Montecristi, 25 de marzo de
1895.
Sr.
Federico Henríquez y Carvajal Amigo
y hermano: Tales responsabilidades suelen caer sobre los hombres que no
niegan su poca fuerza al mundo, y viven para aumentarle el albedrío y
decoro, que la expresión queda como vedada e infantil, y apenas se
puede poner en una enjuta frase lo que se diría al tierno amigo en un
abrazo. Así yo ahora, al contestar, en el pórtico de un gran deber, su
generosa carta. Con ella me hizo el bien supremo, y medio la única
fuerza que las grandes cosas necesitan, y es saber que nos la ve con
fuego un hombre cordial y honrado. Escasos, como los montes, son los
hombres que saben mirar desde ellos, y sienten con entrañas de nación,
o de humanidad. Y queda, después de cambiar manos con uno de ellos, la
interior limpieza que debe quedar después de ganar, en causa justa, una
buena batalla. De la preocupación real de mi espíritu, porque Ud. me
la adivina entera, no le hablo de propósito: escribo, conmovido, en el
silencio de un hogar que por el bien de mi patria va a quedar, hoy mismo
acaso, abandonado. Lo menos que, en agradecimiento de esa virtud puedo
yo hacer, puesto que así más ligo quebranto deberes, es encarar la
muerte, si nos espera en la tierra o en la mar, en compañía del que,
por la obra de mis manos, y el respeto de la propia suya, y la pasión
del alma común de nuestras tierras, sale de su casa enamorada y feliz a
pisar, con una mano de valientes, la patria cuajada de enemigos. De vergüenza
me iba muriendo, -aparte de la convicción mía de que mi presencia hoy
en Cuba es tan útil por lo menos como afuera, -cuando creí que en tamaño
riesgo pudiera llegar a convencerme de que era mi obligación dejarlo ir
solo, y de que un pueblo se deja servir, sin cierto desdén y despego,
de quien predicó la necesidad de morir y no empezó por poner en riesgo
su vida. Donde esté mi deber mayor, adentro o afuera, allí estaré yo.
Acaso me sea dable u obligatorio, según hasta hoy parece, cumplir
ambos. Acaso pueda contribuir a la necesidad primaria de dar a nuestra
guerra renaciente forma tal, que lleve en germen visible, sin
minuciosidades inútiles, todos los principios indispensables al crédito
de la revolución y a la seguridad de la República. La dificultad de
nuestras guerras de independencia y la razón de lo lento e imperfecto
de su eficacia, ha estado, más que en la falta de estimación mutua de
sus fundadores y en la emulación inherente a la naturaleza humana, en
la falta de forma que a la vez contuviese el espíritu de redención y
decoro que, con suma activa de ímpetus de pureza menor, promueven y
mantienen la guerra, -y las prácticas y personas de la guerra. La otra
dificultad, de que nuestros pueblos amos y literarios no han salido aún,
es la de combinar, después de la emancipación, tales maneras de
gobierno que sin descontentar a la inteligencia primada del país,
contengan- y permitan el desarrollo natural y ascendente- a los
elementos más numerosos e incultos, a quienes un gobierno artificial,
aun cuando fuera bello y generoso, llevara a la anarquía o a la tiranía.
Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con ella, en vez de
acabar. Para mí la patria, no será nunca triunfo, sino agonía y
deber. Ya arde la sangre. Ahora hay que dar respeto y sentido humano y
amable, al sacrificio; hay que hacer viable, e inexpugnable, la guerra;
si ella me manda, conforme a mi deseo único, quedarme, me quedo en
ella; si se manda, clavándome el alma, irme lejos de los que mueren
como yo sabría morir, también tendré ese valor. Quien piensa en sí,
no ama a la patria: y está el mal de los pueblos, por más que a veces
se lo disimulen sutilmente, en los estorbos o prisas que el interés de
sus representantes ponen al curso natural de los sucesos. De mí espere
la deposición absoluta y continua. Yo alzaré el mundo. Pero mi único
deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador:
morir callado. Para mí, ya es hora. Pero aún puedo servir a este único
corazón de nuestras repúblicas. Las Antillas libres salvarán la
independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de
la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del
mundo. Vea lo que hacemos, Ud. con sus canas juveniles, - y yo, a
rastras, con mi corazón roto. De
Santo Domingo ¿por qué le he de hablar? ¿Es eso cosa distinta de
Cuba? ¿Ud. no es cubano, y hay quien lo sea mejor que Ud.? ¿Y Gómez,
no es cubano? ¿Y yo, qué soy, y quién me fija suelo? ¿No fue mía, y
orgullo mío, el alma que me envolvió, y alrededor mío palpitó, a la
voz de Ud. , en la noche inolvidable y viril de la Sociedad de Amigos?
Esto es aquello, y va con aquello. Yo obedezco, y aun diré que acato
como superior dispensación, y como ley americana, la necesidad feliz de
partir, al amparo de Santo Domingo, para la guerra de libertad de Cuba.
Hagamos por sobre la mar, a sangre y a cariño, lo que por el fondo de
la mar hace la cordillera de fuego andino. Me arranco de Ud. , y le dejo, con mi abrazo entrañable, el
ruego de que en mi nombre, que sólo vale por ser hoy el de mi patria,
agradezca, por hoy y para mañana, cuanta justicia y caridad reciba
Cuba. A quien me la ama, le digo en un gran grito: hermano. Y no tengo más
hermanos que los que me la aman. -
Adiós, y a mis nobles e indulgentes amigos. Debo a Ud. un goce
de altura y de limpieza, en lo áspero y feo de este universo humano.
Levante bien la voz: que si caigo, será también por la independencia
de su patria.
Su
José Martí
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