Zeus, al que los
romanos llamaron más tarde Júpiter, creció bello, fuerte y bueno. Cuando
fue mayor, obedeció lo que había dispuesto el Hado: subió al Olimpo, destronó
a su padre y reinó en su lugar. Pero los primeros tiempos de su reino fueron
turbulentos: él era joven y, por tanto, inexperto. En un momento de generosidad,
puso en libertad a los Titanes, sus hermanos, monstruos gigantescos que
desde hacía siglos estaban encadenados en las entrañas de la Tierra. Estos,
en vez de quedar agradecidos al soberano generoso, salieron de su morada
subterránea, y creyéndose con más derecho a reinar que el propio Zeus, asaltaron
el Olimpo.
La lucha contra ellos duró diez
años, y fue terrible y sin cuartel. Al ver que no conseguía dominarlos,
Zeus recurrió a la ayuda de sus también hermanos los Cíclopes, enormes gigantes
que tenían un solo ojo en la frente, y para asegurar la victoria, puso igualmente
en libertad a sus otros hermanos, los Hecantoquiros o Centimanos (por tener
cien manos cada uno). Se desencadenó entonces una espantosa lucha: los Centimanos
lanzaban enormes peñascos contra los Titanes, y los Cíclopes los herían
con sus rayos de fuego. El ardor de la cólera de los combatientes sacudía
toda la Tierra desde sus cimientos, y sus gritos rabiosos desgarraban el
cielo. Zeus, en el centro de la pelea, resplandeciente sobre su carro dorado,
animaba a sus defensores y lanzaba contra los enemigos sus poderosos rayos,
acompañados de relámpagos y truenos.
Por fin, la victoria se decidió,
y los Titanes fueron precipitados en el obscuro Tártaro para toda la eternidad.
Apenas vencidos los Titanes, Zeus
hubo de luchar nuevamente contra los gigantes, nacidos de la sangre de Urano,
a los que su madre, la Tierra, inició contra Zeus para vengar a aquellos;
pero también fueron derrotados. Tras esta nueva y dura lucha, llamada la
Gigantomaquia, todos los dioses del Olimpo se sometieron a Zeus, que pudo
ya reinar en paz sobre el Universo.
Mariluz
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