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Al día siguiente se fue, inspirado por un celo aún mayor por el
servicio de Dios. Fue al encuentro del anciano ya antes mencionado
(3-5) y le rogó que se fuera a vivir con él en el desierto. El
otro declinó la invitación a causa de su edad y porque tal modo de
vivir no era todavía costumbre. Entonces se fue solo a vivir a la
montaña. ¡Pero ahí estaba de nuevo el enemigo! Viendo su seriedad
y queriendo frustarla, proyectó la imagen ilusoria de un disco de
plata sobre el camino. Pero Antonio, penetrando en el ardid del que
odia el bien, se detuvo y, desenmascaró al demonio en él,
diciendo: " ¿Un disco en el desierto? ¿De dónde sale esto?
Esta no es una carretera frecuentada, y no hay huellas de que haya
pasado gente por este camino. Es de gran tamaño y no puede haberse
caído inadvertidamente. En verdad, aunque se hubiera perdido, el
dueño habría vuelto y lo habría buscado, y seguramente lo habría
encontrado porque es una región desierta. Esto es engaño del
demonio. ¡No vas a frustrar mi resolución con estas cosas,
demonio! ¡Tu dinero perezca junto contigo!" (Hch 8,20). Y
al decir esto Antonio, el disco desapareció como humo.
Luego, mientras caminaba, vio de nuevo, no ya otra ilusión, sino
oro verdadero, desparramado a lo largo del camino. Pues bien, ya sea
que al mismo enemigo le llamó la atención, o si fue un buen espíritu
el que atrajo al luchador y le demostró al demonio de que no se
preocupabas ni siquiera de las riquezas auténticas, él mismo no lo
indicó, y por eso no sabemos nada sino que era realmente oro lo que
allí había. En cuanto a Antonio, quedó sorprendido por la
cantidad que había, pero atravesó por él, como si hubiera sido
fuego y siguió su camino sin volverse atrás. Al contrario, se puso
a correr tan rápido que al poco rato perdió de vista el lugar y quedó
oculto de él.
Así, afirmándose más y más en su propósito, se apresuro hacia la
montaña. En la parte distante del río encontró un fortín desierto
que con el correr del tiempo estaba plagado de reptiles. Allí se
estableció para vivir. Los reptiles como si alguien los hubiera
echado, se fueron de repente. Bloqueó la entrada, después de
enterrar pan para seis meses -así lo hacen los tebanos y a menudo los
panes se mantienen frescos por todo un año-, y teniendo agua a mano,
desapareció como en un santuario. Quedó allí solo, no saliendo
nunca y no viendo pasar a nadie. Por mucho tiempo perseveró en esta
práctica ascética; solo dos veces al año recibía pan, que lo
dejaba caer por el techo.
Sus amigos que venían a verlo, pasaban a menudo días y noches
fuera, puesto que no quería dejarlos entrar. Oían que sonaba como
una multitud frenética, haciendo ruidos, armando tumulto, gimiendo
lastimeramente y chillando: "¡Ándate de nuestro dominio! ¿Que
tienes que hacer en el desierto? Tú no puedes soportar nuestra
persecución." Al principio los que estaban afuera creían que había
hombres peleando con él y que habrían entrado por medio de escaleras,
pero cuando atisbaron por un hoyo y no vieron a nadie, se dieron cuenta
que eran los demonios los que estaban en el asunto, y, llenos de
miedo, llamaron a Antonio. El estaba más inquieto por ellos que por
los demonios. Acercándose a la puerta les aconsejó que se fueran y
no tuvieran miedo. Les dijo: "Sólo contra los miedosos los
demonios conjuran fantasmas. Ustedes ahora hagan la señal de la cruz
y vuélvanse a su casa sin temor, y déjenlos que se enloquezcan ellos
mismos."
Entonces se fueron, fortalecidos con la señal de la cruz, mientras
él se quedaba sin sufrir ningún daño de los demonios. Pero tampoco
se fastidiaba de la contienda, porque la ayuda que recibía de lo alto
por medio de visiones y la debilidad de sus enemigos, le daban gran
alivio en sus penalidades y ánimo para un mayor entusiasmo. Sus
amigos venían una y otra vez esperando, por supuesto, encontrarlo
muerto, pero lo escuchaban cantar: "Se levanta Dios y se dispersan
sus enemigos, huyen de su presencia los que lo odian. Como el humo se
disipa, se disipan ellos; como se derrite las cera ante el fuego,
así perecen los impíos ante Dios" (Sal 67,2). Y también:
"Todos los pueblos me rodeaban, en el nombre del Señor los
rechacé" (Sal 117,10).
Así pasó casi veinte años practicando solo la vida ascética, no
saliendo nunca y siendo raramente visto por otros. Después de esto,
como había muchos que ansiaban y aspiraban imitar su santa vida, y
algunos de sus amigos vinieron y forzaron la puerta echándolas abajo,
Antonio salió como de un santuario, como un iniciado en los sagrados
misterios y lleno del Espíritu de Dios. Fue la primera vez que se
mostró fuera del fortín a los que vinieron hacia él. Cuando lo
vieron, estaban asombrados al comprobar que su cuerpo guardaba su
antigua apariencia: no estaba ni obeso por falta de ejercicio ni
macilento por sus ayunos y luchas con los demonios: era el mismo hombre
que habían conocido antes de su retiro.
El estado de su alma era puro, pues no estaba ni encogido por la
aflicción, ni disipado por la alegría, ni penetrado por la
diversión o el desaliento. No se desconcertó cuando vio la multitud
ni se enorgulleció al ver a tantos que lo recibían. Se tenía
completamente bajo control, como hombre guiado por la razón y con gran
equilibrio de carácter.
Por él sanó a muchos de los presentes que tenían enfermedades
corporales y liberó a otros de espíritus impuros. Concedió también
a Antonio el encanto en el hablar; y así confortó a muchos en sus
penas y reconcilió a otros que se peleaban. Exhortó a todos a no
preferir nada en este mundo al amor de Cristo. Y cuando en su
discurso los exhortó a recordar los bienes venideros y la bondad
mostrada a nosotros por Dios, "que no perdonó a su Hijo, sino que
lo entregó por todos nosotros (Rm 8,32), indujo a muchos a
abrazar la vida monástica. Y así aparecieron celdas monacales en la
montaña y el desierto se pobló de monjes que abandonaban a los suyos y
se inscribían para ser ciudadanos del cielo (Hb 3,20;
12,23).
Una vez tuvo necesidad de cruzar el canal de Arsinoé -la ocasión
fue para una visita a los hermanos-; el canal estaba lleno de
cocodrilos. Simplemente oró, se metió con todo sus compañeros, y
pasó al otro lado sin ser tocado. De vuelta a su celda, se aplicó
con todo celo a sus santos y vigorosos ejercicios. Por medio de
constantes conferencias encendía el ardor de los que ya eran monjes e
incitaba a muchos otros al amor de la vida ascética; y pronto, en la
medida en que su mensaje arrastraba a hombres a través de él, el
número de celdas monacales se multiplicaba y para todos era como un
padre y guía.
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