El Presidente Leonel Fernández Reyna indultó recientemente un grupo de
convictos, definitivamente condenados por los tribunales de la
República. Sus respectivas e irrevocables condenas los hacen
delincuentes en el estricto sentido de la palabra.
Por el hecho de ser indultados no logran que sus delitos sean borrados
de los archivos del ministerio público ni de los tribunales de la
República. Ellos son y seguirán siendo delincuentes favorecidos por
una decisión sectaria del Primer Mandatario de la Constitución de
República Dominicana. Nadie podría ser condenado por difamación o
injuria si en algún escrito o declaración pública llama ladrones,
falsificadores o estafadores a estos indultados. Lo que se les ha
otorgado no es la amnistía que olvida. Es apenas un perdón
presidencial que simula ajustarse a las normas de convivencia pacífica
entre los dominicanos. Nadie debe suponer que el presidente Fernández estuvo mal informado o
no sabía lo que estaba haciendo. Ninguno mejor que él, abogado de los
tribunales de la República, para conocer las exigencias de la ley. El
Presidente sabe que está, sin lugar a dudas, actuando legal aunque
injustamente. Sabía que esa decisión iba a ser repudiada por los
sectores que todavía aspiran a que la honestidad prime en los
ambientes del Poder Ejecutivo. Dicho sector se ha manifestado con
firmeza en ese sentido. Nadie debía empezar a señalarle al Presidente
los acápites de la ley que él no tomó en cuenta. Él laconsultó
exhaustivamente para fabricar su coartada.
¿Concedió los indultos por familiaridad o amistad con los convictos
favorecidos con su perdón? Evidentemente no. Aquellos convictos no son
ni arientes ni parientes de quien hoy ocupa la cabeza del Estado.
Difícilmente podría predominar en el Leonel político algún sentimiento
afectivo que no estuviera relacionado con su deseo de perpetuarse en
el poder.
Su mente está demasiado ocupada pensando en la Era de Leonel, en su
eternización, aunque tenga que comprar con dinero nuestro el apoyo del
pueblo dominicano. Está convencido que haber obtenido más de la mitad
de los votos en las elecciones pasadas le da el derecho a violentar la
Constitución, tal como lo hizo en el caso de la Sun Land o para
desfalcar el erario y endeudar el país con el clientelismo y el Metro.
Asimismo, considera que los resultados electoralesle permiten
perdonar, inmerecidamente, a delincuentes comunes, tal como acaba de
hacerlo ahora.
Lo que los dominicanos debían estar analizando ahora es por qué y para
qué el presidente Fernández ha tomado esas medidas ampliamente
repudiadas. ¿Será por coincidencia política o ideológica con los
perdonados? Evidentemente no. La política, en el estricto y sano
sentido de la palabra, escasea en los predios del Partido de la
liberación Dominicana y, más aún, en el ambiente palaciego. La codicia
se ocupó de hacerla desaparecer. Recordarle ahora a los peledeístas la
dignidad y el decoro de Juan Bosch es una pérdida de tiempo.
Ellos saben mejor que nosotros que no es olvido, sino negación
premeditada de esos principios. Su estrategia de marketing incluye el
desprecio por la opinión ajena, por lo que se han confesado sordos y
ciegos, aunque, desgraciadamente, no se han declarado mudos. Pero a
pesar del repudio generalizado, desprecian sus criterios porque creen,
equivocadamente, que su monarquía está por encima de la ley y pueden
ignorar las verdaderas necesidades del pueblo dominicano.
Nos toca ahora indagar, con mucha paciencia almacenada, por qué y para
qué Leonel Fernández concedió esos perdones. No denunciemos tanto lo
que pasó, ni el quién, ni el dónde, ni el cuándo, ni el cómo lo hizo.
Lo esencial en este momento es por qué lo hizo el presidente Fernández
y cuáles son los beneficios que espera obtener.
¿Cuánta información se nos ha negado sobre las razones que provocaron
otorgara perdones clandestinos a espaldas de la Comisión de indultos
que él mismo había designado? ¿Qué cosas habrá enterradas por ahí que
sólo aquellos indultados y él Presidente saben de suexis tencia. ¿Qué
esperaremos mucho tiempo para enterarnos? No importa. Tendremos la
paciencia suficiente y necesaria para descubrir, más temprano que
tarde, cómo un delito trató de encubrir otro al contar con la
complicidad de la más alta magistratura del Estado. |