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Para el niño, entrar en la escuela, es entrar en un mundo nuevo en el que deberá adquirir progresivamente determinados conocimientos. Psicológicamente, esto es una novedad, ya que pasa de un sistema de conocimientos libremente adquiridos a otro fundado sobre reglas de aprendizaje. Y desde el punto de vista afectivo, la escolaridad implica una separación del medio familiar y una nueva manera de relación social, dado que debe integrarse a un grupo nuevo. Este "grupo" y "mundo" nuevo tienen normas más rígidas, es heterogéneo, hay competencias, envidias, responsabilidades desconocidas hasta entonces; todo esto forma parte del desarrollo del niño y al principio no es nada fácil. Otro factor muy importante en la adaptación escolar es la
integración del niño en el grupo. Esta no siempre se logra, y parece ser que la aceptación no está en función de su grado de inteligencia sino de su madurez, de su capacidad de participación y de cierta ingeniosidad en las relaciones (que dependen de la previa organización afectiva del niño).
Todo alumno llega al colegio con su historia,
la maestra, como representante del conocimiento y la autoridad, tiene que desempeñar dos roles: 1) el de transmitir sus conocimientos pedagógicamente; 2) el de responder a las necesidades afectivas, personalidades y problemas del grupo. La maestra es el modelo de identificación a partir del momento en que se establece una comunicación entre ella y el alumno. Los niños buscan en ella, inconscientemente, el equivalente de sus padres o bien las cualidades que habrían querido encontrar en ellos.
Los padres no están ausentes en esta nueva sociedad que es la escuela, pues van a desempeñar un papel muy importante en la apetencia o en la indiferencia del niño hacia el colegio. Los padres pueden sentir a la escolarización como un principio de autonomía del niño, o como un atentado a la unidad familiar ya que inconscientemente reviven sus propios problemas escolares, sus ambiciones o sus deseos insatisfechos. Proyectan sobre el niño y el colegio sus propias inseguridades, de ahí las exigencias de una buena escolaridad o, al contrario, una desvalorización de los éxitos.
Los niños, a su vez, tienen sus propias motivaciones para aprender, pues algunos consideran al esfuerzo escolar como una manera de agradar a los padres; para otros el éxito escolar se valora en función de otros alumnos del mismo grupo (pares) desencadenando reacciones de amor propio y rivalidad.
Más allá de estas motivaciones, no olvidemos que,
en todo niño existe el genuino deseo de saber y el placer de aprender. Este deseo se va desarrollando por etapas evolutivas que van desde "el juego" al "trabajo" (pero de este tema nos ocuparemos en otra oportunidad).
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