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Después de esto, la persecución de Maximino (en el año 311),
que irrumpió en esa época, se abatió sobre la Iglesia. Cuando los
santos mártires fueron llevados a Alejandría, él también dejó su
celda y los siguió, diciendo: "vayamos también nosotros a tomar
parte en el combate si somos llamados, o a ver a los combatientes."
Tenía el gran deseo de sufrir el martirio, pero como no quería
entregarse a sí mismo, servía a los confesores de la fe en las minas
y en las prisiones. Se afanaba en el tribunal, estimulando el celo de
los mártires cuando los llamaban, y recibiéndolos y escoltándolos
cuando iban a su martirio, quedando junto a ellos hasta que expiraban.
Por eso el juez, viendo su intrepidez y la de sus compañeros y su
celo en estas cosas, dio orden de que ningún monje apareciera en el
tribunal o estuviera en la ciudad. Todos los demás pensaron
conveniente esconderse ese día, pero Antonio se preocupó tan poco de
ello que lavó sus ropas y al día siguiente se colocó al frente de
todos, en un lugar prominente, a vista y presencia del prefecto.
Mientras todos se admiraban y el prefecto mismo lo veía al acercarse
con todos los funcionarios, el estaba ahí de pie, sin miedo,
mostrando el espíritu anhelante característico de nosotros los
cristianos. Como lo expresé antes, oraba para que también él
pudiera ser martirizado, y por eso se apenaba por no haberlo sido.
Pero el Señor cuidaba de él para nuestro bien y para el bien de
otros, a fin de que pudiera se maestro de la vida ascética que él
mismo había aprendido en las Escrituras. De hecho, muchos, sólo
con ver su actitud, se convirtieron en celosos seguidores de su modo de
vida. De nuevo, por eso, continuó con su costumbre, de ir al
servicio de los confesores de la fe y, como si estuviera encadenado con
ellos (Hb 13,3), se agotó en su afán por ellos.
Cuando finalmente la persecución cesó y el obispo Pedro, de santa
memoria, hubo sufrido el martirio, se fue y volvió a su celda
solitaria, y ahí fue mártir cotidiano en su conciencia, luchando
siempre las batallas de la fe. Practicó una vida ascética llena de
celo y más intensa. Ayunaba continuamente, su vestidura era de pelo
la interior y de cuero la exterior, y la conservó hasta el día de su
muerte. Nunca bañó su cuerpo para lavarse, ni tampoco lavó sus
pies ni se permitió meterlos en el agua sin necesidad. Nadie vio su
cuerpo desnudo hasta que murió y fue sepultado.
Vuelto a la soledad, determinó un período de tiempo durante el cual
no saldría ni recibiría a nadie. Entonces un oficial militar, un
cierto Martiniano, llegó a importunar a Antonio: tenía una hija a
la molestaba el demonio. Como persistía ante él, golpeado a la
puerta y rogando que saliera y orara a Dios por su hija, Antonio no
quiso salir sino que, usando una mirilla le dijo: "Hombre ¿por qué
haces todo ese ruido conmigo? Soy un hombre tal como tú. Si crees
en Cristo a quien yo sirvo, ándate y como eres creyente, ora a Dios
y se te conceder ." Ese hombre se fue y creyendo e invocando a
Cristo, y su hija fue librada del demonio. Muchas otras cosas hizo
también el Señor a través de él, según la palabra: "Pidan y se
les dará" (Lc 11,9). Muchísima gente que sufría, dormía
simplemente fuera de su celda, ya que él no quería abrirle la
puerta, y eran sanados por su fe y su sincera oración.
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