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LA INSEGURA IMPUNIDAD
- Julio 2006 -

La inseguridad en la Argentina — hablemos de Buenos Aires al menos — no puede ser ocultada. Podemos, si ustedes quieren, hacer la diferenciación entre "inseguridad objetiva" y "sensación de inseguridad". Y está bien. De acuerdo: cuando toda la patota mediática se pone a sintonizar policiales, es obvio que millones de personas se enteran hasta del robo de gallinas y, con eso, al final todo el país aparece como si estuviera poblado de ladrones de gallinas.

Pero la realidad va mucho más allá y me temo que hasta supera al relato mediático sensacionalista. Es suficiente con apelar a la experiencia personal. Basta con escuchar los relatos de personas conocidas o de casos conocidos por fuera del circuito mediático. Más aún: alcanza con pasearse por cualquier barrio del Gran Buenos Aires y mirar las casas para darse cuenta de que las personas decentes viven detrás de rejas. Más que obviamente, eso es porque los delincuentes andan sueltos por la calle. Y si todo eso no alcanzara para convencerlos, sugiero que le peguen un vistazo a las tasas de siniestralidad que registran las compañías de seguros en siniestros que no pueden dejar de denunciarse como, por ejemplo, los de robos de automotores.

Además, cualquiera que tenga tan sólo una mínima experiencia relacionada con nuestro sistema judicial puede atestiguarlo: el sistema está completamente colapsado. En el año 2004 (última estadística que hay disponible al respecto) solamente el 1.75% de los hechos delictuosos terminó en una sentencia condenatoria [1]. Y eso que hay una enorme cantidad de hechos que ni siquiera se denuncian. ¿Para qué? Por un lado es archisabido que la policía encuentra algún culpable sólo en el 5% de los casos. Y si lo encuentra, lo más probable es que un juez garantista lo pondrá en la calle en menos tiempo del que se tarda en redactar el sumario. Máxime si se trata de un hecho "menor" como, por ejemplo, un robo a mano armada. Y a todo esto, el trámite burocrático puede llegar a constituirse en un verdadero calvario a lo largo del cual uno, además de perjudicado, todavía tiene que arreglárselas para pagar un abogado.

A veces pienso que mis amigos abogados ganan muy buena plata con todo esto.

Pero no me hagan demasiado caso.

Como ya les advertí muchas veces, en algunas cosas soy muy mal pensado.

El argumento de la pobreza

Uno de los argumentos favoritos del garantismo consiste en sostener que hay una correlación entre pobreza y delincuencia.

Es cierto. La correlación existe. Por ejemplo, América Latina tiene una tasa de cerca de 30 homicidios por año, por cada 100.000 habitantes [2]. Si comparamos esa tasa con, por ejemplo, la de Europa Occidental, nos econtramos con que es 6 veces más alta y correlaciona bastante bien con hechos como los sucedidos en nuestro país en dónde, entre los años 1990 y 2000 unas 7 millones de personas emigraron de la clase media a la pobreza. De hecho, mientras que a principios de los '70 la Argentina tenía un 5% de población pobre, para el 2001 ese porcentaje había aumentado al 41% . Si uno tira curvas de aumento de delincuencia contra curvas de aumento de pobreza, la correlación se hace bastante evidente aún sin recurrir a relativamente complicadas ecuaciones estadísticas.

Que la correlación existe es indiscutible. Lo que pasa es que hay que tener muchísimo cuidado con las correlaciones. Hace ya bastantes años, mi buen profesor de Estadística nos decía muy gráficamente al respecto: "El hecho que un aumento de la cantidad de mariposas en China correlacione con el aumento de la cantidad de enfermos de gripe en Nueva York no necesariamente quiere decir que las mariposas chinas son la causa de los mocos norteamericanos."

Las correlaciones indican fenómenos paralelos. No necesariamente indican — ni mucho menos demuestran — que hay una relación de causalidad entre esos dos fenómenos.

El problema con quienes se enamoran de las correlaciones sin haber hecho sus deberes de matemáticas — y ese sayo le cabe a abogados, a periodistas y a políticos por igual — es que saltan demasiado alegremente del ámbito de la correlación al ámbito de la causalidad. De hecho, cuando uno analiza la cuestión un poco más a fondo, se encuentra con que delincuencia y pobreza no forman el único par de variables que correlacionan. Hay toda una multitud de aspectos bastante relevantes en los que también se pueden establecer correlaciones. Mencionemos sólo tres para ejemplificar y dejemos la droga de lado por el momento:

  1. Delincuencia y desocupación juvenil:
    Según las estadísticas del 2004, en el sistema penitenciario de la Argentina, el 70% de la población carcelaria tenía entre 18 y 34 años. Casi la mitad de ese porcentaje (30% del total) correspondía a personas de entre 18 a 24 años. Los desocupados y los trabajadores "de tiempo parcial" constituían el 81% de la población de nuestras cárceles; el 50% no tenía ni oficio ni profesión y el 89% procedía de algún entorno urbano. [3]
    También desde el ángulo de la delincuencia se hace obvio así que uno de los problemas más graves que enfrenta toda nuestra tecnotrónica civilización es el de organizar el trabajo productivo para todas las personas en condiciones de trabajar. En un sistema que expulsa mano de obra, no constituye ninguna sorpresa el que los jóvenes estén entre los primeros en ser rechazados. Es, casí diría yo, la lógica inmanente al sistema. Desaparecidos prácticamente los oficios que se podían aprender en el lugar de trabajo, el aparato productivo sólo se interesa en profesionales capacitados que tardan por lo menos hasta los 26 o 30 años en terminar su formación. Y aún de ellos recluta sólo a unos pocos.

  2. Delincuencia y destrucción de la familia:
    Un segundo aspecto con correlaciones interesantes se presenta entre el deterioro familiar y la delincuencia. En general, se estima que un 70% de delincuentes juveniles proviene de familias desarticuladas con padre ausente. En la Argentina no tenemos datos muy firmes al respecto (como en muchísimos otros casos), pero en las estadísticas antes mencionadas se puede observar que, por ejemplo, en el 2004 el 71% de los detenidos era soltero, el 12% había vivido en concubinato, el 2% estaba separado de hecho y otro 2% estaba separado o divorciado.
    Sumando porcentajes es fácil de ver que casados y viudos formaban sólo el 13% de la población carcelaria total.
    Por supuesto que sobre el tema habría muchísimo más para agregar. Pero quedémonos solamente con estos números por ahora.

  3. Delincuencia y nivel cultural:
    Por último, es bastante habitual encontrarse con alquien que cita a Joseph Stiglitz, el otrora Vicepresidente del Banco Mundial, quien alguna vez comentó que — en el caso de los EE.UU. — arrestar a un delincuente juvenil, juzgarlo y encarcelarlo, es mucho más caro que darle una beca para estudiar. Puede ser que el argumento sea aproximadamente válido para los norteamericanos pero en la Argentina Stiglitz se hubiera visto forzado a matizar. Porque en nuestro país la correlación entre falta de escolaridad y delincuencia es un mito.
    De la población carcelaria argentina del 2004, solamente el 6% no tenía ningún estudio y sólo un 21% tenía la primaria incompleta. Los demás (73% en total), o tenían estudios primarios completos (53%), estudios secundarios completos (4%), secundarios incompletos (13%) o algún nivel terciario (3%). O sea que bastante más de la mitad (57%) tenía estudios primarios y secundarios completos.
    Como pueden apreciar, contra lo que se sostiene y se repite mecánicamente como un mantra, en la Argentina la influencia del sistema educativo sobre la criminalidad no parece ser muy grande que digamos. Y en esto lo que pasa es que no hay que confundir "educación" — tal como generalmente se entiende el término — con nivel cultural. El sistema educativo argentino es tan paupérrimo y tan increíblemente ineficaz que, aún con aceptables años de escolaridad, el nivel cultural que brinda sigue siendo absolutamente deplorable. Lo demuestran, para citar tan sólo un ejemplo al azar, los resultados de los exámenes de ingreso al nivel terciario.
    Y demás está decir que en esto interviene otro mito: el que pretende correlacionar nivel educativo con presupuesto asignado a Educación. Pero dejemos eso para otro momento.

Como se ve, hay toda una serie de factores que, de una forma u otra, influyen o se relacionan con la delincuencia. La criminalidad, como todo fenómeno complejo, es multicausal. No hay una causa única que la produzca. Me temo que en la delincuencia, bien analizada, hasta se haría bastante cuesta arriba aislar del cúmulo de factores a uno que sea real y notoriamente determinante o principal.

En consecuencia, lo mínimo que se puede decir del argumento que señala a la pobreza como causa de la delincuencia es que quienes lo esgrimen no hacen más que usar una simplificación abusiva. Nadie en su sano juicio negará que la pobreza genera un ambiente social que favorece a la criminalidad. Pero de allí a sostener que la pobreza, por si misma, "genera" la delincuencia hay un abismo que sólo la ignorancia más supina consigue cruzar sin remordimientos.

Además es injusto. Injusto con millones de pobres que, a pesar de su dramática situación, siguen siendo personas decentes. Injusto con millones de carenciados que, por el sólo hecho de ser pobres, pasan automáticamente a ser sospechosos. Injusto, incluso, para con todos nosotros porque les regala a los gobernantes y a los intelectualosos el argumento de que la delincuencia se terminará el día en que se termine la pobreza. Y, como terminar con la pobreza es un problema económico, la culpa la tienen los ricos y el asunto se arregla con plata.

No muchachos. Olvídenlo. No es tan simple.

Ojalá lo fuera.

El argumento de las leyes

Por regla general, los que hacen las leyes son abogados. Y los abogados pertenecen a esa extraña categoría de intelectuales que se creen que los problemas concretos se resuelven con soluciones abstractas. Creen que frente a un problema basta sacar una ley para solucionar el problema. Y no es así. Una ley, en si misma, no es más que un conjunto de palabras sobre un pedazo de papel. Es apenas el reflejo escrito de una decisión y no sirve para nada en absoluto si la decisión no se cumple. Y menos aún sirve si es tan sólo la expresión de una oratoria detrás de la cual ni siquiera hay una voluntad de decisión. Algún día habrá que admitirlo: una ley que no está respaldada por un Poder que la hace cumplir no es más que literatura.

En la Argentina, ese poder no existe en una enorme cantidad de casos. Ya sea porque la burocracia institucional diluye el poder de decisión de los funcionarios; ya sea porque en nuestro país funciona una fenomenal máquina de impedir que siempre está al servicio de los intereses de determinado sector; ya sea porque media un abismo entre el discurso juridicista de los señores representantes del pueblo en cuanto legisladores y la verdadera voluntad de esos mismos señores en cuanto políticos; ya sea porque a veces a la ley con plata se la puede comprar y a la pena con plata se la puede esquivar; ya sea porque muchas veces violar la ley es más negocio que cumplirla; sea, en suma, por lo que fuere, el asunto es que en nuestro país sencillamente no existe ni voluntad ni poder para hacer cumplir las leyes.

De este modo, gran parte de la discusión acerca de si necesitaríamos mejores leyes o, por el contrario, bastaría con hacer cumplir las existentes, termina siendo una discusión estéril. ¿De qué nos servirían mejores leyes si ésas tampoco se van a cumplir? Mientras a cualquier policía se lo pueda arreglar con veinte pesos, es al divino botón modificar el Código de Tránsito. Mientras cualquier industria consiga cualquier habilitación con sólo poner el óbolo correspondiente en la caja política del señor intendente y cualquier inspección se arregle con una contribución voluntaria al amigo del concejal que hace de inspector, la verdad es que no tiene mucho sentido perder el tiempo en leyes de protección ambiental o de seguridad industrial. Mientras cualquier licitación se gane más por la participación del señor ministro que por la calidad del servicio y el nivel del precio, es realmente inútil ponerse a hacer preciosismos jurídicos con la ley de contratos públicos.

Además, la verdad es que no sabría decir si nuestras actuales leyes son muy buenas o muy malas. Lo que sí sé es que son demasiadas. Últimamente en la Provincia de Buenos Aires hay una iniciativa para simplificar el sistema legal. En cuanto alguien se puso a mirar un poco, resultó que hay algo así como 14.000 leyes vigentes. La mayoría, por supuesto, es obsoleta y hace añares que no se cumple. Buena parte hasta es contradictoria o, por lo menos, incoherente. El proyecto que tímidamente se ha formulado implicaría dejar unas 3.000 leyes y tirar a la basura el resto.

Honestamente, no creo que se haga. Y, si se hace, menos todavía creo que se hará bien. Esas 11.000 leyes que sobran seguramente representan un muy buen negocio para un montón de abogados, gestores, funcionarios, magistrados, asesores, peritos, amigos de políticos y hasta cuñados, hermanos, primos, tíos y sobrinos del mandatario electo de turno. Más los que dejó instalados el mandatario electo del turno anterior.

Si en la Provincia de Buenos Aires se llegan a derogar realmente 11.000 leyes, lo que en la Legislatura van a tener es un conflicto con por lo menos veinte gremios.

El manotazo de la "mano dura"

Frente al juridicismo que concibe la ley como una especie de pócima mágica para curar todos los males están aquellos que descreen de todo eso y enarbolan la bandera de la acción. Con frecuencia, estas personas alzan la voz para exigir (a veces, por desgracia, con muy concretos motivos) un mayor castigo a los criminales y una mayor libertad de acción para el aparato policial. Es en estos ámbitos que, con frecuencia, se escuchan expresiones como ésa de la "tolerancia cero" y la necesidad de "mano dura".

Por de pronto, hay una cosa que tendríamos que aclarar: la famosa "tolerancia cero" no es sinónimo de "mano dura" por más que algunos la quieran presentar así. Si bien hay varias interpretaciones del término, "tolerancia cero" en general significa simplemente que si toleramos las pequeñas cosas no vamos a poder controlar las grandes cosas [4]. Si usted tolera el alcoholismo, después no se queje de las muertes por accidentes de tránsito. Si usted tolera el consumo de drogas, después no llore si, para conseguirla, los drogadictos asaltan a quien se les cruza por el camino y eventualmente lo matan porque están completamente dados vuelta. Si usted tolera la prostitución, sea heterosexual, transexual u homosexual, después no se ponga a lamentar el aumento de los casos de SIDA. En resumen: eliminemos los pequeños crímenes de la calle y el 70% del personal quedará disponible para dilucidar los grandes crímenes.

Con ello, ya pueden ustedes ir adivinando quienes son los que más se oponen a esta estrategia.

"Mano dura" es otra cosa. En realidad, puede significar cualquier cosa. Desde inflexibilidad en la aplicación de las normas hasta el gatillo fácil; desde ser jurídicamente implacables en las sentencias hasta caer en el infantilismo de sostener que para acabar con el crimen bastaría con matar a todos los criminales. Lo de la "mano dura" da para cualquier interpretación, sencillamente porque es una metáfora y, por consiguiente, resulta ser un concepto imposible de definir en forma precisa.

Además, aún interpretando lo de la "mano dura" como una mayor libertad de acción para el aparato policial, no consigo convencerme de que la solución pase por ahí. ¿Al mismo policía que nos perdona un semáforo en rojo por una coima de diez pesos le vamos a dar mayor discrecionalidad? ¿Le vamos a dar más libertad operativa a la misma patota policial que cubre a los desarmaderos de automóviles? ¿Le vamos a permitir tiro libre a un personal que, apretándolo un poco, no cumpliría ni con las condiciones de tiro básicas? En cada crimen más o menos importante o de cierta envergadura que se investiga en la República Argentina casi inevitablemente aparece alguna conexión policial. Míreselo como se lo mire, una mayor licencia operacional para una institución bastante poco digna de confianza no parece ser una buena opción.

Dicho lo anterior, también hay que remarcar que tampoco es razonable rodear de garantías a los delincuentes y dejar sin ninguna garantía en absoluto a los que mandamos a enfrentarlos. No le podemos pedir entusiasmo y celo profesional a un policía que gana una miseria, que se tirotea con una patota, que consigue agarrar a alguno de sus miembros poniendo su vida en juego, y que después se entera de que el juez le liberó a los detenidos al día siguiente en virtud de algún tecnicismo jurídico. No le podemos pedir profesionalismo si nosotros mismos no empezamos por respetar su profesión. No le podemos pedir a un policía que valore nuestras vidas si nosotros no le valoramos la vida a él. No le podemos exigir que se haga matar por defendernos si a la tumba de un policía caído no concurren más que sus familiares, al féretro no lo acompaña más que un pequeño grupo de amigos y compañeros, sólo se hace presente algún funcionario de segunda o de cuarta con un discurso estereotipado, y la noticia aparece en los medios subrayando más la inseguridad imperante que la acción del caído.

En muchos casos parecería ser que en la Argentina ya no respetamos ni a los muertos.

Porque los usamos para hacer reclamos y los olvidamos cuando ya no queda mucho por reclamar.

¿Alguien me podría dar los nombres de los últimos diez policías caídos en actos de servicio?

Y, si no le gustan los policías, dígame: ¿cuando fue la última vez que escuchó a un periodista recordar a José Luis Cabezas? Hasta en la página web que se armó explícitamente para el caso [5], la última noticia publicada es del año 2001.

Seguridad e impunidad

Otra de las muletilla que constantemente está en boca de todos los comentaristas es ésa de la impunidad. Por supuesto que, en la enorme mayoría de los casos, lo de la impunidad se menciona cuando se quiere señalar la cuasi intangibilidad jurídica de nuestros señores políticos y funcionarios. Y en buena medida es cierto. Como que también es previsible: los que hacen las leyes no van a ser tan estúpidos como para sancionar una norma que los puede llegar a condenar. En el mejor de los casos, lo que puede suceder en la Argentina es que un gobierno invente normas para sancionar a ciertos miembros de algún gobierno anterior.

Con lo que terminamos teniendo normas esencialmente "ex-post facto" al mejor estilo Nüremberg y, cuando se trata de hechos con implicancias políticas, toda nuestra cacareada justicia se convierte en un sainete de venganzas en dónde los vencedores crucifican a los vencidos. O quizás sería más apropiado decir que los que hoy se creen vencedores aprovechan la oportunidad para procesar y vengarse de quienes creyeron ser vencedores ayer.

De esta manera hay impunidades pero, en materia política, las mismas están condicionadas a la permanencia en el Poder. O al menos a la permanencia en las cercanías del Poder. O bien, como mínimo, al encaramamiento en algún carguito que brinde alguna de las protecciones del Poder. Si no me lo creen, pregúntenle a Menem cuales son las ventajas de ser senador.

En buena medida, por eso es que tenemos una cantidad tan grande de políticos febrilmente preocupados por acceder al Poder y por mantenerse en él de la forma que sea. No nos engañemos: los políticos argentinos, por regla general, no desean poder por ambición política. Se desesperan por llegar al Poder porque en nuestro país la democracia juridicista garantiza impunidad. Los Kirchner y sus muchachos, por ejemplo, saben perfectamente que el día en que dejen de tener poder tendrán que responder por los fondos de Santa Cruz. Porque, mientras tengan poder, difícilmente la justicia argentina se decida a tan siquiera preguntar qué pasó con los millones de dólares de esa provincia. Ahora, eso sí: una vez que los Kirchner sean Historia, no es imposible que a Cristina le pase lo mismo que a María Julia.

Y en esto, el error que muchos cometen es el de creer que la impunidad funciona solamente para arriba. No es cierto. Funciona igual de bien para abajo. Los enganchados en la patota de algún jeque policial tienen veinte veces menos probabilidades de perder que los que no son del palo. Los que están en algo que mueve mucha plata — como, por ejemplo, la droga — y pueden contratar buenos abogados, tienen infinitamente menos probabilidades de quedar pegados que el pibe que entró en una casa para llevarse el televisor y un par de zapatillas. De hecho, así como están las cosas en materia ideológica dentro de la burocracia judicial, si vivís en una villa y la vas de pobre ya tenés la libertad garantizada y la mitad del caso a tu favor. Y, en todo caso, hasta con la gente del Servicio Penitenciario se puede llegar eventualmente a algún arreglo.

Además, en la Argentina mentir no está penado. En su defensa, un acusado puede mentir y sostener la más increíble e inverosímil de las excusas prácticamente sin riesgo alguno. Bastaría con penar la mentira ante un juez para revolucionar todo el sistema judicial argentino. Pero claro, los abogados en ese caso tendrían que trabajar bastante más y como son los abogados los que hacen las leyes difícilmente alguien cometa la falta grave de solidaridad gremial de sacar una norma así.

Lo que deberíamos entender es algo que sabe cualquier policía con más de una semana de servicio: lo primero que mide el criminal antes de cometer el delito no es el monto de la pena sino el grado de impunidad. Por eso, el agravamiento de las penas — incluso la misma pena de muerte — no sirven para gran cosa. A lo que tiene miedo el delincuente no es a que le den 15 años en lugar de 10. A lo que le tiene miedo es a que lo agarren.

Por supuesto que, encima, si sabe de antemano que la puerta de la comisaría es giratoria; si de entrada tiene la garantía de que aún si lo agarran al día siguiente está en su casa, entonces la totalidad del aparaterío jurídico pierde por completo todo su potencial disuasivo. En nuestro país a los criminales no sólo les importan poco las penas. Ni siquiera les importa demasiado que la policía los pesque cometiendo un delito.

Con lo cual la conclusión obvia a la que llegamos es que nunca vamos a tener seguridad si primero no terminamos con la impunidad. Pero no sólo con la de los políticos y los funcionarios. También con la de los delincuentes y criminales comunes.

Porque en la Argentina la impunidad no es un privilegio. Así como están las cosas, casi-casi es lo más democrático que hay.

Aquí tenemos un mercado libre dónde hay impunidad para todos.

Lo único que a veces varía son las condiciones y el precio.

 


NOTAS

1)- Las estadísticas disponibles del Ministerio de Justicia sólo llegan hasta el 2004. Después de ese año, lo que tenemos oficialmente es un gran silencio. Pueden comprobarlo ingresando a http://wwwpolcrim.jus.gov.ar/

2)- Kliksberg - "El Crecimiento de la Criminalidad en América Latina: un Tema Urgente."

3)- Sistema Nacional de Estadísticas Sobre Ejecución de la Pena - SNEEP - Año 2004 - Informe Total de la República Argentina - Dirección Nacional de Política Criminal - Subsecretaría de Política Criminal - Ministerio de Justicia y Derechos Humanos - Pág. 9 y siguientes.

4)- Si vamos al caso, esta estrategia es, esencialmente, de prevención más que de represión. Uno de sus aspectos interesantes es que interviene no sólo en los crímenes ya cometidos sino incluso en las "actitudes antisociales" que normalmente preceden al crimen y que son indicadores bastante confiables de que existe una alta probabilidad de delito a futuro. Las "actitudes antisociales" constituyen "... una nueva categoría, no asociada directamente con el delito pero que se presenta como un anticipo o preaviso de una futura conducta delictiva. (Alejandro Hener "El Enfoque extra-penal en las políticas de seguridad de Argentina y Brasil - Instituto Gino Germani - Facultad de Ciencias Sociales UBA).

5)- Compruébenlo por ustedes mismos entrando en http://www.fundacioncabezas.com.ar/caso.htm

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