Una tarde, al ponerse el sol, de las laderas del monte Cilene
salió un llanto de recién nacido. En una gruta excavada en la roca,
acababa de nacer un niño divino, hijo de Júpiter y de la diosa Maya,
una de las siete Pléyades.
Cayó
la noche, y el recién nacido, que se llamaba Hermes, se aburría de estar
allí solo, inmóvil en la cuna. Se levantó, se quitó los pañales y se
marchó por el campo. Miríadas de estrellas brillaban en el cielo, y
el niño avanzaba con la naricilla al aire, de asombro en asombro.
En su
camino, encontró una tortuga y se le ocurrió una idea. La cogió, la
vació, la cubrió con una piel de buey, atravesó su caparazón con varias
cañas y fijó en ellas siete cuerdas, hechas de tripa de oveja. Acarició
éstas con sus dedos divinos, y del extraño instrumento salieron sonidos
dulcísimos y melodiosos. Había inventado la cítara.
Feliz
con su descubrimiento, prosiguió su camino y comenzó a sentir una extraña
debilidad en el estómago. ¡Oh cómo habría deseado una buena loncha de
carne asada! Entonces, se le ocurrió una segunda idea, que le pareció
más brillante que la primera: robar los bueyes de Apolo, que eran los
más bellos del universo. Rápido como el pensamiento, porque tenía alas
en los pies, se dirigió a los establos del dios, eligió cincuenta bueyes
de los más hermosos y se los llevó; pero temiendo que por las huellas
se pudiese saber dónde habían ido a parar, el ladronzuelo los hizo caminar
hacia atrás. De ese modo, los llevó a su cueva, mató a dos, y después
de asarlos, se los comió con extraordinario apetito.
A la
mañana siguiente, el dios Apolo, que se había dado cuenta del hurto
y hasta adivinado en seguida quién era el ladrón, corrió a la cueva
del monte Cilene, donde encontró al dios recién nacido durmiendo en
la cuna. Lo sacudió sin mucha delicadeza y le reprochó el hurto. En
vano negó el astuto niño, fingiéndose inocente lactante que no podía
salir de su pequeño lecho. Las facultades adivinatorias de Apolo no
podían equivocarse, y Hermes se vio obligado a devolver los bueyes robados.
Después, viendo que el ceño del dios continuaba fruncido a pesar de
la restitución, para contentarlo, le dio el instrumento que había inventado
en su primera noche de vida.
El regalo
gustó mucho a Apolo, que le dijo sonriendo:
-Mercurio,
me gustas y te quiero bien; por eso, te nombro mi pastor y te confío
todos mis rebaños. Toma esta varilla de oro y este bastoncillo brillante:
son los signos de tu poder. De ahora en adelante, serás el dios protector
de los pastores y de los rebaños.
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