos tiempo y energía para dedicar
a sus hijos. Estar presentes, desde el punto de vista emocional,
ayudándolos a enfrentar los sentimientos negativos, escuchándolos
y guiándolos durante los períodos de estrés familiar, hace
que los hijos se sientan protegidos contra muchos de los efectos
perjudiciales de la agitación familiar, incluido el divorcio.
El divorcio no es necesariamente lo que perjudica a los niños,
sino más bien la intensa hostilidad y la mala comunicación que
puede desarrollarse entre madres y padres, ya que éstas pueden
continuar aún después del divorcio.
Las formas adecuadas de abordar los conflictos entre padres,
pueden ser aprendidas por ellos mediante una correcta
“capacitación emocional”, un amortiguador probado contra
los efectos perniciosos de los conflictos matrimoniales y
familiares en general.
Los padres cuyos matrimonios son insatisfactorios, ofrecen un
mal ejemplo a sus hijos sobre la forma de relacionarse con los
demás. Los niños que son testigos de la agresividad,
beligerancia o desprecio de sus padres entre sí, tienen más
probabilidades de mostrar esta misma conducta en sus relaciones
con sus amigos.
Al carecer de modelos que les enseñen cómo escuchar con empatía
y resolver los problemas en forma cooperativa, los niños siguen
el libreto que sus padres les han enseñado, un libreto que
afirma que la hostilidad y la actitud defensiva son respuestas
adecuadas para el conflicto, que la gente agresiva consigue lo
que quiere.
La
lección de Verdi
Por
Fabián Mozzati
Peter
Drucker (reconocido escritor, consultor y profesor) cuenta una
particular anécdota de sus años como aprendiz en una empresa
exportadora. Era 1927, en Austria...
“Una noche fui
a escuchar una ópera del gran compositor italiano del siglo
XIX, Giuseppe Verdi: la última que escribió en 1893 y cuyo título
es Falstaff. Ahora se ha convertido en una de sus óperas más
populares, pero hace sesenta y cinco años se representaba muy
poco.
Cuando la estudié descubrí, para mi gran sorpresa, que esta ópera
con su alegría, su placer por la vida y su increíble
vitalidad, había sido escrita... ¡por un hombre de 80 años!
Para mí, que por entonces tenía 18, ésta resultaba una edad
increíble.
Cuando se le preguntó al mismo Verdi por qué a su edad (famoso
y considerado uno de los principales compositores de ópera de
su siglo) se había tomado el trabajo de escribir una ópera más
y especialmente una tan exigente, contestó: Toda mi vida
como músico me esforcé en buscar la perfección. Esta siempre
se me escapó. Por eso sentí la obligación de hacer un intento
más.
Nunca olvidé esas palabras; causaron en mí una impresión
indeleble. Verdi era ya un músico avezado cuando tenía mi edad
y yo -a los 18 años- aún no tenía idea en qué me convertiría...
Recién cuando tuve un poco más de treinta, supe realmente en
qué era bueno y cuál era mi ámbito de pertenencia. Entonces
decidí que, cualquiera fuera mi trabajo, las palabras de Verdi
serían mi Norte y, si llegaba a una edad avanzada, no renunciaría
y seguiría insistiendo”.
Esto
que cuenta Drucker se aplica tanto a ejecutivos exitosos como a
dotados artistas; médicos; académicos; artesanos; empleados
administrativos; etc. A quienes recién inician sus carreras y
su vida adulta como a quienes ya se retiraron: seguir
aprendiendo significa que maduramos pero no envejecemos.
Las personas que mantienen altos niveles de efectividad
-personal y profesional- incorporan el aprendizaje constante a
su vida, buscando superarse a lo largo de su trayectoria. Experimentan:
no les satisface hacer hoy lo que hicieron ayer, ni hacerlo del
mismo modo. Exigen de sí mismos ser mejores, revisar su desempeño,
innovar y cambiar. Saben que cada día exige aprendizaje, porque
algo nuevo sucederá... y es mejor estar preparado.
Estar preparado: aprender a aprender
La efectividad no depende tanto de aquello que sabemos, sino de
cómo lo sabemos: con qué rapidez, profundidad y precisión
somos capaces de aprender. Peter Drucker nos dice -en muchas de
sus obras- que hoy “valemos lo que sabemos”. Pero ser
efectivos no es sólo saber: alimentar, cambiar y renovar
aquello que sabemos es lo que marca realmente la diferencia. Aprender
a Aprender es la capacidad que nos permite hacer cuando no
sabemos qué hacer.
Somos personas situadas ante permanentes desconciertos: no nos
enfrentamos a una cantidad limitada de opciones, sino a una
inmensa lista de posibilidades que vuelven caducos nuestros
conocimientos anteriores. Existen muchas situaciones donde
debemos tomar iniciativas y resolver dilemas. La presión por
adaptarnos a ellas es intensa y, por lo tanto, nuestra necesidad
de aprender también lo es. La oportunidad y la responsabilidad
de “modelar” nuestra propia existencia no tiene precedentes
y el aprendizaje continuo es tal vez la prioridad más
urgente de la sociedad.
En la economía actual todos somos aprendices de nuestro propio
trabajo y, probablemente, del de los demás. Hoy, trabajar
significa aprender. Conocer los principios básicos del
aprendizaje hará de cada uno de nosotros una persona más
efectiva. Pero...
- ¿Somos
conscientes de esta necesidad?
- ¿Aprovechamos
las oportunidades -cuando y donde aparecen- y buscamos
aprender de la experiencia?
- ¿Vinculamos
aquello que aprendemos a nuestras necesidades personales y
profesionales?
- ¿Alineamos
nuestros aprendizajes a nuestros proyectos de vida y a
nuestra misión personal?
- ¿Proyectamos
continuamente acciones de aprendizaje para mejorar nuestro
desempeño?
Si
desarrolláramos más conscientemente esta disciplina de
crecimiento, podríamos llevar una vida más rica y auténtica.
Asumiríamos el desafío de continuar expandiendo nuestra
conciencia y nuestra comprensión, apreciando cada vez más la interdependencia
entre aquello que hacemos y aquello que nos sucede. Viviríamos
nuestra vida como un proyecto creativo y no reactivo.
Reduciríamos crecientemente la brecha entre dónde estamos y dónde
queremos llegar, es decir, construiríamos nuestro propio
futuro. Como nos enseña Verdi, el aprendizaje debería ser
nuestra más alta motivación: buscar la perfección
constantemente sabiendo que se escapará una y otra vez...
“La
creatividad no siempre comienza con inspiración: hay ocasiones
en las que surge... cuando todo lo demás falla! ¿Un
claro ejemplo de esto? La historia del Apolo 13...”.
Lo
que hemos de establecer hoy en día no es una nueva sociedad ni
una nueva religión o una nueva organización. Lo que hemos de
hacer es reconocer los contenidos de lo que ya habíamos tenido
desde nuestros tiempos antiguos y hacerlos valer en el presente.
Jóvenes capaces de hacer sacrificios son algo esencial hoy en día.
Necesitamos con mucha urgencia, gente llena de coraje que pueda
proclamar al mundo la Omnipresencia de la Divinidad. Se hace
necesario contar con jóvenes que puedan hacerle frente y
oponerse con valentía a las situaciones que surgen de la
injusticia, la rudeza y la crueldad. Se requiere gente joven que
no dependa tan sólo de beneficios mundanos y materiales, sino
que le de importancia suficiente a los aspectos éticos y
espirituales. Jóvenes que estén preparados para renunciar a la
imitación, para desechar las ideas egoístas y que se muestren
dispuestos a servir a la comunidad de manera desinteresada. Jóvenes
que puedan proclamar por experiencia propia la existencia del
Alma y comunicarla a los demás. Esto es lo más importante y
necesario.
El
hombre tiene en sí ciertos atributos específicos que deben ser
desarrollados y promovidos para que pueda elevarse a su estatura
plena. Si estos son ignorados o dejados sin cultivar, él existe
sólo al nivel animal. Sólo la disciplina puede hacerlo crecer
dentro de su auténtico linaje.
La
educación debe tener como fin agrandar el corazón y despertar
la inteligencia, las habilidades latentes del hombre, inspirándolo
para que, con serenidad reciba con agrado el trabajo físico.
Hoy en día existe conocimiento pero pocas veces lo acompaña el
carácter. La Sabiduría promueve la práctica, la
experiencia es el maestro, pero a él no se le ve para nada. La
enseñanza termina con la escuela, pero el aprendizaje sólo
termina con la vida. La Sabiduría no significa simplemente
asistir a la Universidad, el estudio de algunos libros o el
dominio de algunas materias. La meta de la educación es enseñar
a vivir no sólo para comer sino para un ideal. La
personalidad humana debe florecer en entusiasmo por el trabajo,
en impaciencia por elevar a la sociedad al nivel más alto. Sin
carácter, el hombre se vuelve el juguete de todo capricho
pasajero, la cometa cuyo hilo se ha roto, o una moneda falsa,
que nadie puede usar.
Sólo la disciplina espiritual lo puede equipar a uno con los
instrumentos y autoridad necesarios para manifestar la genuina
excelencia humana e instruir a los demás para que hagan lo
mismo. La educación actual es únicamente materialista.
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