Reencuentro en el Vórtice
por Alys Avalos

 

Capítulo 13


La Alondra y el Ruiseñor

 

Digamos que el material de este capitulo se podria clasificar como un lemon, aunque mas liviano, así que espero no les ofenda, ya que esta bella historia lo requiere. No es muy recomendable la lectura para menores de 16 años, eso es para que no se vayan a ofender. Ahora los dejo disfrutando del fic. 




Candy se sentó en la cama rozando sus labios con la carta que había leído por la centésima vez aquella noche. Cerró sus ojos mientras sus sentimientos sitiaban su alma fatigada. Extrañamente, todos los temores, preocupaciones y resentimientos que la habían atormentado durante los días anteriores habían sido relegados a segundo término. Repentinamente, la única cosa que importaba para ella era la certeza de que Terrence estaba a punto de dejar París para enfrentar la muerte en el Frente Occidental . . .


Candy no podía evitar las siniestras imágenes y aterradores estruendos que invadían su mente mientras las lágrimas comenzaban a bañar su rostro.  Recordó su propia experiencia la noche en que muriera el Dr. Duvall, el sonido de las detonaciones, los gritos de los heridos y la angustiosa visión del cuerpo sangrante de Terri la noche en que había llegado al hospital.


La joven desdobló el papel una vez más y releyó las últimas líneas . . .


 

París está dividido por un río, el Sena, el cual ha sido la frontera natural entre dos diferentes áreas, los dos rostros de París. El mundo de los negocios y la vida nocturna está en la ribera derecha o “rive droite”, mientras que la ribera izquierda es tradicionalmente conocida como el Barrio Latino o “Quartier Latin”,  el hogar de la Sorbona, los artistas y los intelectuales. Estudiantes, soñadores, Chopin y Liszt, Baudelaire y Picasso son algunos de los personajes que han poblado la “rive gauche”, cada uno en su momento histórico correspondiente. Una perla en el corazón de esta versión parisina de la Academia Platónica, es el Palacio de Luxemburgo, bello y lujoso edificio rodeado de un enorme jardín que ha sido testigo de cuatro siglos de historia francesa.

El Jardín de Luxemburgo fue construido por María de Médicis al principio del siglo XVII. Es una enorme extensión de 224.500 metros cuadrados alrededor del palacio. Originalmente cubría un área todavía mayor, pero a través de los años ha sufrido un cierto número de amputaciones. A pesar de estos cambios, el jardín no ha disminuido su belleza. Luxemburgo fue abierto al público por primera vez por el Príncipe Gaston d’Orleans, durante el siglo XVIII. Aunque después de esa fecha han habido ciertos periodos en los cuales las puertas del jardín han sido cerradas a los visitantes regulares, éste es hoy en día y desde el siglo XIX, uno de los atractivos turísticos más importantes de la capital francesa, elegante parque de juegos para muchos niños, sitio de encuentro de los enamorados, usual paseo para los estudiantes universitarios y escenario de la más grande novela de Víctor Hugo.

A la derecha, el Boulevard Saint Michelle, al la izquierda la calle Guynemer, por detrás la calle Vaugirard y justo al frente la calle Auguste Compte. La Sorbona se encuentra a tan sólo una cuadra. Esa es la ubicación de ese sitio histórico ornamentado por la más grande fuente poligonal en la cual los pequeños visitantes tradicionalmente se divierten jugando con veleros de juguete. Hermosas veredas rodeadas de árboles y delicadas estatuas, callados y refrescantes rincones donde la gente puede sentarse sobre un barandal renacentista, o en una banca solitaria, o en el brocal de una fuente; eso y más es el Jardín de Luxemburgo.

Con cada paso que daba, los pliegues de su falda de piezas flotaban en una blanca ilusión de lino y organdí. Sostenido en parte por un moño de seda, su cabellos le cubría la espalda en espirales doradas que reflejaban la luz solar y, a veces, la escasa brisa veraniega hacia que un fugitivo rizo le rozara las mejillas. El nerviosismo de su cara podía ser visto fácilmente mientras sus irises verdes trataban de enfocar un punto aún borroso al final de la vereda que ella iba cruzando.

Candy estrujó su bolsa blanca con dedos aprehensivos al tiempo que su mente recordaba la conversación que había sostenido con Julienne la noche anterior, tratando de darse ánimos y sabiendo bien que con cada zancada estaba más cerca de la fuente central.

Como era un sábado en la mañana, el lugar estaba lleno de gente, especialmente madres y nanas con niños pequeños. Al tiempo que caminaba entre los niños que corrían por el jardín su corazón latía más fuertemente con un estruendo tal que ella pensó que podía ser escuchado en cada rincón del enorme jardín y hasta en las cámaras del Palacio. De repente, la joven se dio cuenta de que había llegado al lugar. Vio la gran fuente y se preguntó dónde exactamente podía estar él. Observó el increíble tamaño del monumento poligonal y la gran cantidad de gente que estaba sentada alrededor de ella. La muchacha probablemente tendría que caminar por varios cientos de metros antes de poder distinguir a Terrence entre el resto de los visitantes.

Sin embargo, una corazonada le hizo sentir que no debía moverse por un rato y solamente dejar que las voces en su alma le dijeran dónde estaba él. Se detuvo en silencio por unos cuantos segundos y luego empezó a caminar como si una fuerza interior la estuviera conduciendo hacia su destino. La joven no batalló mucho para encontrarlo. Ahí estaba él, de pie con su característica gallardía, anchos hombros que la hacían sentirse pequeña y el pie derecho dando ligeros golpecitos en el piso.


 

Los ojos masculinos se perdían en la superficie del agua, siguiendo el rastro de uno de aquellos veleritos de juguete que dejaba una estela rizada sobre el líquido cristalino. Cualquiera que hubiese visto a aquel joven vestido en el uniforme verde oscuro del ejército americano, parado impávidamente cerca de la fuente, hubiese pensado tal vez que se trataba de una estatua más en el parque. Así de calmado e impasible se veía. Nadie se habría imaginado entonces el terrible tumulto que se agitaba dentro de él.

Estaba nervioso en verdad ¡Por todos los cielos, vaya que estaba nervioso! Más inquieto que en una noche de estreno ¿Acudiría ella a la cita? ¿Qué si no iba? ¿Cómo iba él a continuar viviendo? Su pecho era un caldero hirviente e inconscientemente su cuerpo buscó un escape golpeando el pavimento con discretos movimientos de su pie. Si ella planeaba acudir a la cita ya se estaba retrasada . . .  pero tal vez ella había decidido no ir . . . La expectación era dolorosa.

Fue entonces que un dolor rápido y agudo le asestó el pecho por un segundo e inmediatamente después una fragancia de rosas invadió sus sentidos. Terri supo entonces que su corazón había presentido la presencia de Candy a sus espaldas. Aún temeroso de estarse mintiendo a sí mismo, se rehusó a darse la vuelta para ver si ella estaba realmente ahí.


El joven se volvió lentamente y cuando vio a la pequeña dama frente a él, sus ojos se perdieron en la albura de su silueta pero no pudo decir palabra. La joven se percató de la gran tensión que él llevaba a cuestas y lo animó con una sonrisa que obró milagros en el hombre.

Candy se rió alegremente y el sol salió para Terri. La pareja comenzó a caminar alrededor de la fuente con un paso aletargado.
 

¿Cuántos años han pasado desde la última vez que caminamos juntos de esta manera, Candy? – pensó Terri mientras ambos paseaban alrededor de las jardineras del palacio llenas de flores multicolores – Aquellos momentos que pasamos en el Zoológico Blue River . . . Aquellos días despreocupados están ya muy lejos . . . y aún así, tu sonrisa es todavía tan brillante como entonces, tan plena de luz y dulce frescura ¿Qué tienes Candice White, que siempre que estás a mi lado un poderoso torrente de energía me llena de pies a cabeza? Tú añades luz a mi pintura ensombrecida haciendo un hermoso claroscuro.


Continuaron caminando, charlando acerca de mil cosas sin importancia, y riéndose de el más simple de los detalles mientras sus pies los llevaban a lo largo de un sendero rodeado por una larga valla de árboles.


Continuaron su caminata hasta alcanzar la estatua de María de Médicis y decidieron tomar un descanso en una banca cercana.

Candy dudó por un segundo pero finalmente aceptó la galantería colocando su mano en el brazo del joven a pesar de los choques eléctricos que corrieron por sus músculos al primer contacto. Pronto, la pareja se encontraba caminando hacia el Portal Oriente con el propósito de tomar el Boulevard Saint Michelle.
 
 

El sol vespertino bañaba la “rive gauche” reflejando sus luces sobre los toldos rojiblancos de los restaurancillos y bares a lo largo del boulevard. En otros tiempos, verdaderas hordas de jóvenes, principalmente estudiantes, hubiesen estado plagando aquellos lugares para tomar un ligero bocadillo durante el día. Pero aquel verano mucho de esos estudiantes habían abandonado París para engrosar las filas en el Frente Occidental. Así que, los restaurantes que alguna vez fueron prósperos estaban prácticamente vacíos y los empleados languidecían de aburrimiento.

Terri llevó a Candy a uno de esos pequeños “bistros” a lo largo del boulevard Saint Michelle, con sillas pintadas en vivos colores y manteles impecablemente blancos. Las mesas estaban dispuestas afuera y adentro del establecimiento, en cada una había un vaso de cristal azul con una rosa roja para adornar la atmósfera y en el interior del lugar un joven tocaba un viejo piano de vez en cuando, para amenizar la comida. La joven pareja escogió una mesa dentro del restaurante  y a pesar de las bromas de Candy sobre su apetito, la muchacha solamente ordenó un platillo muy ligero.

Terri reclinaba su cara sobre su mano izquierda, apoyándose en el codo y con la otra jugueteaba perezosamente con el tenedor, demasiado ocupado en contemplar a la joven en frente de él como para poner atención  a la comida en su plato. La chica, totalmente consciente del escrutinio del joven sobre ella, trataba de concentrarse en su plato comiendo a un paso regular con los ojos totalmente absortos en la ensalada como si se tratara de la cosa más fascinante en el mundo entero. Más tarde, cuando finalmente ella se atrevió a levantar los ojos, se encontró con un par de linternas azules que la enfocaban con una luz insistente.

El silencio reinó por un breve instante, ni el hombre ni la mujer abrieron sus labios para hablar, mientras el músico en la esquina terminaba su canción. El joven artista tomó el vaso de vino que el dueño del “bistro” le había hecho llegar como de costumbre, y se dispuso a descansar por un rato. Otro joven sentado a la mesa próxima a la de Candy y Terri, se puso de pie repentinamente y se aproximó al pianista. Ambos hombres parecían conocerse muy bien y conversaban animadamente y con gran familiaridad. En otra esquina del “bistro”, una pareja de mediana edad tomaba el almuerzo y unos cuantos metros más a la izquierda, un hombre en uniforme bebía una cerveza con lentos sorbos. Los meseros charlaban entre sí tratando de matar el aburrimiento a fuerza de compartir anécdotas y cuentos graciosos. Fue entonces cuando el pianista se puso de pie y se dirigió a los parroquianos.


El joven pianista se sentó en frente del instrumento y con hábiles dedos empezó a acariciar las teclas de marfil. De las cuerdas del viejo piano se escapó entonces una cascada de notas melancólicas que invadieron el cuarto alcanzando el oído de Candy. La dulce y triste línea melódica de la canción la hizo concentrar su atención en la letra, pero a pesar del año que había vivido en Francia, su oído aún no estaba lo suficientemente bien entrenado como para entender las palabras en la canción.

Candy escuchaba las palabras de Terri mientras su corazón se detenía por un segundo. Parecía que cada línea del poema había sido escrita para describir sus propios sentimientos, con las palabras precisas que ella no podía articular. Las últimas notas murieron en el piano y Terri también se quedó callado. Tantas veces en el pasado su mente había llorado con el mismo sentimiento de arrepentimiento que le poema describía que no pudo evitar asombrarse ante la coincidencia. Miró al joven poeta quien, sentado con aire despreocupado, fumaba un cigarrillo en una esquina del “bistro”. El hombre era aún un adolescente, probablemente tan joven como Terri había sido aquella noche de invierno cuando el actor había perdido a la mujer de su vida . . . Pero ahora él estaba ahí, tomando la mano de esa misma mujer y el simple hecho de que ella había acudido a la cita le daba la fuerza necesaria para continuar. Candy sintió un aguijonazo en el pecho cuando él mencionó su próxima partida y entonces ya no le importó el sentirse algo abochornada al bailar con Terri enfrente de los clientes del restaurante.  No obstante, ella no respondió. Terri se puso de pie y caminó hacia el pianista quien estaba tomando un descanso. Mientras la voz ligeramente enronquecida pero melódica del pianista empezaba una vez más a llenar el ambiente, Candy olvidaba por un mágico momento todo el terrible nerviosismo que reclamaba su corazón cada ocasión que se encontraba cerca de Terrence. Él la sostenía suavemente al tiempo que sus cuerpos se movían con lentitud al ritmo de la triste canción y ella podía sentir el aliento de él sobre sus sienes. Un dulce calor trepó por la piel de ambos, penetrando por cada poro y llegando al fondo de sus corazones. Cosas de esa naturaleza no suceden si el alma no está totalmente expuesta como lo estaban las almas de ellos en ese momento.
 

 

La joven pareja regresó a su mesa y el pianista los siguió con sus ojos oscuros, envidiando al joven soldado quien era el afortunado poseedor del amor de aquella mujer. Porque, ustedes verán, para el joven músico era obvio que la muchacha amaba a aquel hombre con cada latido de su corazón. La rubia y el soldado se sentaron de nuevo a la mesa y en silencio terminaron su almuerzo mientras sus pulsos lentamente se recuperaban de la dulce exaltación que la cercanía física había provocado en ambos, reforzada por la música y las palabras del poema.

Candy dejó su plato y sus írises de malaquita vagaron por la calle que se podía atisbar a través de las ventanas del “bistro”. Un camión lleno de soldados con la bandera británica pasó por ahí en aquel momento y de nuevo la joven recordó la dolorosa verdad del momento histórico que vivían.

La joven se volvió y finalmente miró directamente en aquellas enormes lagunas azules que la miraban con luz vehemente. Él estaba rogando con los ojos y ella entendió que un hombre como él no solía hacer tal cosa muy seguido.


París en verano siempre está concurrido por turistas, pero desde que la guerra había comenzado las antiguas calles no estaban tan pobladas por visitantes como de costumbre. Normalmente esos botes que llevan a los turistas de paseo por el Sena y alrededor de las islas siempre van llenos por las tardes sabatinas, pero aquel día solamente unos cuantos pasajeros disfrutaban del aquel encantador placer.

Una joven con largo cabello rizado se sostenía del barandal con ambas manos mientras la mitad de su cuerpo esbelto guindaba fuera del bote  y sus ojos contemplaba la estela blanca sobre la superficie del río. Un joven soldado cerca de ella parecía divertirse mucho con la chispeante conversación de la muchacha. A su derecha, la majestuosa vista de las líneas góticas de Notre Dame podía ser divisada más y más claramente al tiempo que el bote se aproximaba a “Ile de la cité” ( La Isla de la Ciudad), una de las dos islas en medio del río, sobre la cual se erige la famosa catedral.

La joven rubia no paraba de hablar, como si un torrente de palabras, nacidas en algún lugar de su pequeño ser, estuviese estallando fuera de control. Sus ojos reflejaban la candidez de un infante junto con las sombras azules del Sena, pero algo en su expresión centelleante le decía al observador astuto que la muchacha no miraba al joven de la manera en que lo hubiese hecho un niño. Por otra parte, el soldado escuchaba a su elocuente compañera de viaje con oído atento, y de vez en cuando respondía con algunas palabras o un comentario bromista que siempre resultaba en una cara graciosa que hacía la rubia. Ambos componían un cuadro tan armónico que cualquier alma sensitiva se hubiese deleitado al sólo mirarlos.

Candy, con ambas manos  detrás de su cuello y mirando a las olas del río, suspiró con fuerza. La joven bajó los ojos sintiendo de nuevo el mismo nerviosismo que le había llenado el pecho cuando estaba bailando con Terri en el “bistro”. La muchacha desvió entonces la conversación. Ella volvió los ojos y miró al joven mientras él hundía las azules niñas de sus ojos en las profundidades del Sena. La chica se complació en la vista del perfil perfecto del joven actor y dejó escapar un suspiro sofocado.

 

"Mira. Ese es el color más antiguo del Mundo
El matiz del Cielo y del Agua..."

El suave murmullo de Terry vino hasta mí,
traído por la delicada brisa
Luego se dispersó.

Hemos estado mirando hacia la misma dirección por largo rato
En lugar de mirarnos fijamente, el uno al otro

Quizás él no dijo ni una sola palabra
Pero mis oídos escucharon el sueño,
como el tono de una serena nota.

"Mira, Candy. Ese es el matiz del Cielo y del Agua,
El color más antiguo del Mundo...
 

Kyoko Misuki

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