Crónicas Prusianas, I
Es la hora...
Por
Valentín Krick
A mi hija Lola
A Mer
A Claudia
Es
la hora, yo confieso
y confieso a mi manera
al oído del que escucha
la verdad de mis miserias...
MARI TRINI
PRÓLOGO
– DEDICATORIA
La persona narrativa
(por Valentín Krick)
A Cecilia
Monllor, en primera persona.
A Isa, para
ayudarla con el rompecabezas.
Líbreme
el Cielo de querer iniciar mi primera narración larga (o novela corta) con una
lección de narrativa. Pero sí quiero formular unas primeras hipótesis para
ayudar a entender mi trabajo.
Una
narración es en mi mente como la propia mente, un rompecabezas. Nuestra
personalidad se compone de rasgos, gestos, hábitos y reflejos, que a su vez son
el producto de miles de retazos de recuerdos, que condicionan el proceso con el
que nuestras neuronas reaccionan ante un determinado estímulo sensorial o,
mejor aún, sentimental, del sentimiento.
Esos
fragmentos de recuerdo, a su vez, se componen de las huellas de ciertas personas
con las que nos hemos ido comunicando a lo largo de la vida, cara a cara, con
la voz, con la palabra escrita, con las artes plásticas o con la música.
La
persona narrativa, el narrador, el yo de la narración, la primera persona, no
coincide nunca con el que empuña la pluma o ataca el teclado. Quien narra, este
Valentín que se dirige ahora a sus lectores, no es ni podría ser nunca una
persona única y real, sino el resultado de un complejo rompecabezas, cuyas
piezas últimas, primitivas, son las personas que han inspirado estos recuerdos,
fantasías y personajes.
A
todas esas personas, las que conmigo han escrito estas líneas, va dirigida, y
dedicada, esta narración.
V. K.
Val Miñor, Galicia, 31 de agosto / 1º de septiembre
de 2001
PREFACIO
PASCUA
2001 - Barcelona.
Valentín
se quedó paralizado delante de la pantalla del buzón de entrada de su correo
electrónico. Volvió a leer la última frase:
“Albert
insistió en hacerse la prueba de paternidad... y salió negativo. Y eso ha
precipitado nuestra separación. Pienso en ti,
Chloe”
Valentín
buscó en su cartera la foto de Carmen, una niña rubita, alegre, de ojos
oscuros, que era alemana, pero a quien su madre siempre le hablaba en español,
la miró durante un rato y empezó a recordar...
Capítulo
1º
Die Mauer muss weg (abajo el muro)
OTOÑO
1989 – Berlín
A
la vista de los papeles, Chloe era sin duda la mejor candidata. Valentín
trabajaba en un proyecto del Banco Europeo de Inversiones (BEI) en Berlín que
requería una revisión de los libros del Registro de la Propiedad de toda la
ciudad. Los de la parte occidental de la ciudad dividida se habían revisado sin
problemas, pero las dificultades estaban en Berlín Este, y más concretamente en
el Distrito de Pankow. Las negociaciones del Banco con la República Democrática
Alemana (RDA) habían concluido con la decisión de enviar a un consultor en una
misión de seis meses, pero con la condición de que debía residir y trabajar en
la parte oriental de la ciudad, lo que la propaganda del Partido Único
designaba como la Capital de la RDA (las autoridades no veían con buenos ojos
que el consultor que acometiera el trabajo fuera un alemán occidental, ni que,
no siéndolo, trabajara desde Berlín Occidental). Con este cometido llegó
Valentín al aeropuerto de Tegel (en Berlín Oeste) a finales de agosto de 1989.
Desde entonces, sus intentos de reunirse con algún miembro del Politburó
habían resultado accidentados. Al llegar le prometieron una entrevista con Eric
Honecker, Secretario General del Partido Socialista Unificado de Alemania y
Presidente de la República Democrática Alemana (RDA), pero al poco tiempo le
hacían saber que estaba enfermo. Günter Mittag, el número dos del régimen,
tenía una agenda complicada. Mittag era el responsable de economía en el Comité
Central y la semana siguiente tenía lugar la Feria de Leipzig, escaparate de la
Industria de la República, por donde estaba obligada a pasar cualquier empresa
que quisiera hacer negocios en el país.
Por eso había
optado por citarse esa tarde, a las cinco, en el Kaffeehaus am Checkpoint
Charlie, con la última candidata que le quedaba por entrevistar para cubrir
el único puesto que su contrato le permitía financiar con cargo al programa, y
que habría de ser su Personal Assistant, ayudante, secretaria,
colaboradora y guía, durante los seis meses que duraría su estancia en Berlín. Era la única de
las diez que habían respondido al anuncio que, aparte de hablar español,
inglés, portugués y alemán con soltura, era berlinesa por los cuatro costados,
aunque había nacido en Belo Horizonte, Brasil, y había vivido allí hasta los 12
años.
VALENTÍN
Después
de repasar el currículum de Chloe, empecé a recordar mis años de Punta del
Este. Mi padre se había hecho amigo durante sus años en París de un pintor
uruguayo, Clodoveo Pittaluga, que tuvo la feliz idea, cuando volvía a su
tierra, de ofrecerle su casa para unas vacaciones. Al invierno siguiente, ya de
vuelta en Barcelona, en el 61, cuando yo tenía sólo ocho años, después de una
exposición que tuvo un cierto éxito, y que además coincidió con la publicación
del primer libro de versos de mi madre, hizo sus cuentas y decidió que teníamos
dinero suficiente para hacer el viaje. Embarcamos en otoño en el Augustus, un
enorme trasatlántico italiano, toda la familia. Mi hermano José, encantado del
viaje y sobre todo de no tener que volver al colegio después de las vacaciones
de verano; Penélope, la pequeña, miraba con los ojos abiertos cada detalle del
barco. Y yo, callado, triste, taciturno, pensaba en que realmente no dejaba
tantas cosas en Barcelona.
Porque
los viajes con mi padre eran así... Sabías cuando salías pero nunca cuando ibas
a volver. La bohemia era en él consustancial, no una actitud o una pose como
en tantos otros. Él disfrutaba siendo imprevisible y nos arrastraba a mi madre
y a los tres, que habíamos aprendido a vivir al día sin preocuparnos de lo que
nos esperaba al día siguiente. Al cabo de tres meses en casa de los Pittaluga,
en Punta Ballena, mi padre se decidió a alquilar un pequeño apartamento en
Punta del Este, desde donde seguía visitando a Clodoveo casi cada día. El
uruguayo le había cedido un viejo galpón junto a las rocas, donde había montado
su estudio.
Durante
los cinco años que pasamos en Punta del Este, de vez en cuando hacíamos
excursiones siguiendo la costa atlántica hacia el norte. Al principio
visitábamos los viejos fuertes españoles de Santa Teresa y San Miguel, pero
cada vez llegábamos más lejos. Recuerdo la primera vez que llegamos a la
frontera de Chuy. La fascinación que me produjeron aquellas gentes del norte,
que hablaban una lengua cantarina y melodiosa, familiar y distinta, dulce y
extraña, como esos otros brasileiros que llegaban en verano, que venían
de ciudades con nombres fascinantes: Porto Alegre, Florianópolis, Belo
Horizonte...
Me
acordé de Montse mientras me acercaba con mi coche al Checkpoint Charlie. Había
hablado con ella esa mañana, e insistía en no venirse a Berlín. La verdad es
que no terminaba de entenderlo. Gracias a la ayuda de mi compañero de carrera
Rafa, que estaba de Consejero Comercial en la Embajada, el Dienstleistungsamt
für Ausländische Vertretungen (Oficina de Servicios para Representaciones
Extranjeras, que en realidad era un reducto de la Staatssicherheit, o Stasi, Seguridad
del Estado, la KGB alemana), me había proporcionado una casa estupenda en el
mismo Pankow, a apenas cinco minutos del registro, junto al bosque de
Schönholz, pero Montse no se decidía a dejar su trabajo en Barcelona. “Seis
meses no es nada, vete tú solo”. La verdad es que, en doce años de matrimonio,
nunca habíamos estado separados tanto tiempo. Y a mí me atraía la posibilidad
de tener unos meses de libertad.
La
historia de mi aventura con Marina había sido para mí como un respiro, me había
hecho rejuvenecer y recordar sensaciones que ya se me estaban olvidando, como
sentir latir el corazón más fuerte al coger su mano por primera vez y ver que
respondía a mi caricia, pero al final Montse se había enterado por casualidad y
desde entonces ya no quiso hablar más de acompañarme a Berlín. Después de
tantos años sin tener hijos, habíamos empezado a pensar en adoptar uno, pero yo
no acababa de sentirme con madurez suficiente para ser padre. Para Montse,
descubrir lo de Marina fue difícil de asimilar y me había dicho: “Durante estos
seis meses, tú haz tu vida y yo haré la mía... y a la vuelta hablaremos, pero
no creo que quiera seguir viviendo contigo”. Yo soy muy cabezota y tenía que
insistir en que se viniera, aunque en el fondo agradecía esas vacaciones de la
vida de pareja. Yo tenía 36 años y Montse 39 y, desde los 24 años, cuando nos
casamos, no había estado nunca más de
un mes separado de ella.
Mientras
el VoPo (Volkspolizist, de la Policía Popular de la RDA) de la garita
del Checkpoint me pedía el Ausweis, (mi identificación como
extranjero residente) empezaba ya a notar ese especial cosquilleo que sentía
cada vez que cruzaba los límites del muro. La sobriedad, el orden, la sordidez
del paisaje del “socialismo real” de Berlín Este, iba a dejar paso una vez más
a la luz, al tráfico, a los escaparates, a los garitos de jazz, a los barrios
turcos, al bullicio, teutónico y contenido pero un tanto ácrata, de Westberlin,
una isla al revés, en la que el mar del savoir vivre y del laissez
faire se veía rodeado por todas partes del páramo de la economía
planificada.
Chloe
tenía entonces 34 años, los ojos vivos y la mirada profunda, el pelo rubio y
rizado, la sonrisa siempre encendida y hablaba con una voz dulce y lánguida.
Sin venir a cuento, y una vez quedó claro que el trabajo era suyo, empecé a
hablarle de mi estado de ánimo. Era un trabajo duro y poco agradecido el que
nos esperaba. Las autoridades intentaban facilitarme el acceso a los libros,
pero sin entusiasmo. Lo que preocupaba entonces era otra cosa: La revuelta, la
protesta de los ciudadanos que, hartos de ver por televisión cómo era la vida
al otro lado del muro, querían abandonar la República, la rebelión de las
bases, el desmoronamiento del “socialismo real” en los países de alrededor, la Glasnost y la Perestroika en la Unión Soviética de Gorbachov. Todo el aparato
del Estado amenazaba con venirse abajo. Después de años amordazados, los
alemanes del Este empezaban, con timidez al principio, a hablar libremente, en
voz alta, perdiendo poco a poco el temor a la Stasi, que había mantenido
durante cuarenta años un férreo control sobre las mentes de todos los
ciudadanos.
“Pero
yo personalmente, Chloe, estoy atravesando un momento muy complicado de mi vida
y, aunque me siento capacitado para el trabajo que tenemos que hacer, no confío
en mis fuerzas. Voy a necesitar mucho apoyo por tu parte”. Ella me contó que
vivía en pareja desde hacía diez años con el padre de sus dos hijos, Albert, un
hombre optimista, sonriente y sumiso, enamorado locamente de Chloe y dispuesto
a todo con tal de hacerla feliz.
Cansado
de deambular por las oscuras calles de Berlín Este, de visitar los bares de los
hoteles, de tomar mojitos o margaritas con los camareros y músicos cubanos del
Hotel Metropol, de cruzar a Berlín Occidental para sentarme en las terrazas de
la Ku’Damm, de la Hardenbergstrasse en Charlottenburg, de tomar
copas en los garitos de la Potsdamerstrasse, de tomar el té por la tarde
en el Café Einstein de la Kurfürstenstrasse, yo no conocía todavía,
aunque siempre me había atraído, el barrio más joven, donde se concentraba la
movida berlinesa de esos años, Kreuzberg.
“Bueno,
entonces empezamos mañana. Si quieres te acerco a tu casa, ¿dónde vives,
Chloe?” – “En Kreuzberg”. Chloe me miró profundamente
a los ojos, hasta el punto en que me pareció ver chispas en el fondo de su
retina...
CHLOE
"No
sé que tiene este hombre, pero me resulta atractivo, despierta mi
curiosidad..." pensé y, sin darle más vueltas le dije: "¿Conoces el
barrio? Si no tienes prisa, podemos dar un paseo por allí y tomamos algo".
Albert se había quedado en casa con los niños, pero me había pedido que
estuviera de vuelta antes de las siete y media, porque tenía una entrevista
importante a las ocho, por algo de su negocio. Eran las seis y media y no me
quedaba mucho tiempo, pero pensé que merecía la pena aprovechar un rato más. El
trabajo parecía interesante y Valentín, con esa boca grande y esos ojos
oscuros, había empezado a adoptar otro tono. Yo pasaba por una fase de cansancio
en mi pareja. Sí, Albert era bueno, adoraba a los niños, pero podía ser tan
aburrido....
PRIMAVERA
2001 - Berlín.
CHLOE
Traté
de imaginarme la cara que pondría Valentín al leer el final de mi mensaje, al
mismo tiempo que pinchaba en el botón de enviar... No me podía creer que
se lo hubiera contado...
Me
seguía pareciendo increíble lo que nos estaba pasando, tantos años acostumbrada
a un Albert que aceptaba todo lo que yo dijera sin discusión, pensando que
seguía con él un poco casi por costumbre y de repente ahora, ese alejamiento
suyo, esas dudas, esa insistencia en hacer las pruebas. Me parece mentira, pero
me resisto a aceptar que hayamos terminado como pareja. Todos estos años, todo
lo que hemos vivido, nuestros hijos, nuestros tres hijos, porque nuestros han
sido los tres por igual. No entiendo qué necesidad tenía Albert de saberlo.
Sólo puedo pensar que buscaba un pretexto para acabar con nuestra relación. Si
hablara claro... pero no, él no es así... seguirá callado y un buen día cogerá
sus cosas y se irá sin más...
Valentín
contestó antes de que hubiera pasado media hora:
Querida Chloe:
Siento lo que me cuentas, sobre todo si te está
afectando tanto. De todas formas,
te puedes imaginar que, aunque en el fondo algo me temía, no
esperaba esta noticia
así y ahora, por lo que me ha dejado un poco conmocionado,
entiéndeme.
Por supuesto que la distancia complica la comunicación y
sería más fácil si
pudiéramos hablar cara a cara. A falta de eso, me puedes
contar todo y hacer
las preguntas que quieras. Tampoco mi relación con Montse es
perfecta ni mucho
menos, pero claro, en tu caso las circunstancias lo
complican todo. Mañana tengo un
viaje a Madrid y ando un poco de cabeza, pero te prometo que
quiero mantener
la comunicación contigo.
De momento, así a bote pronto, es todo lo que
te puedo decir, aparte de darte ánimos.
Sé que eres fuerte y confío en que salgas bien de esta. En
cuanto a mí, en lo que
me afecta, estoy todavía intentando asimilar tus noticias y
me cuesta. Hay un cierto
reflejo egoísta de pensar en evitar que esto me complique la
vida, espero que lo
entiendas y si es posible me ayudes a ello, aunque tampoco
quiero desentenderme
del problema y creo que si hubiera que asumir
responsabilidades no sería justo que
dejara de hacerlo. Pero dame tiempo, por favor.
Un beso,
V.
Claro
que lo habíamos sospechado siempre, pero desde el principio, preferimos
olvidarnos de esa posibilidad. Yo casi he llegado a creerme que Carmen era hija
de Albert. De todas formas a Valentín se le notaba que le había impresionado la
noticia. La posibilidad, bastante cierta, de encontrarse de repente con una
hija de nueve años le agobiaba, pero parecía que también le hacía ilusión. El
problema, claro, era Montse. Yo sentí un enorme alivio al poner las cartas
sobre la mesa. Nunca habíamos perdido del todo el contacto, pero hasta ahora
siempre le había notado distante, hablando del tiempo y de los tomates. Me
pedía tiempo para reaccionar. Será por tiempo, pensé... Yo llevo nueve años
esperando este momento.


Capítulo
2º
Wir
bleiben hier (Nos
quedamos aquí)
(Leipzig,
otoño 1989)
“Viajero que regresas a
esa ciudad del norte...”
Joaquín
Sabina
Valentín puso la cinta de “El hombre del traje gris” en el
cassette de la vieja furgoneta Mercedes-Benz 300D, mientras viajaba junto a
Chloe, que se ponía a 150 en la autopista. “Te recuerdo que en la RDA nunca se
puede pasar de 100, ni siquiera en las autopistas”, cansado, por tercera vez
Valentín insistía – “La RDA se viene abajo, esto es la juerga, Wir wollen
raus, nos vamos, hala, a Praga, a Viena, y de allí a Francfort o a Colonia.
La DDR (Deutsche Demokratische Republik) está tocada de muerte, a ver el
VoPo que se atreve a pararme con matrícula de extranjero residente.
La Feria de Otoño de Leipzig empezaba al día
siguiente. Chloe había localizado a un matrimonio joven de Leipzig que, por
300DM, les cedía su céntrico piso por los 5 días que duraba la feria. 300DM
equivalían, en el mercado negro, en “marquitos” de la RDA, a lo que ganaban
juntos en tres meses, siendo los dos universitarios. Él médico y ella profesora
de Alemán, Francés y Español. Llegaron al piso, donde les esperaba Christel con
las llaves. Les pidió que cuidaran la casa y les deseó toda la suerte del mundo
en la feria. Valentín tenía la esperanza de encontrarse allí con Günter Mittag (el
responsable económico en el Comité Central y número uno del régimen en
funciones, por la enfermedad de Honecker), que tenía que firmarle una
autorización para poder investigar en algunos archivos. Le habían dicho que
estaría en Leipzig durante la Feria y pensó que era una buena ocasión para
visitar esa ciudad, donde habían vivido personajes como Bach, Lutero o Goethe y
donde además, cada lunes, desde hacía varios meses, se celebraban las
manifestaciones de protesta de la gente que esperaba el permiso para abandonar
el país: “Wir wollen Raus” (Queremos irnos) era el grito de guerra del
grupito que se reunía alrededor de la Thomaskirche, la misma iglesia en
la que J.S. Bach había ejercido como Kapellmeister durante tantos años.
La cantidad de gente que asistía a las manifestaciones no había dejado de
aumentar en las últimas semanas. Desde unos cientos de personas que se reunían
al principio, a finales de la primavera, algunos periódicos (occidentales,
claro) hablaban ya de 4 ó 5.000 personas. Durante el verano que moría sin
remedio (meteorológicamente, el otoño alemán empieza en realidad a primeros de
septiembre) había habido una pausa en las manifestaciones, pero se esperaba que
se reanudaran con motivo de la Feria, y del escaparate que esta supone, sobre todo
para los alemanes del oeste, a los que tanto envidiaban los orientales.
“Date prisa, Chloe, tenemos el tiempo justo
para llegar al concierto”, Valentín no se quería perder el concierto de
inauguración. Como en cada edición de la Feria, Kurt Masur dirigía esa tarde a
la Gewandhausorchester (literalmente, la orquesta de la casa de los
tejidos) en el concierto inaugural de la Feria. “Tú sabes lo que nos ha costado
conseguir estas entradas y no quiero llegar tarde”. La orquesta, fundada en
1743, celebró sus conciertos desde 1781 hasta 1884 en el mismo edificio que
durante la feria reunía a los comerciantes de tejidos, de donde procede su
nombre. “En seguida estoy”, Chloe salía de la ducha, se arreglaba rápidamente y
pensaba en lo que había sido su primera semana de trabajo con Valentín. Desde
aquella tarde en que habían estado paseando, bebiendo cervezas y visitando los
sitios más escondidos de Kreuzberg, sólo se habían visto en el trabajo... En
los cinco días que estarían en Leipzig, pasarían casi todo el día juntos.
También dormirían bajo el mismo techo... Había sido un detalle por parte de
Valentín cederle la habitación principal. La casa era sencilla y sin
pretensiones. El barrio céntrico, pero aséptico, como casi todo en esa otra
Alemania, que Chloe apenas conocía, pero que siempre había despertado su
curiosidad.
VALENTÍN
Al
verla salir recién duchada y con el vestido de raso negro, no pude evitar el
comentario: “Estás estupenda, Chloe”. Ella sonrió entre dientes, miró el reloj
y me ofreció su brazo. “Déjate de tonterías... ¿No teníamos tanta prisa?”.
Me
impresionó el ambiente y todo el montaje del concierto. La plana mayor del
Partido y del Gobierno presidía desde el Palco de Honor. Las delegaciones
extranjeras llenaban el patio de butacas. La entrada de Kurt Masur fue saludada
con una ovación cerrada. La acústica de la sala era impecable. Los acordes de
la 6ª sinfonía de Mahler llenaron el aire... miré a Chloe a mi lado. Sin perder
la sonrisa, había cerrrado los ojos para escuchar mejor la música y no distraerse
con la gente.
Me seguía sorprendiendo esa naturalidad, esa
espontaneidad con la que hacía todo, esa sonrisa tranquila, nada agresiva, los
ojos juguetones, la voz pausada, el tono de complicidad que daba a sus
palabras. A veces parecía infantil, ingenua, pero tenía una agilidad
sorprendente para captar los matices de las cosas. No había tardado ni dos días
en entender en qué consistía mi investigación y ponerse en marcha. A veces
tomaba iniciativas sin consultarme. Al principio intenté frenarla, pero no era
capaz de entenderlo: “¿Es que no era eso lo lógico, lo que había que hacer?”
Acabé por renunciar a hacerle entender que debía consultarme. La verdad es que
casi siempre acababa por tener razón.
Al salir del concierto, nos dirigíamos a la recepción
inaugural que ofrecía el Ministro de Comercio en el Hotel Stadt Leipzig. Mi
amigo Rafa nos había hecho llegar invitaciones. Chloe estaba encantadora,
simpática, radiante. El concierto le había levantado el ánimo. “Verás como
mañana conseguimos la autorización”, dijo, con esa seguridad que conseguía
contagiarme. Teníamos un poco de tiempo y yo le propuse acercarnos a ver la Thomaskirche, que no quedaba lejos.
Según salíamos del callejón a la placita que hay frente a la iglesia, se empezó
a escuchar un rumor de voces, no estridente sino contenido, y a la vez firme y
contundente... Sólo en ese momentro caí en la cuenta de qu era lunes. Una
multitud llenaba ya la plaza cuando llegamos. In crescendo, las voces se
fueron uniendo en un casi unánime “Wir wollen raus” (queremos irnos). La
policía se mantenía vigilante pero un tanto apartada. Las gabardinas con el
bulto del walkie-talkie de los miembros de la Stasi se
infiltraban entre la multitud. Al cabo de unos minutos, cuando disminuía la
intensidad de los gritos, primero una voz, luego dos o tres, cambiaron la
consigna: “Wir bleiben hier” (nos quedamos aquí), empezaron poco a poco,
pero cada vez eran más. Al cabo de dos minutos, eran ya más las voces que
gritaban esta última consigna, consiguiendo enmudecer a los que querían irse.
La revolución había empezado.
Como pudimos, nos escabullimos hacia el hotel,
impresionados por lo que suponía ese cambio radical de consignas de los
manifestantes. Había venido a la feria un ministro español, que, sin darse
cuenta de que el país se derrumbaba, se había empeñado en entrevistarse con
medio gobierno de la RDA. El grupo de españoles era grande porque el ministro
se había traído a una delegación de treinta empresarios. Rafa se empeñó en que
al salir de la recepción teníamos que ir a la discoteca del Hotel Astoria, que era en el que se alojaban
los huéspedes de honor del gobierno. No pudimos contener la risa al ver la cara
despistada del ministro cuando entraba en la discoteca y se le acercó a ligar
con él una de las muchas jovencitas que esperaban todo el año la feria para
introducirse en los hoteles e intentar ligar con un extranjero para conseguir
en una noche las divisas que les darían acceso a tantas cosas que no podían
comprar con la moneda local, perfumes, ropa, tabaco, bebidas, prácticamente
todo lo que fuera importado. Mientras los demás conteníamos la
risa, Chloe reaccionó estupendamente, miró con odio los ojos de la jovencita
hasta conseguir que ésta se disculpara con ella, incluso antes de que le
llamara Herr Minister.
Chloe, alegre, animada, dicharachera, no paró
de beber en toda la noche, incluso durante la media hora larga que el ministro
estuvo hablando con ella después del incidente. Hacia las tres de la mañana,
empezó a marearse y tuvimos que despedirnos de una manera algo precipitada. El
piso no estaba lejos, pero por el camino tuve que rodearla con el brazo y
sujetar con fuerza y aún así, varias veces estuvo a punto de caerse. A duras
penas llegamos a la casa, sin ascensor, y subimos los dos pisos. “Perdóname,
Valentín, de verdad que nunca me había pasado una cosa así”, al atravesar la
puerta del piso ya estaba llorando. “Pero no seas boba, mujer, eso le pasa a
cualquiera”, intenté secarle las lágrimas con un pañuelo y mientras lo hacía,
empezó a acariciarme, “qué bueno eres conmigo, qué comprensivo”, con esos ojos
tiernos, entre melancólicos y alegres, mirándome desconsolados, no pude
resistir la tentación de besarle suavemente los labios. En ese momento noté en
ella como un espasmo, la vi salir corriendo por el pasillo, tropezar con la
puerta del cuarto de baño y entrar a vomitar todo el alcohol que se le había
juntado en el estómago.
A la mañana siguiente, a las diez, nos despertó el sonido
del teléfono. Era la Jefa de Gabinete del Ministro. El Ministro quería hacer
llegar un recado a Chloe. Acababa de reunirse con Günter Mittag, que nos
recibiría esa misma tarde.
Capítulo
3º
Wir
sind das Volk (Nosotros somos el Pueblo)
(Berlín, noviembre 1989)
Apartheid is Nazism
Alpha Blondy
VALENTÍN
“This Apartheid system is Nazism…”, sonaba la
canción del rasta africano Alpha Blondy, mientras conducía
calmado por la autopista de regreso hacia el norte. Inevitablemente, a los
acordes del inicio de la canción empecé a acordarme de África. El primer
encuentro con la “negritud”, los dos accidentados años con Montse en Harare. Y
luego mis viajes por el África Occidental, donde siempre te recibía la sonrisa
de un niño, o de una niña, o no tan niña, con el inevitable “Toubagou,
cadeau” (blanco, regalo) que era la constante de las zonas más escondidas
de la brousse (la maleza, la selva, lo salvaje) del África Ecuatorial
que hasta los años 60 había sido francesa. O aquella excursión a Lesotho (“Un
Reino en los Cielos”, según su eslogan turístico más acertado), cruzando
inevitablemente la Sudáfrica del apartheid.
Me acordé del accidente de coche, a la vuelta de nuestras
primeras vacaciones en España, cuando nuestro coche fue a parar al río Zambeze
y tuve que luchar contra la corriente para sacar a Montse del río. La
interminable espera al borde de la carretera, sin dejar de gritar a Montse,
desangrándose a la orilla del río, para mantenerla en contacto con la vida...
hasta que aquellos shona con el jeep nos quisieron recoger y nos
llevaron al puesto médico, milagrosamente cercano... y el traslado en
helicóptero a Harare, con Montse agonizando. Y aquel médico indio, de mirada
profunda, a quien me costó tanto convencer de que aún había esperanza, para que
se decidiese a abrir e intentar cortar la hemorragia del bazo reventado...
Me acordé de mi regreso a África, después de un mes de
hospitalización en Barcelona, por culpa de la fractura de mis cervicales, de la
que no me dí cuenta hasta que vi entrar a Montse por la puerta del quirófano. A
mí me evacuaron a Barcelona al día siguiente, para aprovechar el vuelo semanal
directo, mientras ella, sin yo saberlo, entraba en coma. Montse recuperó la
conciencia a los dos días y consiguió salir milagrosamente de la sala de
reanimación sólo tres días después del accidente. Aparte de perder el bazo, el
diafragma se le había desgarrado, dejando que las vísceras subieran al tórax,
oprimiéndole los pulmones, que se le inundaron de sangre; la clavícula se había
roto también igual que varias costillas e incluso, al llegar a Barcelona
quejándose de dificultades para ponerse de pie, le descubrieron una fractura
limpia en la pelvis, que le obligó a guardar reposo durante dos meses. El
médico reconoció que se decidierona a abrir, en vista de mi ¡nsistencia, al
comprobar que no acababa de morirse, cosa que parecía inminente cuando la
ingresaron. Recuerdo mis esfuerzos por localizar a alguien de la Embajada, a
las tres de la madrugada, al mismo tiempo que seguía hablando con ella, para
mantener ese hilo de vida que le quedaba... y seguir hablándole, acariciándola,
diciéndole que la quería, sabinedo con certeza que era su única esperanza, lo
único que la mantenía unida a este mundo... y no hacer caso a los médicos y a
las enfermeras que insitían en que saliera del área de reanimación, para poder
mantenerla viva, incluso cuando ya la preparaban para entrar en quirófano... y
acompañar su camilla a la puerta del quirófano y despedirme de ella con un beso
y un hastaluego, que tendría que dejar en suspenso hasta ocho días más tarde,
al reunirse ella conmigo en la clínica de Barcelona.
Montse quedó convaleciente en casa de sus padres, en el
Ampurdán, una vez que nos dieron de alta en la clínica. Yo, con mi incómodo
collarín cervical, aún ingresado, empecé a salir, con la connivencia de médicos
y enfermeras, una semana después de que trajeran a Montse. Había vuelto a
nacer, tenía un trabajo magnífico por delante... África, un continente entero
por conocer, como asesor económico de la ofcina regional del Banco Mundial para
el África Austral en Harare, un puesto magnífico, un sueldo fantástico, y la
posibilidad de viajar por todo el continente, visitando proyectos del Banco.
Salir vivos del accidente fue lo que despertó en los dos la atracción del
continente negro. Esos niños con la eterna sonrisa, hasta pasando hambre. Esos
cuerpos esbeltos y a la vez curvilíneos de las africanas, esa elegancia en el
vestir, que les enseñaba, de un modo natural y espontáneo, a doblar un trozo de
tela barata con el arte de un modisto de alta costura...
Cuando llegué al Victoria Falls Hotel, me recibió
José Luis Morales, el Director del establecimiento, un sevillano cuarentón y
dicharachero, que estaba casdo con Paula, una franco-española, hija de
marsellés y andaluza, criada en Marsella y recriada en Dakar. Me había
reservado una de las habitaciones con vista a las cataratas, en la que, en
verano, si te asomabas a la terraza por la mañana temprano, según soplara el
viento, te llegaba la humedad del spray, el agua pulverizada que
salpicaba desde el río al caer desde una altura impresionante.
Yo visitaba el hotel por primera vez y a José Luis sólo le
conocía de hablar por teléfono. Me cambié de ropa, después de un baño
relajante, en una de esas grandes bañeras inconfundiblemente británicas, en las
que Zimbabwe revelaba las huellas de su pasado próximo y rhodesiano. Bajé al
salón, donde distinguí a la que evidentemente tenía que ser Paula, hablando con
una mujer de rasgos asiáticos, que sospeché sería la mujer de Lutz Baumann, el
representante adjunto del Banco Africano de Desarrollo en la Oficina Regional
para el África Austral, en Harare. La oriental, vietnamita por más señas,
hablba francés con una afectación que, al cabo, reveló su procedencia de la
burguesía más tradiucional y europeizada de Saigón, de los tiempos en que era
capital de la Indochina francesa.
(...)
A la vuelta de Leipzig, Valentín y Chloe pasan cada vez más
horas juntos... El trabajo resulta cada vez más difícil en el ambiente de
desbarajuste total en el que poco a poco se va sumiendo el país. El resto de
septiembre fue el mes en que se fundaron los movimientos ciudadanos que darían
cuerpo a la revolución que se ponía en marcha poco a poco: el Neues Forum (Nuevo
Foro), Demokratie Jetzt (Democracia ahora). Durante el mes de octubre
aumentan inexorablemente los números cuando se habla de las manifestaciones de
los lunes en Leipzig. La visita de Gorbachov para el 40 aniversario de la RDA
no hace sino animar a los que quieren que las cosas cambien. La crisis de las
embajadas estalla cuando ciudadanos alemanes del Este asaltan la Embajada de la
República Federal en Praga. El 18 de octubre cae Honecker y sus más íntimos
colaboradores. El 24 es sustituido por Egon Krenz. Ese mismo día ya hay 300.000
manifestantes en Leipzig.
Próximos capítulos
Avance: Encuentro de
Valentin y Chloe diez años después (manuscrito)
La carta de Valentín a Carmen Pamina
Die
Mauer ist weg (Abre la muralla) Nochevieja 1989-90,
Berlin y Barcelona

