En la cueva donde
el Hado lo había hecho caer, vivía un enano que trabajaba como herrero.
Este acogió al joven dios, al que llamó Hefestos (el Vulcano de
los romanos) y le enseñó su oficio. En breve tiempo, se levantó
una fragua en la garganta de la montaña de la cual, salían objetos
preciosos finamente cincelados; armaduras prodigiosas, escudos,
cadenas...
Pero el pobre Hefestos no estaba
satisfecho de su suerte. ¿Por qué él, que era hijo de Zeus y de
Hera, tenía que vivir solo en aquella cueva obscura y solitaria,
mientras sus hermanos habitaban en los espléndidos palacios del
Olimpo y pasaban el tiempo alegremente entre danzas y banquetes?
¡No, no podía soportar por más tiempo semejante injusticia! Pensó
mucho en lo que debía hacer, y después de reflexionar durante días
y noches, encontró la solución del problema: se puso a trabajar
y no dejó el taller hasta haber construído un magnífico trono de
oro adornado de piedras preciosas, que envió como regalo a su madre.
La bella diosa se sentó majestuosa
en el trono construñido por su hijo; pero cuando quiso levantarse,
una finísima red la encadenó al asiento encantado. En vano intentaron
todos los dioses sacarla de aquella dorada prisión; en vano el mismo
Zeus empleó todo su poder. La reina del Olimpo no podía moverse.
Entonces Hermes, el mensajero
de los dioses, bajó del Olimpo y corrió a llamar al divino herrero.
Eso era precisamente lo que Hefestos esperaba: subió a las altas
cumbres del monte divino, y dijo a su padre:
-Padre mío, liberaré a mi madre
Hera con la condición de que me permitáis habitar con vosotros en
el Olimpo y me déis por esposa a Afrodita, la diosa de la belleza
y del amor.
Estas atrevidas palabras produjeron
gran sorpresa e indignación; pero fue forzoso aceptar las condiciones
de Vulcano. Hera quedó libertada y Hefestos se casó con la más bella
diosa del Olimpo, para la que construyó un palacio resplandeciente
de oro y piedras preciosas, junto a las moradas de sus hermanos
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