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Cuando se vio acosado por muchos e impedido de retirarse como eran su
propósito y su deseo, e inquieto por lo que el Señor estaba obrando
a través de él, pues podía transformarse en presunción, o alguien
podía estimarlos más de lo que convenía, reflexionó y se fue hacia
la Alta Tebaida, a un pueblo en el que era desconocido. Recibió
pan de los hermanos y se sentó a la orilla del río, esperando ver un
barco que pasara en el que pudiera embarcarse y partir. Mientras
estaba así aguardando, se oyó una voz desde arriba: "Antonio, ¿a
dónde vas y porque?"
No se desorientó sino que, habiendo escuchado a menudo tales
llamadas, contestó: "Ya que las multitudes no me permiten estar
solo, quiero irme a la Alta Tebaida, porque son muchas las molestias
a las que estoy sujeto aquí, y sobre todo porque me piden cosas más
allá de mi poder." "Si subes a la Tebaida," dijo la voz, "o
si, como también pensaste, bajas a la Bucolia, tendrás más,
sí, el doble más de molestias que soportar. Pero si realmente
quieres estar contigo mismo, entonces vete al desierto interior."
Pero, dijo Antonio, ¿quién me mostrará el camino? Yo no lo
conozco. De repente le llamaron la atención unos sarracenos que
estaban por tomar aquella ruta. Acercándose, Antonio les pidió ir
con ellos al desierto. Ellos le dieron la bienvenida como por orden de
la Providencia. Y viajó con ellos tres días y tres noches y llegó
a una montaña muy alta. Al pie de la montaña había agua, clara
como el cristal, dulce y muy fresca. Extendiéndose desde allí
había una llanura y unos cuantos datileros.
Antonio, como inspirado por Dios, quedó encantado por el lugar,
porque esto fue lo que quiso decir Quien habló con el a la orilla del
Río. Comenzó por conseguir algunos panes de sus compañeros de
viaje y se quedo sólo en la montaña, sin ninguna compañía. En
adelante, miró este lugar como si hubiera encontrado su propio hogar.
En cuanto a los sarracenos, notando el entusiasmo de Antonio,
hicieron del lugar un punto de sus travesías, y estaban contentos de
llevarle pan. También los datileros le daban un pequeño y frugal
cambio de dieta. M s tarde, los hermanos, se las ingeniaron para
mandarle pan. Antonio, sin embargo, viendo que el pan les causaba
molestias porque tenían que aumentar el trabajo que ya soportaban, y
queriendo mostrar consideración a los monjes en esto, reflexionó
sobre el asunto y pidió a algunos de sus visitantes que les trajeran un
azadón y un hacha y algo de grano.
Cuando se lo trajeron, se fue al terreno cerca de la montaña, y
encontrando un pedazo adecuado, con abundante provisión de agua de la
vertiente, lo cultivo y sembró. Así lo hizo cada año y les
suministraba su pan. Estaba feliz de que con eso no tenía que
molestar a nadie, y con todo trataba de no ser carga para otros. Pero
más tarde, viendo que de nuevo llegaba gente a verlo, comenzó
también a cultivar algunas hortalizas, a fin de que sus visitantes
tuvieran algo más para restaurar sus fuerzas después del viaje tan
cansado y pesado.
Al comienzo, los animales del desierto que venían a beber agua le
dañaban los sembrados de la huerta. Entonces atrapó a uno de los
animales, lo retuvo suavemente y les dijo a todos: " ¿Por qué me
hacen perjuicio si yo no les haga nada a ninguno de ustedes?
¡Váyanse, y en el nombre del Señor no se acerquen otra vez a estas
cosas!" Y desde ese entonces, como atemorizados por sus órdenes,
no se acercaron al lugar.
Una vez los monjes le pidieron que regresara donde ellos y pasara
algún tiempo visitándolos a ellos y sus establecimientos. Hizo el
viaje con los monjes que vinieron a su encuentro. Un camello había
cargado con pan y agua, ya que en todo ese desierto no hay agua, y la
única agua potable estaba en la montaña de donde habían salido y en
donde estaba su celda. Yendo de camino se acabó el agua, y estaban
todos en peligro cuando el calor es mas intenso. Anduvieron buscando y
volvieron sin encontrar agua. Ahora estaban demasiado débiles para
poder caminar siquiera. Se echaron al suelo y dejaron que el camello
se fuera, entregándose a la desesperación.
Entonces el anciano, viendo el peligro en que todos estaban, se
llenó de aflicción. Suspirando profundamente, se apartó un poco de
ellos. Entonces se arrodilló, extendió sus manos y oró. Y de
repente el Señor hizo brotar una fuente donde estaba orando, de modo
que todos pudieron beber y refrescarse. Llenaron sus odres y se
pusieron a buscar el camello hasta que lo encontraron, sucedió que el
cordel se había enredado en una piedra y había quedado sujeto. Lo
llevaron a abrevar y, cargándolo con los odres, concluyeron su viaje
sin más deterioros ni accidentes.
Cuando llegó a las celdas exteriores, todos le dieron una cordial
bienvenida, mirándolo como a un padre. El, por su parte, como
trayéndoles provisiones de su montaña, los entretenía con su
narraciones y les comunicaba su experiencia práctica. Y de nuevo hubo
alegría en las montañas y anhelos de progreso, y el consuelo que
viene de una fe común (Rm 1,12). También se alegró de
contemplar el celo de los monjes y al ver a su hermana que había
envejecido en su vida de virginidad, siendo ella misma guía espiritual
de otras vírgenes.
Después de algunos días volvió a su montaña. Desde entonces
muchos fueron a visitarlo, entre ellos muchos llenos de aflicción,
que arriesgaban el viaje hasta él. Para todos los monjes que llegaban
donde él, tenía siempre el mismo consejo: poner su confianza el
Señor y amarlo, guardarse a sí mismo de los malos pensamientos y de
los placeres de la carne, y no ser seducido por el estómago lleno,
como está escrito en los Proverbios (Prov 24,15). Debían
huir de la vanagloria y orar continuamente; cantar salmos antes y
después del sueño; guardar en el corazón los mandamientos impuestos
en las Escrituras y recordar los hechos de los santos, de modo que el
alma, al recordar los mandamientos, pueda inflamarse ante el ejemplo
de su celo. Les aconsejaba sobre todo recordar siempre la palabra del
apóstol: "Que el sol no se ponga sobre tu ira" (Ef 4,26), y
a considerar estas palabras como dichas de todos los mandamientos: el
sol no debe ponerse no sólo sobre la ira sino sobre ningún otro
pecado.
Es enteramente necesario que el sol no condene por ningún pecado de
día, ni la luna por ninguna falta o incluso pensamiento nocturno.
Para asegurarnos de esto, es bueno escuchar y guardar lo que dice el
apóstol: "Júzguense y pruébense ustedes mismos" (2 Co
13,5). Por eso cada uno debe hacer diariamente un examen de lo
que ha hecho de día y de noche; si ha pecado, deje de pecar; si no
ha pecado, no se jacte por ello. Persevere mas bien en la practica de
lo bueno y no deje de estar en guardia. No juzgue a su prójimo ni se
declare justo él mismo, como dice el santo apóstol Pablo, "Hasta
que venga el Señor y saque a luz lo que está escondido" (1 Co
4,5; Rm 2,16). A menudo no tenemos conciencia de lo que
hacemos; nosotros no lo sabemos, pero el Señor conoce todo. Por
eso dejémosle el juicio a El, compadezcámonos mutuamente y
"llevemos los unos las cargas de los otros" (Gal 6,2).
Juzguémonos a nosotros mismo y, si vemos que hemos disminuido,
esforcémonos con toda seriedad para reparar nuestra deficiencia. Que
esta observación sea nuestra salvaguardia con el pecado: anotemos
nuestras acciones e impulsos del alma como si tuviéramos que dar un
informe a otro; pueden estar seguros que de pura vergüenza de que esto
se sepa, dejaremos de pecar y de seguir teniendo pensamientos
pecaminosos. ¿A quién le gusta que lo vean pecando? ¿Quién
habiendo pecado, no preferiría mentir, esperando escapar así a que
lo descubran? Tal como no quisiéramos abandonarnos al placer a vista
de otros, así también si tuviéramos que escribir nuestros
pensamientos para decírselos a otro, nos guardaríamos muchos de los
malos pensamientos, de vergüenza de que alguien los supiera. Que ese
informe escrito sea, pues, como los ojos de nuestros hermanos
ascetas, de modo que al avergonzarnos al escribir como si nos
estuvieran viendo, jamás nos demos al mal. Moldeándonos de esta
manera, seremos capaces de llevar a nuestro cuerpo a obedecernos (1
Co 9,27), para agradar al Señor y pisotear las maquinaciones
del enemigo.
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