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Comenzaba a despuntar la aurora, pintando con sus dedos rosados el horizonte; el mar parecía de plata, y una ligera brisa primaveral rozaba las olas y las encrespaba ligeramente. Por las aguas, vagaba una concha de tamaño extraordinario, que fue a pararse suavemente en las orillas de las isla de Chipre. Apenas tocó tierra, se abrió y apareció  en ella una doncella resplandeciente de belleza. Era Afrodita, la diosa de la luz, de la belleza y del amor.

Velos luminosos envolvían su figura bellísima, y mientras caminaba por la orilla, las flores nacían bajo sus pies. Corrieron a su encuentro las Ninfas y las Horas, doncellas con alas de mariposa; le secaron el mojado cuerpo, la vistieron con espléndidas vestiduras y pusieron sobre sus rubios cabellos una brillante corona. Después, bajó del cielo un carro de oro arrastrado por blancas palomas: la diosa subió en él, y así fue transportada al Palacio del Olimpo, donde los otros dioses la acogieron triunfalmente.


Mariluz

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