Aquel ilustre pensador aprovechaba todo para adentrarse
en las profundidades del pensamiento y de la vida. Era el gran filósofo del país.
Enamorado de la verdad,
ésta se le resistía, se le escurría como una anguila.Por eso, ya casi renunciaba
a tanta búsqueda y se contentaba con encontrar sentido a esta vida: «¿Qué soy y
para qué vivo?».
Ni sus reflexiones
ni sus confrontaciones con otros sabios le llevaron muy lejos. Tampoco en esto logró
convicciones.
Una tarde, mientras
su hija, de tan solo cinco años, jugaba, el ilustre pensador, entre distraído y
tierno, casi maquinalmente, le preguntó: «Y tú,hijita, ¿sabes para qué estás en
la tierra?». La niña, sin pensar, y sin el menor titubeo, respondió como un resorte:
«Para quererte a ti,
papá, mucho, mucho...». Y lo abrazó
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