Las artes en el Zen son en sí mismas las
manifestaciones de la experiencia de meditación y no el producto
de un estudio teórico o el resultado de una voluntad creadora. Antes
de ejecutar la obra, el artista debe permitir que las perturbaciones mentales
se extingan por ellas mismas para que el resultado no sea ya producto de
su voluntad. Tal es el caso del Kyudo (Tiro con Arco), en el cual el arquero
olvida las metas y se concentra en una postura corporal impecable, logrando
la máxima tensión del arco. Sin intención, la flecha
abandona el arco y acierta en el blanco, pues arquero, flecha y objetivo
ya no están separados.
Durante el entrenamiento en la Vía del
Zen, los practicantes deben desarrollar una especial atención al
gesto. Cada acción debe ser cuidadosamente ejecutada para evitar
accidentes. En el Chanoyu (la ceremonia del Te) se ha llegado, en este
sentido, a una de las manifestaciones más sutiles. Cada postura,
cada movimiento y cada respiración son producto de una total
concentración. El mejor ofrecimiento que se le puede dar al invitado
es la perfección de los gestos armónicos, ejecutados para
procurarle una inevitable atmósfera de serenidad.
La pintura Zen (Sumi-e) tiene un lugar preponderante
en las artes de esta escuela. Para llegar a convertirse en pintor Zen,
el aprendiz debe ejercitarse durante mucho tiempo en el arte de mirar hacia
su propio interior. Se considera que llegar a compenetrarse profundamente
con la obra, sólo es posible a partir del olvido de sí mismo,
pues la conciencia del "yo" y sus instrumentos racionales filtran la vida
y disecan la realidad. La distorsión se hace inevitable cuando es
un "alguien" que quiere reproducir fielmente una percepción. No
se puede mostrar la belleza de un ave que alza el vuelo, atrapándola
y disecándola para ponerla con las alas extendidas sobre un pedestal
de madera.
En la pintura el proceso de desarrollo
de una obra comienza en el momento en que el artista distribuye de manera
ordenada los elementos que va a emplear. Se sienta luego en postura de
meditación frente a la hoja en blanco y luego de un rato toma el
pincel mojado en diferentes dilusiones de tinta china negra. Con movimientos
armónicos y firmes, variando la presión sobre el pincel y
cambiando la inclinación del mismo, permite que de la hoja en blanco
empiece a emerger la figura que ya estaba allí. Esto es posible
porque el pincel es una prolongación del brazo del artista, el papel
es el espejo en el que se refleja su mente y el objeto pintado y
el pintor son uno solo. Ya no hay diferenciación entre el autor,
la obra y los materiales. Pintar es en el Zen la manifestación de
la danza cósmica donde las figuras emergen del papel siempre nuevas.
Por este motivo, los espacios vacíos son fundamentales no se trata
de rellenar todos los espacios blancos del papel sino de dejar trazos inconclusos
que el espectador completará en su observación. Tratar de
decirlo todo, de presentar una obra completamente acabada es matar el instante,
es tratar de disecar la realida y convertirla en un concepto frio y rígido.
Por el contrario, en una obra Zen el vacío y los objetos se crean
y se destruyen mutuamente y corresponde precisamente al observador participar
de forma activa en la obra. No hay ya necesidad de decirlo todo;
esto sería pretender congelar un instante, matarlo para siempre.
Donde hay vacío, donde hay espacio en blanco, todavía existe
la posibilidad de decir algo; ahí está latente la vida. El
vacío y los trazos se intercalan en una danza, creándose
(y destruyéndose) mutuamente, impregnando el papel de una experiencia
siempre nueva.
La vida se dirige hacia la muerte pero a su vez, la vida se nutre de la muerte. Los alimentos muertos se hacen vida en nuestro organismo.
Vivir la vida como una manifestación
artística siempre nueva, en un compromiso total con el instante;
esa es la actitud que se debe tener en cada momento.