Monseñor Estanislao E. Karlic

Arzobispo Emérito de Paraná

La Eucaristía nos reconcilia

La Iglesia sabe que el designio de Dios es de pecado y redención.  Ha querido mostrarnos su amor hasta el extremo, hasta la cima, al enviar a su Hijo para que nos amara hasta la muerte, hasta morir por nosotros que lo matamos en la cruz.

Si hablamos de reconciliación hoy en este Congreso, es porque queremos vivir con mucha conciencia la verdad de que la Eucaristía nos trae y comunica a ese Jesucristo que nos alcanza con el amor de la cruz y la resurrección.

Queremos pues presentar en esta meditación, la verdad de que la Eucaristía es signo e instrumento de Cristo misericordioso que nos incorpora a El en su amor, para participar de la gloria que Dios Padre le da a su Hijo por su Espíritu, para que, reconciliados y arrancados más plenamente del pecado, nos transformemos en servidores, ministros de la reconciliación.

La Eucaristía, sacramento de comunión con Cristo y todos los hombres, siempre y necesariamente, es sacramento, signo e instrumento, del amor que nos reconcilia.  Celebrar la Eucaristía es dejarse reconciliar para comulgar con Dios y los hombres.  La Iglesia es una comunidad de reconciliados.

1. La Redención es rescate del pecado

Sentido del pecado y sentido de Dios

Hace medio siglo, el Papa Pío XII decía que el mundo había perdido el sentido del pecado.  Ocupando el puesto de Dios, convertido en falso dios, el hombre se constituye en principio absoluto de su conducta y no tiene a quien deba dar razón de sus actos.  Es bueno lo que él acepte o disponga como bueno.  No hay pecado frente a nadie que no sea el hombre mismo, y, en definitiva,  cada individuo.

Esta actitud es propia de una cultura que tiene mucha fuerza en nuestro tiempo, también en Argentina.  No podemos hablar de reconciliación, si no tenemos presente la conciencia de pecado, y en nuestro caso, si no atendemos a la profundización de la pérdida de esta conciencia.

La causa más honda de la pérdida de conciencia de pecado está en que se ha oscurecido el misterio de Dios.  Alejada la verdad de Dios y de su amor, se pierde la luz sobre el hombre, porque el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio de Dios en Jesucristo.  Oscurecido el rostro de Dios, oscurecido el rostro del hombre, se oscurece la dignidad de la responsabilidad, la majestad de la voluntad, de su libertad, capaz, por la gracia, de abrir el camino hacia el cielo, porque su amor, inspirado y elevado por la gracia del Espíritu de Cristo, merece la gloria.

Al hablar de la Eucaristía como el sacramento de la perfecta reconciliación, queremos profundizar el dolor de nuestros pecados, la conciencia de la profundidad del mal del pecado, que es rechazar a Dios y elegir un falso dios.

Queremos profundizar la certeza dolorosa de que no podemos salvarnos por nuestras solas fuerzas; y la certeza gozosa de que podemos salvarnos en Cristo; de la verdad de la Eucaristía como vehículo de todo el amor de la cruz y la resurrección. 

Donde abundó  el pecado sobreabundó la gracia.  La sobreabundancia de la gracia es el Espíritu de Cristo Resucitado, que se derrama sobre la Iglesia en cada eucaristía.  El pecado, el único y terrible mal verdadero del hombre, no es la primera ni será la última palabra de la historia.

La primera y la última palabra de los siglos, que la dijo, la dirá y ya la está diciendo Dios, es el amor misericordioso en Cristo, en la Iglesia, en la Eucaristía.

La primera y la última palabra de Dios para Argentina y para este Congreso, es ese amor, en nuestras eucaristías.

En cada eucaristía se ejerce el misterio de nuestra redención, de nuestro rescate.  Nos transforma el corazón y nos reconcilia con Dios y los hermanos.  Es preciso celebrar en ellas la alianza, el compromiso por completar en nosotros y por nosotros lo que falta al misterio de reconciliación y comunión que es el misterio de Cristo.

2. Sólo Cristo es el Salvador y sólo la Iglesia su sacramento universal

El pecado es ofensa, rechazo de Dios como Dios y afirmación de la creatura como absoluto.  Es preciso intuir el horror del pecado como misterio de iniquidad.  Su profundidad sólo se descubre desde el misterio de piedad.  Sólo saber que el pecado del hombre es el motor que impulsa a matar al Hijo de Dios hecho hombre, nos hace conocer la profundidad de la maldad de la creatura y de su pecado.  Sólo Dios puede perdonar esa maldad.

El perdón y la reconciliación es don del mismo Señor.  Es don de su misericordia, Dios lo prometió inmediatamente después del pecado de los primeros padres: “Entonces Dios dijo a la serpiente: ... enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza...” (Gen 3, 14-15).

El Señor Dios fue preparando su venida por los patriarcas y los profetas, por el pueblo de Israel, hasta que, en la plenitud de los tiempos envió Dios Padre a su Hijo Jesucristo, para que nos salvara de la maldad del pecado y del infierno, y nos abriera las puertas de su Reino.

El Señor Jesús es el único Salvador.  No sólo es un salvador, sino el único Salvador: dispensador del amor gratuito del Padre, que en una nueva creación renueva todas las cosas.  Es una obra más maravillosa que la que hizo al comienzo de todas las cosas y de todos los siglos; más aún, es la verdadera intención de toda su obra, porque la primera creación fue hecha por El, en orden a la segunda creación en Cristo, que es la que anuncia en la aurora de los tiempos.  San Pablo nos dice en la Epístola a los Colosenses: “El –Jesucristo- es imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación porque en El fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles... Todo fue creado por él y  para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia... pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando con la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos” (1,15-20).  El Señor  se llega más claramente a aquellos que lo conocen, lo confiesan y lo siguen en la obediencia de su amor, pero se llega realmente a todos, aunque menos claramente.  Nadie está fuera de su amor salvador y de su influjo.  Nadie carece de los auxilios necesarios para rechazar el pecado y acoger el llamado de Dios a seguir su voluntad, manifestada en su conciencia.

Intentando focalizar lo que he dicho, propongo las siguientes afirmaciones:

Ø      Nadie puede apartarse del mal del pecado por sus solas fuerzas.

Ø      Todos pueden transitar el camino de la reconciliación, porque todos reciben la gracia necesaria.

Ø      Todos la reciben por obra del Espíritu Santo, que Jesús nos envía desde la gloria de su resurrección.

San Agustín dice: “Da lo que mandas y manda lo que quieres”.  La unicidad del Salvador y la universalidad de su amor manifiestan la autenticidad de su amor, porque el amor verdadero es universal, sin exclusiones, y porque es gratuito: da y se da Dios porque nos ama, no por otra razón que lo constriña.  Así es el amor: gratis da y por eso siempre es amor.  En el mundo de esta generosidad quiere el Señor que existamos.  Gratis recibimos gratis debemos dar.  Gratis recibimos por los modos y caminos que el amor primero de Dios ha decidido, para que en ellos nos encontremos con su bondad.

El designio de Dios en Cristo es un plan de amor y libertad, que debe ser acogido y vivido como tal: siempre es Dios quien se nos regala, y siempre nosotros debemos recibir ese amor y esa libertad, no como queremos sino como El nos ha amado y nos ama.  La salvación es un don, creado por el amor de Dios.  La salvación no es una obra del hombre, inventada por él.

La Iglesia se sabe enviada a anunciar este amor gratuito de Dios en Cristo y en ella, Cuerpo místico de Cristo.  Por eso, como su Señor, debe amar a los hombres con un amor total, hasta la muerte.  Quien no ama con amor de mártir, no ama de verdad.  En realidad ese amor único de Cristo, ese amor que nos salva, debe ser tal que arrebate el corazón de los hombres, para que, amados, amen; amados hasta la muerte, amen hasta la muerte.

De esta forma, como Cristo, deben los miembros de la Iglesia, hacer presente el amor de Cristo para reconciliar a los hombres con Dios y entre sí.

Este amor de Cristo está presente sacramentalmente en todos los sacramentos de la Iglesia, pero principalmente en la Eucaristía, fuente y culmen de toda la vida cristiana.

Toda la vida de la Iglesia tiene fuerza sacramental, por la presencia de Cristo que derrama su Espíritu y escribe en la carne, en el corazón de los creyentes, la ley del amor.

Así pues, desde el corazón del Padre, por mediación de Jesucristo muriendo y resucitando, nos llega el Espíritu de la vida nueva.  Este Cristo vivo, porque nos amó y nos ama hasta la muerte, se hace vida nuestra al hacerse comida y bebida nuestra en la Eucaristía.

El adviento de Cristo a la carne, en María Santísima, se continúa en el adviento de cada eucaristía para hacerse carne en nosotros, su Cuerpo Místico.  En realidad ya empezó a extender su encarnación en el bautismo y la confirmación, pero la hace perfecta en el sacramento de su sacrificio glorioso.  El adviento del Hijo al mundo de los hombres se hace pleno en su amor cuando nos hace sacrificio agradable a Dios en su Pascua.

Esto es la Eucaristía: plenitud de Cristo en nosotros, como es plenitud de su vida, su muerte y resurrección, el paso a la gloria del Padre, su Pascua.  

3. La Eucaristía, celebración de la reconciliación plena

La eucaristía, pues, es sacramento de la Pascua, sacramento del tránsito, del paso al Reino, a la gloria del Reino de Dios.

Por eso la Eucaristía es el sacramento de la plenitud de nuestra santidad, de nuestra vida en Cristo, de nuestra reconciliación con Dios, a quien habíamos rechazado con nuestro pecado.

La Eucaristía es el sacramento de la plenitud de nuestra reconciliación porque al comer y beber a Cristo, por El, con El y en El, llegamos al corazón del Padre, y vivimos escondidos con Cristo, en Dios.  Hijos en el Hijo, para pronunciar, con el amor del Espíritu, la única Palabra Eterna, el Verbo Eterno de Dios Padre.

La Eucaristía, a la cual me acerco por el bautismo, la confirmación, y cuando he pecado de nuevo, por el sacramento de la penitencia, es la cumbre de mi reconciliación con Dios, y por ello es la gran fiesta de los hombres y la Iglesia, que celebramos cada domingo, y para muchos, cada día.

La Eucaristía nos trae la gracia de la plena reconciliación y comunión con el Padre, en Cristo por el Espíritu.

Y nos trae, por ello mismo, en Cristo, la reconciliación y la comunión con todos los que ya están en Cristo, y nos impulsa a buscar la comunión con todos los hombres: los de mi familia, los de mi parroquia, los de mi diócesis, los de mi nación y los del mundo de mi tiempo.

La Eucaristía es el sacramento de la unidad reconciliada porque es el sacramento de Cristo que lleva cautiva la humanidad reconciliada a la gloria del Reino.

La Eucaristía es sacramento de Cristo reconciliante en su muerte y resurrección, pero también de la reconciliación de los que celebramos, para reconciliación con todo el mundo.

Es Cristo el que se hace pan para que nosotros, como granos de trigo dispersos por el campo de la tierra, mojados por el agua de la gracia y cocidos por el fuego del Espíritu, nos hagamos pan del mundo.  El mundo tiene un Pan, un solo Pan, no tiene otro: el que los hace capaces en plenitud de amar hasta la muerte, como Jesús, para amar y dejarse reconciliar por Dios, para amar y reconciliarse con los hermanos.  El cristiano no puede vivir sin este Pan.  Es su Pan y su Vino, es su Fiesta.

Siempre debe reconciliarse porque siempre tiene su pecado, que renueva por su debilidad.  Pero siempre recibe del Padre la invitación a la mesa del altar, para alimentarse con el Pan y el Vino, para hacerse Cristo pascual para vida del mundo, para reconciliación.  No banalicemos, no aniquilemos la cruz de Cristo: necesitamos su gracia, necesitamos la Eucaristía, plenitud del don de Cristo.

Sólo Cristo salva.  Solo Cristo que nos ama hasta la muerte.  Su plenitud está en la Eucaristía.  Nadie se salva sino porque ha sido ya tocado por el Señor y sino porque lo está buscando en su amor culminante, en su Iglesia y en su Eucaristía.

Sólo Cristo salva, reconciliándonos en el amor santo de hijos.  Sólo Cristo salva, reconciliándonos en el amor santo de hermanos.

Vivimos la vida de la gracia, sólo si vivimos el amor de Cristo que nos reconcilia con Dios.

Vivimos la vida de la gracia sólo si vivimos el amor de Cristo a sus hermanos que nos reconcilia con los hombres.

El que dice que ama a Dios y no ama a sus hermanos es un mentiroso.  El que dice que ama a Dios y no se reconcilia con sus hermanos, es un mentiroso.

El amor a Dios y a los hermanos tiene un solo camino: Cristo que muere y resucita, Cristo que nos reconcilia.

Cristo que en la Eucaristía de la Iglesia nos hace suyos, nos hace unos de otros, nos reconcilia con su amor, nos reúne con el vínculo de la paz.

El Señor nos hizo para El, e inquieto está nuestro corazón mientras no descanse en El.  El camino es Cristo que nos reconcilia con el Padre; es la Iglesia, sacramento universal de la comunión, sacramento universal de la reconciliación; es la Eucaristía, sacramento de la pascua de Cristo, de la reconciliación plena que nos reúne en la mesa en que se nos ofrece el Cuerpo de Cristo entregado por y para nosotros, la sangre de Cristo derramada por y para nosotros.  Comamos lo que somos  -nos dice San Agustín-  porque lo que está sobre el altar es lo que somos: Cristo que ama hasta el fin, hasta la muerte.  La vocación cristiana es vocación de humildad, de reconocimiento de nuestros pecados, de iniciativa del perdón, del perdón a aquel que nos mata, porque por ese amor fuimos salvados y reconciliados nosotros.

Para ser fieles a este destino, debemos alimentarnos de aquel que así nos amó, nos sigue amando y ama a todos los hombres hoy.  Debemos alimentarnos de Cristo en la Eucaristía.

Preguntas

1)     ¿Tenemos sentido del pecado, de la gravedad del rechazo de Dios?  ¿Creemos que Jesucristo es el único Salvador que nos reconcilia y que la Iglesia es su único sacramento para esta reconciliación?

2)     Si Jesucristo es el único Salvador, ¿por qué la Eucaristía tiene fuerza de reconciliación?

3)     ¿Qué importancia tiene la participación en la misa dominical para una auténtica reconciliación de la comunidad celebrante y de la sociedad entera?

 

 

 

Expositores

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