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Un día en que él salió, vinieron todos los monjes y le pidieron una
conferencia. El les habló en lengua copta como sigue:
"Las Escrituras bastan realmente para nuestra instrucción. Sin
embargo, es bueno para nosotros alentarnos unos a otros en la fe y usar
de la palabra para estimularnos. Sean, por eso, como niños y
tráiganle a su padre lo que sepan y díganselo, tal como yo, siendo
el mas antiguo, comparto con ustedes mi conocimiento y mi experiencia.
Para comenzar, tengamos todos el mismo celo, para no renunciar a lo
que hemos comenzado, para no perder el nimo, para no decir: "Hemos
pasado demasiado tiempo en esta vida ascética." No, comenzando de
nuevo cada día, aumentemos nuestro celo. Toda la vida del hombre es
muy breve comparada con el tiempo que a de venir, de modo que todo
nuestro tiempo es nada comparada con la vida eterna. En el mundo,
todo se vende; y cada cosa se comercia según su valor por algo
equivalente; pero la promesa de la vida eterna puede comprarse con muy
poco. La Escritura dice: "Aunque uno viva setenta años y el más
robusto hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil" (Sal
89,10). Si, pues, todos vivimos ochenta años o incluso cien,
en la práctica de la vida ascética, no vamos a reinar el mismo
período de cien años, sino que en vez de los cien reinaremos para
siempre. Y aunque nuestro esfuerzo es en la tierra, no recibiremos
nuestra herencia en la tierra sino lo que se nos ha prometido en el
cielo. Más, aún, vamos a abandonar nuestro cuerpo corruptible y a
recibirlo incorruptible (1 Co 15,42).
Así, hijitos, no nos cansemos ni pensemos que estamos afanándonos
mucho tiempo o que estamos haciendo algo grande. Pues los sufrimientos
de la vida presente no pueden compararse con la gloria separada que nos
ser revelada (Rm 8,18). No miremos hacia a través, hacia el
mundo, que hemos renunciado a grandes cosas. Pues incluso todo el
mundo, y no creamos que es muy trivial comparado con el cielo. Aunque
fuéramos dueños de toda la tierra y renunciaremos a toda la tierra,
nada sería comparado con el reino de los cielos. Tal como una persona
despreciaría una moneda de cobre para ganar cien monedas de oro, así
es que el dueño de la tierra y renuncia a ella, da realmente poco y
recibe cien veces más (Mt 19,29). Pues, ni siquiera, toda
la tierra equivale el valor del cielo, ciertamente el que entrega una
poca tierra no debe jactarse ni apenarse; lo que abandona es
prácticamente nada, aunque sea un hogar o una suma considerable de
dinero de lo que se separa.
"Debemos además tener en cuenta que si no dejamos estas cosas por el
amor a la virtud, después tendremos que abandonarlas de todos modos y
a menudo también, como nos recuerda el Eclesiastés" (2,18;
4,8; 6,2), a personas a las que no hubiéramos querido
dejarlas. Entonces, ¿por qué no hacer de la necesidad virtud y
entregarlas de modo que podamos heredar un reino por añadidura? Por
eso, ninguno de nosotros tenga ni siquiera el deseo de poseer
riquezas. ¿De qué nos sirve poseer lo que no podemos llevar con
nosotros? ¿Por qué no poseer mas bien aquellas cosas que podamos
llevar con nosotros: prudencia, justicia, templanza, fortaleza,
entendimiento, caridad, amor a los pobres, fe en Cristo, humildad,
hospitalidad? Una vez que las poseamos, hallaremos que ellas van
delante de nosotros, preparándonos la bienvenida en la tierra de los
mansos (Lc 16,9; Mt 5,4).
"Con estos pensamientos cada uno debe convencerse que no hay que
descuidarse sino considerar que se es servidor del Señor y atado al
servicio de su Maestro. Pero un sirviente no se va atrever a decir:
"Ya que trabajé ayer, no voy a trabajar hoy." Tampoco se va a
poner a calcular el tiempo que se ya ha servido y a descansar durante
los día que le quedan por delante; no, día tras día, como está
escrito en el Evangelio (Lc 12,35-38; 17,7-10; Mt
24,45), muestra la misma buena voluntad para que pueda agradar a
su patrón y no causar ninguna molestia. Perseveremos, pues, en la
práctica diaria de la vida ascética, sabiendo de que si somos
negligentes un solo día, El no nos va a perdonar en consideración al
tiempo anterior, sino que se va a enojar con nosotros por nuestro
descuido. Así lo hemos escuchado en Ezequiel (Ez
18,24-26; 33,12ss); lo mismo Judas, que en una sola
noche destruyó el trabajo de todo su pasado.
Por eso, hijos, perseveremos en la práctica del ascetismo y no nos
desalentemos. También tenemos en esto al Señor que nos ayuda,
según la Escritura: "Dios coopera para el bien" (Rm 8,28)
con todo el que elige el bien. Y en cuanto a que no debemos
descuidarnos, es bueno meditar lo que dice el apóstol: "muero cada
día" (1 Co 15,31). Realmente si nosotros también
viviéramos como si en cada nuevo día fuéramos a morir, no
pecaríamos. En cuanto a la cita, su sentido es este: Cuando nos
despertamos cada día, deberíamos pensar que no vamos a vivir hasta la
tarde; y de nuevo, cuando nos vamos a dormir, deberíamos pensar que
no vamos a despertar. Nuestra vida es insegura por naturaleza y nos es
medida diariamente por Providencia. Si con esta disposición vivimos
nuestra vida diaria, no cometeremos pecado, no codiciaremos nada, no
tendremos inquina a nadie, no acumularemos tesoros en la tierra; sino
que como quien cada día espera morirse, seremos pobres y perdonaremos
todo a todos. Desear mujeres u otros placeres sucios, tampoco
tendremos semejantes deseos sino que le volveremos las espaldas como a
algo transitorio combatiendo siempre y teniendo ante nuestros ojos el
día del juicio. El mayor temor a juicio y el desasosiego por los
tormentos, disipan invariablemente la fascinación del placer y
fortalecen el nimo vacilante.
"Ahora que hemos hecho un comienzo y estamos en la senda de la
virtud, alarguemos nuestros pasos aún más para alcanzar lo que
tenemos delante (Flp 3,13). No miremos atrás, como hizo la
mujer de Lot (Gn 19,26), porque sobretodo el Señor ha
dicho: "Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, es
apto para el reino de los cielos" (Lc 9,62). Y este mirar
hacia atrás no es otra cosa sino arrepentirse de lo comenzado y
acordarse de nuevo de lo mundano.
Cuando oigan hablar de la virtud, no se asusten ni la traten como
palabra extraña. Realmente no está lejos de nosotros ni su lugar
está fuera de nosotros; no, ella está dentro de nosotros, y su
cumplimiento es fácil camino y cruzan el mar para estudiar las letras;
pero nosotros no tenemos necesidad de ponernos en camino por el reino de
los cielos ni de cruzar el mar para alcanzar la virtud. El Señor nos
lo dijo de antemano: "El reino de los cielos está dentro de nosotros
y brota de nosotros." La virtud existe cuando el alma se mantiene en
su estado natural. Es mantenida en su estado natural cuando queda
cuando vino al ser. Y vino al ser limpia y perfectamente íntegra
(Ecl 7,30). Por eso Josué, el hijo de Nun, exhortó al
pueblo con estas palabras: "Mantengan íntegro sus corazones ante el
Señor, el Dios de Israel" (Jos 24,26); y Juan:
"Enderecen sus caminos" (Mt 3,3). El alma es derecha cuando
la mente se mantiene en el estado en que fue creada. Pero cuando se
desvía y se pervierte de su condición natural, eso se llama vicio del
alma.
La tarea no es difícil: si quedamos como fuimos creados, estamos en
estado de virtud, pero si entregamos nuestra mente a cosas bajas,
somos considerados perversos. Si este trabajo tuviese que ser
realizado desde fuera, sería en verdad difícil; pero dado que está
dentro de nosotros, cuidémonos de pensamientos sucios. Y habiendo
recibido el alma como algo confiado a nosotros, guardémosla para el
Señor, para que el pueda reconocer su obra como la misma que hizo.
"Luchemos, pues, para que la ira no sea nuestro dueño ni la
concupiscencia nos esclavice. Pues está escrito 'que la ira del
hombre no hace lo que agrada a Dios'(St 1,20). Y la
concupiscencia ' cuando ha concebido, da a luz el pecado; y de este
pecado, cuando esta desarrollado, nace la muerte (St 1,15).
Viviendo esta vida, mantengámonos cuidadosamente en guardia y, como
está escrito, guardemos nuestro corazón con toda vigilancia (Pr
4,23). Tenemos enemigos poderosos y fuertes: son los demonios
malvados; y contra ellos 'es nuestra lucha', como dice el apóstol,
'no contra gente de carne y hueso, sino contra las fuerzas
espirituales de maldad en las regiones celestiales, es decir, los que
tienen mando, autoridad y dominio en este mundo oscuro' (Ef
6,12). Grande es su número en el aire a nuestro alrededor, y no
están lejos de nosotros. Pero la diferencia entre ellos es
considerable. Nos llevaría mucho tiempo dar una explicación de su
naturaleza y distinciones, tal disquisición es para otros más
competentes que yo; lo único urgente y necesario para nosotros ahora
es conocer sólo sus villanías contra nosotros.
Mientras Antonio discurría sobre estos asuntos con ellos, todos se
regocijaban. Aumentaba en algunos la virtud, en otros desaparecía la
negligencia, y en otros la vanagloria era reprimida. Todos prestaban
consejos sobre los ardides del enemigo, y se admiraban de la gracia
dada a Antonio por el Señor para discernir los espíritus.
Así sus solitarias celdas en las colinas eran como las tiendas llenas
de coros divinos, cantando salmos, estudiando, ayunando, orando,
gozando con la esperanza de la vida futura, trabajando para dar
limosnas y preservando el amor y la armonía entre sí. Y en
realidad, era como ver un país aparte, una tierra de piedad y
justicia. No había malhechores ni víctimas del mal ni acusaciones
del recaudador de impuestos, sino una multitud de ascetas, todos con
un solo propósito: la virtud. Así, al ver estas celdas solitarias
y la admirable alineación de los monjes, no se podía menos que elevar
la voz y decir: "¡Qué hermosas son las tiendas, oh Jacob! ¡Tus
habitaciones, oh Israel! Como arroyos están extendidas, como
huertos junto al río, como tiendas plantadas por el Señor, como
cedros junto a las aguas" (Núm 24,5).
Antonio volvió como de costumbre a su propia celda e intensificó sus
prácticas ascéticas. Día tras día suspiraba en la meditación de
las moradas celestiales (Jn 14,12), con todo anhelo por ellas,
viendo la breve existencia del hombre. Al pensamiento de la naturaleza
espiritual del alma, se avergonzaba cuando debía aprestarse a comer o
dormir o a ejecutar las otras necesidades corporales. A menudo,
cuando iba a compartir su alimento con otros monjes, le sobrevenía el
pensamiento del alimento espiritual y rogando que le perdonaran, se
alejaba de ellos, como si le diera vergüenza de que otros lo vieran
comiendo. Comía, por su puesto, porque su cuerpo lo necesitaba, y
frecuentemente lo hacía también con los hermanos, turbado a causa de
ellos, pero hablándoles por la ayuda que sus palabras significaban
para ellos. Acostumbraba a decir que se debía dar todo su tiempo al
alma más bien que al cuerpo. Ciertamente, puesto que la necesidad lo
exige, algo de tiempo tiene que darse al cuerpo, pero en general
deberíamos dar nuestra primera atención al alma y buscar su progreso.
Ella no debería ser arrastrada hacia abajo por los placeres del
cuerpo, sino que el cuerpo debe ser puesto bajo sujeción del alma.
Esto, decía, es lo que el Salvador expresó: "No se preocupen
por la vida, por lo que van a comer o beber, ni estén inquietos
ansiosamente; la gente del mundo busca todas esas cosas. Pero su
Padre sabe que ustedes necesitan todo esto. Busquen primero su Reino
y todo esto se les dar dado por añadidura" (Lc
12,22,29-31; Mt 6,31-33).
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