"La novela contemporánea casi ignora al héroe. Su material preferido son hombres y mujeres secos, aburridos, miopes, que narran con lágrimas de resina la historia de sus interiores de madera". Roberto Arlt escribe en 1941 esta aguafuerte con irritación, añora lo que no escamotea en sus novelas: aquellos relatos de hombres extraordinarios haciendo cosas extraordinarias; héroes, monstruos, santos, asesinos, tiranos que saben dejar marcas en la memoria de los lectores.
Un poco retomando este malestar de Arlt, un poco redescubriendo un tema que se va apagando en la historia política y cultural de nuestros países, quisimos dedicar este primer dossier de Marginalia a los héroes, sin distinguir su procedencia geográfica o su carácter real o ficcional. Llegados por la convocatoria que hicimos hace unos meses, escogimos cuatro trabajos bien distintos (tres artículos y un cuento) sumando el hallazgo de la bandera que es tapa de sección.
Juan Moreira, José Artigas, himnos nacionales y héroes de bronce, heroínas anónimas que tejen encerradas en una cárcel, un bandolero brasileño que entrega su botín en las favelas, héroes inventados por Hollywood, superhéroes del rock, villanos y anti-héroes inventados también por Hollywood son algunos de los personajes y motivos que transitan este dossier. No quisimos hacer muchas aclaraciones ni tampoco decidir una única interpretación a la que todos debiéramos suscribir, digamos que los trabajos responden a un estímulo. Propusimos algo para poder imaginarnos qué mandarían los lectores o qué entendería cada uno cuando leyera la palabra "héroe". Presentamos, entonces, como en la música, variaciones de un tema.
  "Seja marginal, seja herói"

Cara de Cavalo: Cara de Cavalo fue un marginal-héroe que vivía en la favela del morro Mangueira de Río de Janeiro. Se dedicaba a robar camiones transportadores de alimentos para repartir luego entre los habitantes de la favela. Su fama fue acompañada y acrecentada por las crónicas policiales de su época. Durante cuatro meses, entre mayo y agosto de 1964, fue perseguido por un verdadero ejército de cerca de dos mil hombres de todas las delegaciones de Río de Janeiro. Cara de Cavalo tenía sólo 23 años cuando un aluvión de más de cien balas acabó con su vida en su escondite de Cabo Frío. Entre los policías que dispararon contra él se encontraba Hélio Vígio quien después sería electo diputado estatal con el lema: “El bandido bueno es el bandido muerto”
La Bandera: En octubre de 1968, en Río Janeiro, durante una temporada de presentaciones de Caetano Veloso, Gilberto Gil y Mutantes colgaron la bandera con la inscripción: “Seja marginal, seja herói” creación de Hélio Oiticica en homenaje al héroe-bandido carioca.
Un juez que presenciaba el espectáculo encontró a la bandera que glorificaba a un marginal lo suficientemente peligrosa como para ejercer la censura y cancelar el show.
El autor: Hélio Oiticica conoció y llegó a ser amigo de Cara de Cavalo. Él mismo se refiere al homenaje en estos términos: “Yo hago poemas-protesta que tienen un sentido más social, pero este homenaje a Cara de Cavalo refleja un importante momento ético, decisivo para mí, porque refleja una revuelta individual contra cada tipo de condicionamiento social. En otras palabras: la violencia es justificada como sentido de la revuelta, pero nunca como el de la opresión.”

 
HEROINAS ANONIMAS
Miriam Chespy
JUAN MOREIRA COMO
HEROE POPULAR

Valeria Sager
SOBRE HÉROES
Y VILLANOS (1)

Pablo Rocca
LOS IMAGINARIOS Y
SUS HEROES
Carolina González Pini
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Sentada en el sillón, frente a la ventana abierta, los anteojos caídos sobre la nariz, miraba atentamente su tejido. La aguja de crochet se movía rápida y hábilmente y tras de sí iban creciendo las hiladas. Miraba hacia afuera, esa mañana de invierno, límpida y luminosa, en que el sol se colaba a través de las hojas del árbol que tendía sus ramas tras los cristales. Sus sombras creaban una imagen, en las paredes de la habitación, que giraba a lo largo del día. Tres ramas casi paralelas formaban un dibujo geométrico perfecto, como si allí hubiera realmente un hueco con rejas. Bajó la vista hacia la pequeña canasta donde guardaba las lanas y vio como se agrandaba, se llenaba de ovillos y la habitación se alargaba y se ensanchaba hasta convertirse en un pabellón donde, a un lado, se alineaban, desde la entrada hasta el fondo, todas las camas.

  En una punta de ese gran espacio, cerca de la reja de entrada, los colores más hermosos se arremolinaban en la canasta. Como pelotas, los ovillos azules, lilas, rojos, verdes, amarillos, se superponían desordenadamente. A su alrededor, unas diez mujeres, atentas a su labor, se dedicaban a tejer. Y mientras tejían, iban también desgranando historias, anudando amistades…

En esa actividad, Diana, la cordobesa, era la reina, estaba atenta a lo que todas hacían, explicaba un punto aquí, una técnica allá, con esa cadencia en el hablar tan propia de su tierra, que sonaba relajante, maternal, atenta. Conocía todos los trucos, todos los puntos, y con paciencia, enseñaba los secretos.
La aguja de tejer crochet es corta, se convierte en una parte de la mano, y mediante hábiles movimientos, a derecha e izquierda, se va ensartando, enlazando el hilo, formando nuevos puntos, mientras con la otra, se sostiene el tejido realizado y el hilo que se va a ir usando, de modo que esté en la posición necesaria para lograr el resultado deseado. Y, lo interesante, es trabajar con muchos colores, cambiando el hilo que está a la espera. Y así se puede crear motivos geométricos o informales gamas, o detalles inesperados que convierten el tejido en una explosión cromática. Lo habitual era hacer bolsos, pero, también, gustaban hacer tapices para cuartos de niños, alegres, abstractos, de colores fuertes. Lo importante era lograr la perfección absoluta del tejido, el punto de tensión y tamaño constante, los bordes rectos.

Así pasaban horas y horas por las tardes, llenando ese vacío de vida de las cárceles. Todo era simplemente una espera, espera de un juicio en el caso de esas mujeres, espera de que pase una condena en otros. La tensión de la lejanía del mundo, de la incertidumbre del futuro, se diluía en el movimiento rítmico de las manos y la sensación de estar creando belleza, de estar armando cosas que entregaban como acto de amor, de comunicación con seres que sólo pululaban en los intersticios de sus recuerdos., daba sentido a ese tiempo suspendido de sus vidas.

Los domingos, les llevaban los hilos y entregaban los trabajos terminados. Ese día era una fiesta, no sólo les llevaban los hilos, les llevaban también comida, pero, sobre todo, iban a visitarlas. Esa conexión con el mundo exterior, era un viento de emociones que invadía el espacio. Los domingos no se tejía. Los ovillos permanecían inmóviles en su canasta. Pero había mucho más movimiento alrededor. Cuidado en el vestir, carreras hacia la salida cuando se escuchaba un nombre al que anunciaban la visita. Risas o llantos a la vuelta. Malas y buenas noticias que entraban como lluvia de palabras a través de las rejas que dibujaban también, sobre los rostros de sus hermanos, sus maridos, sus padres, un dibujo como el del cuadrado a través del que veían el cielo.

Tejer era un trabajo, algo importante, ver surgir de entre los dedos, una tela como un cuadro. La maestría de saber aumentar y disminuir puntos, les permitía hacer formas circulares, tejer boinas para los compañeros, a los que no podían ver, pero a veces oían a la distancia, cuando cantaban, como forma de comunicación con ellas, en otro pabellón distante.
En ese micro-mundo aislado, dos eran los enlaces con el exterior: la familia y los abogados. La familia traía afecto, las noticias de los amigos, la expresión de la vida cotidiana, del trabajo. Los abogados, mensajes, noticias y a veces, hasta esperanza.

El encierro generaba tensiones y con las tensiones, surgían los conflictos. Muchos en los trabajos comunes, en los equipos que a lo largo de la semana se iban rotando, los que limpiaban el pabellón, los que se ocupaban de la cocina. Otros, en la mera convivencia forzada, que producía rencillas, rivalidades.

Esta situación se veía agudizada por las diferencias de formación, de procedencia, de cultura, de edad, de situación familiar… La estancia en ese pabellón, sin intimidad, donde la vida debía ordenarse, organizarse, para evitar la desesperación, resultaba, inevitablemente, una dura escuela de convivencia. Era importante tener algunas horas de aislamiento, de actividad personal, de silencio, para leer, estudiar, soñar, para poder luego soportar el hacinamiento, la falta de soledad obligada.

Por eso era tan importante ese tejer colectivo que unificaba. La obra maestra fue una corbata. Una corbata es una pieza muy larga y estrecha, que, además, tiene un ancho permanentemente variable, y lo difícil es que los bordes queden absolutamente rectos. Y esa estaba perfecta. Con un color de base y con rayas de otro tono cada tanto, las bandas horizontales todas exactamente del mismo alto. Estos tejidos eran expresiones de amor, de amistad, de compañerismo, de gratitud.
También la gimnasia era otra actividad que las unía, que equilibraba una vida tan estática en el espacio como suspendida en el tiempo y se hacía en el patio, ese pequeño patio de altos muros, donde sólo se podía ver hacia arriba el cielo, pero que se sentía como una eclosión de libertad, al sentir el aire, el sol, el agua…y ese momento se esperaba con ansiedad. Esos patios donde, en alguna ocasión, un helicóptero llegó en audaz proyecto de huída.

Las horas de tejido eran también una forma oculta, clandestina, de reunión política. Lo que las unía a todas, la razón de su estar allí, era su militancia. Pero eso también las separaba. La pertenencia a distintos grupos ideológicos, su respuesta en los casos de tortura, su inserción mayor o menor, generaba una especie de escala jerárquica y de confianza. En eso, Diana, la cordobesa, la de voz maternal y dulce, también estaba en primer plano. Pero todas esas diferencias parecían diluirse, batidas por el movimiento de las agujas de crochet, que las enlazaba, tanto como enlazaba la lana.
Esa vida monótona, que les daba la sensación de que siempre habían vivido así, y que siempre lo seguirían haciendo, como si se tratara de una eternidad homogénea, se veía perturbada por los acontecimientos que las sacudían.

Uno importante eran las nuevas llegadas, cuando se arremolinaban todas, acosándola a preguntas, para saber las causas, recibir las novedades de fuera, allí, sin rejas, sin guardias que escucharan, sin límite de tiempo y, lentamente, se integraban en esa sociedad estructurada, jerarquizada y en muchos casos pasaban a formar parte de ese mundo de los bolsos y los tapices, de esa actividad tan valorada, y se unían al grupo y, con paciencia, Diana les iba enseñando a formar la primer cadena , la base del tejido y luego lentamente comenzaban a aprender a ensartar la aguja y a ir tomando los puntos, formando las otras hiladas.
Se vio ella misma, liberada de culpas en el juicio, pero no del encierro que se sentía como eterno, que no se sabía nunca cuando terminaría, llamada para un largo viaje, a otra cárcel, lejos de la familia, yendo hacia otro mundo, de celdas individuales, sin agujas, sin hilos, sin la posibilidad de comprarlos, donde perdería esa relación profunda, estrecha, que ese acto colectivo de creación había logrado.

El sol entró de lleno por la ventana, otra vez amplia, baja. La aguja que había quedado en el aire, paralizada, comenzó a moverse rítmicamente, y esos hilos de colores que descansaban a su lado en la pequeña canasta eran, inexplicablemente, lo único que lograba enlazarla a aquel pasado que había sepultado en su memoria.


ARRIBA

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Los héroes tienen que dar batalla, son el bien contra
el mal, pelean con poderes sobrenaturales, con los
puños, con armas, con la pelota o con el cuchillo.
Los héroes siempre son buenos y grandes pero alguna
vez caen, alguna vez mueren.


 

1) PRIMER ROUND: NATURALEZA VERSUS ARTIFICIO

Alrededor de los años 80, la construcción del Estado Nacional, se levanta contra los restos de la naturaleza rioplatanse y contra sus sujetos nativos (el indio y el gaucho), para impostar sobre ella las ciudades, las instituciones y las modalidades de una modernización programática que acerque el sistema económico, social y cultural al de los países civilizados. La verdadera naturaleza, borrada por la modernización es remplazada en el seno de la elite por la idea de que su cultura, la de las bellas letras, es una naturaleza: el despliegue de una herencia biológica familiar. Como la sangre azul de la aristocracia, el saber letrado se ve como materia innata y constitutiva del cuerpo propio; ese saber que ocupa el lugar de memoria corporal se inscribe como mito de clase en todas las variantes de la escritura autobiográfica. Del otro lado de esa identificación entre saber letrado y cuerpo propio, las prácticas de los iletrados y más tarde de los alfabetizados recientemente, los que acceden por primera vez a la cultura y no la han heredado, son señaladas por la cultura hegemónica como cuerpo ajeno o deformado, esa deformación se traduce por el revés de la autobiografía, en el surgimiento de la ficción.
Los sujetos y prácticas residuales del territorio bárbaro, cuya relación con la naturaleza era efectivamente inmediata se convierten en un constructo artificioso cuya lengua e historia es traducida y deglutida por las invenciones ficticias o exageradas de la cultura letrada. La lengua de la gauchesca, muestra esta artificialidad que establece un continuo con la lengua y el cuerpo deforme de las achuradoras federales de El Matadero. Esta lectura que despliega la cadena de lo deforme como cuerpo extraño y ajeno puede leerse más tarde en el Rengo del Juguete Rabioso, el jorobado del Jorobadito y la coja de Los siete locos de Roberto Arlt, cuya relación con la cultura oficial no ha sido heredada sino usurpada.
La cultura dominante fabrica su mitología, cuyo modo de proceder es la inversión: los modos de vida y los usos de la elite son presentados como naturales, esta mitología moldea su relación con la propiedad del capital económico y cultural. Se apropian de la pampa mediante el despliegue técnico de las campañas militares, marchan sobre el espacio ajeno al cuerpo culturizado y sobre su voz; roban la lengua de la pampa en el mismo momento en el que se apropian de ella. La invención de ese mito de naturalidad construido para el dominio, consiste en robarle al otro la propiedad de una identidad natural, otorgándole una falseada, artificiosa o deforme que no coincide con el momento del nacimiento, sino con algo accesorio y posterior (dinero, hazañas, fuerza, reputación, saber o poder) que debe ser ganado mediante el trabajo o usurpado mediante el crimen .
Hay un texto clave en la historia de la literatura argentina que deja ver cómo la identidad de los dominados es robada como condición de acercamiento a la alta cultura: Fausto de Estanislao del Campo, editado en 1866, muestra de qué modo la naturaleza y su voz aparecen deglutidas por la ciudad y rechazadas como cuerpo extraño. Esa extrañeza, esa ajenidad que es traducida por los letrados como ficción se despliega en Fausto por primera vez (El Matadero no se edita hasta 1871), en ese texto la idea de artificio aparece como tema. Podríamos decir que el tema de Fausto es el de los mecanismos de producción e interpretación de la ficción, de lo artificioso y del espectáculo. En el poema, un gaucho entra al teatro Colón a ver Fausto, en esa visita al espacio consagrado del otro, pierde los objetos que lo identifican: el gaucho se mide por su coraje asociado con la hombría; en el teatro le quitan el cuchillo y el calzoncillo.

Mis botas nuevas quedaron
Lo propio que picadillo
Y el fleco del calzoncillo
Hilo a hilo me sacaron
Y para colmo, cuñao,
De toda esta desventura
El puñal de la cintura,
Me lo habían refalao.


Como la visión de algo prohibido, como el robo de un saber secreto, la intromisión en la parte más selecta de la ciudad es por identificación con el personaje de la obra que ve, la venta del alma al diablo. En este texto, la cultura, el ámbito y la lengua del personaje aparecen violentadas por el robo y el ultraje, el gaucho es un objeto usurpado y usado por del Campo de una manera que es una deformación de su existencia natural u originaria. El pollo, protagonista del poema, interpreta lo que ve en la obra como si fuera real. Allí, se define lo popular como sujeto a una interpretación mágica , un consumo pasivo y una comprensión deformada por la creencia de que no hay mediación entre realidad y ficción. Esa confusión se traduce como la venta del alma en pos del acceso a la sociedad y a la cultura.

2) SEGUNDO ROUND: PERDIDA VERSUS ABUNDANCIA

Con respecto a los folletines de Gutiérrez, Ernesto Quesada escribe en 1902:

Los tales folletines halagando todas las bajas pasiones de las masas incultas, adquirieron una popularidad colosal; ediciones económicas a precios ínfimos los pusieron en manos hasta de los más menesterosos. Todos los que viven en pugna con la sociedad(...) todos los fermentos malsanos de la sociedad experimentaron una verdadera fruición al leer las hazañas de esos matreros.

A partir de la cita podemos leer una cadena de sentidos en la cual intentan cristalizarse, mostrarse como naturales las relaciones entre el bajo precio - vivir en pugna con la sociedad- las bajas pasiones- las masas- la incultura y lo malsano; la isotopía nos lleva a recorrer el espacio del des- precio. En esa inscripción se leen los modos de concebir la reacción de la elite frente a las lecturas y el gusto de las masas incultas. Lo popular, identificado con lo masivo, es desde esta mirada una dislocación de lo alto; la pérdida de un precio simbólico que caracteriza a la alta cultura: su apreciación de lo literario como las bellas letras sacrificado en pos de un precio material. A estos objetos de precio ínfimo pero consumidos en cantidad, se los excluye del terreno del bien en sentido moral y cultural (en el sentido de lo bueno), haciéndolos cargar con el desprecio por convertirse en un bien económico.
En la cita transcripta se ve cómo las palabras inculto y malsano en el momento de funcionar como atributo de las masas no adquieren estatuto de diferencia con respecto al eje positivo: culto y sano sino de deformación, la literatura popular no se define por sí misma sino como parásito de la otra mediante un suplemento léxico: el prefijo. La identidad de Juan Moreira, tampoco se define por si misma, por la coincidencia natural con el cuerpo propio, sino que parece otorgada por la autoridad que lo hace desgraciarse mediante sus abusos de poder, por los otros gauchos que lo admiran y afirman su grandeza dentro del texto y por las masas que consumen el folletín con fruición. Esa identidad, es adosada a su cuerpo, el heroísmo de Moreira que reemplaza su identidad biológica, no es una herencia, no está en su nacimiento, es creado cuando el gaucho es sustraído del mundo al que pertenecía originariamente.

Hasta la edad de treinta años fue un hombre trabajador y generalmente apreciado en el partido de Matanzas, donde habitó hasta aquella edad, cuidando unas ovejas y unos animales vacunos, que constituían su pequeña fortuna.
¿Qué motivo poderoso, qué fuerza fatal fue la que empujó por la pendiente del crimen a un hombre nacido con todas las condiciones de un bello espíritu y que hasta la edad de treinta años fue un ejemplo de moral y de virtudes?

La historia anterior a que Moreira sea arrojado por la pendiente del crimen ocupa unos pocos párrafos de la novela, la construcción del héroe comienza en el momento en que se desgracia, es esa deformación de sus costumbres originarias y naturales la que identifica al personaje , éste es para Gutiérrez un hombre artificialmente construido: “uno de esos hombres que vienen a la vida poderosamente tallados en bronce”.
La fruición de la que habla Quesada con respecto al modo de leer y a la elección de las lecturas de las clases populares se traduce en el encantamiento que produce la voz de Moreira, esa seducción inconmensurable, sumada a la cantidad de hombres que puede matar es un abundancia que se desprende de la pérdida. El heroísmo del personaje consiste en la cantidad de acciones espectaculares que hay en el texto y que son construidas sobre el hecho de haber perdido todo. El folletín es un género íntimamente ligado al mercado, las acciones de Moreira son valoradas por su cantidad, su voz, como la letra del folletín, transmite un encantamiento atroz, y a partir de esto posibilita la identificación entre el héroe y su público:

Dotado de una hermosa voz, solía templar su guitarra (...) Cuando un gaucho canta un triste parece que vertiera él todo un compendio de desventuras (...) la guitarra gime de un modo particular, y el que escucha se siente dominado por un éxtasis arrollador (p.17)

Hemos hablado una sola vez con Moreira , el año ’74 y el timbre de su voz ha quedado grabado en nuestra memoria (p.17)

Las palabras del gaucho eran para ellos el reflejo de sus propias desventuras, y cada cual pensaba en las suyas, recordadas por Moreira (p.41)

Estas citas, que tienen en común lo arrollador de la voz del gaucho , no tienen sin embargo el mismo referente: uno es el real con quien Gutiérrez recuerda haber hablado y otro es el personaje que él construye. Los dos tienen una voz capaz de encantar, de dominar al oyente. Es justamente el encantamiento que produce el verdadero gaucho lo que asegura la eficacia del segundo (el personaje de folletín). Similar también es el éxtasis que siente Gutiérrez al escucharlo, su lugar de enunciación no está justificado por la racionalidad, (por el bien-decir) sino por haber sido atrapado por la voz criminal e intentar reproducirla. El que ocupa en el texto el lugar del saber- decir es Moreira y ese saber no se funda en la naturalidad con la que pretendía expresarse la cultura letrada sino en la eficacia del mal, el que sabe hablar en la novela es el que sabe matar.
El primer hombre al que Moreira mata, es Sardetti, el pulpero a quien le había prestado dinero para hacer una compra para el almacén. Después de pedirle varias veces la devolución, Moreira lo denuncia, pero el hombre niega ante la autoridad haber pedido prestada esa suma. El gaucho es enviado al cepo por ladrón, cuando vuelve de haber cumplido su castigo, se cobra la traición con la vida del pulpero y afirma: "Aquella muerte es el principio de mi obra". Sardetti muere porque no paga, el comandante de partidas enamorado de la mujer de Moreira le hace pagar multas absurdas por haberse apropiado de esa prenda. La obra de Moreira, la muerte de Sardetti y de una cantidad innumerable de soldados de las partidas, gira en torno al préstamo, al robo y al pago. La muerte y el crimen tienen que ver con el dinero, son un modo de cobrarse, un modo de que el otro pague. Moreira es el que presta y el ladrón, el que da (dona) y usurpa, el héroe y el criminal. El heroísmo está ligado al don y a la pérdida de algo que es propio, el dinero, la mujer, la casa, el cuerpo.
En momento en el que la propiedad de Moreira es arrancada y él es arrojado por la pendiente del crimen, el folletín entra en su momento climático, la primera muerte, el primer corte dado a Sardetti es el principio del éxtasis folletinesco cuyo recurso formal es también el corte. La abundancia de acciones que caracteriza al folletín se apoya en la idea del cuerpo que ha perdido su totalidad y su armonía quedando desmembrado, entrecortado.

3) ULTIMO ROUND: YO VERSUS OTRO

La novela Juan Moreira, es la reescritura de las crónicas policiales publicadas sobre la vida real de un hombre llamado de ese modo, cuyas peripecias se habían vuelto realmente populares, los Moreira son una cadena construida que va desde el hombre real, a la crónica, de ésta a la novela y luego al público que se moreiriza y comienza a disfrazarse con las máscaras y trajes de la barbarie que aprovecha los carnavales, para desdoblarse en la experiencia impostada de enfrentarse a la autoridad.
El héroe popular tiene algo que su público no tiene, algo que le roba: es uno, un individuo; sin embargo por acumulación de fuerza, de capacidades o de dinero parece ser muchos, es una masa individualizada. Esa acumulación está signada siempre por una pérdida o una falta, haber sido pobre, huérfano o haberse desgraciado.
Esa tensión entre la falta y la abundancia se traduce siempre en la tensión entre el individuo y la masa, entre el yo y el/ los otro(s). Hacia el final de la novela de Gutierrez, Moreira llega a un pueblo donde nadie lo conoce convertido en otro: Juan Blanco, “un hombre que vestía con un lujo deslumbrador, con un traje que no era de ciudad ni de campo, siendo mezcla de los dos.” La condición de s6er uno parece ser la no coincidencia plena con el yo, por eso el alias en el que el nombre y el cuerpo no coinciden, por eso Maradona , el gran héroe popular, se autodenomina “el Diego” habla de sí mismo en tercera persona.
Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez, publicado durante 1879 en La Patria argentina en forma de folletín, inaugura el mercado literario al atrapar una cantidad de lectores que ninguna publicación había obtenido hasta el momento. En su mayoría, estos lectores se habían mudado a la ciudad y habían sido alfabetizados recientemente. La publicación masiva, popular, del folletín afirma las características mencionadas anteriormente: las masas que leen los folletines de Gutiérrez son definidas por la alta cultura como aquellas que viven en pugna con la sociedad, establecen una relación mágica con el personaje y sus hazañas extraordinarias , se moreirizan confundiendo realidad y ficción. Cuando la alta cultura naturaliza su saber como un fluido de su cuerpo y piensa a la literatura en términos de bellas letras para representar con ellas sus bellos cuerpos, armónicos y bien constituidos, la cultura popular busca su mitología del otro lado: piensa su cuerpo en la tensión entre el desmembramiento de una de sus partes: sus propiedades, su decencia, su identidad, su lugar de origen y la salvación definitiva (el don). Entre la sensación de que les han cortado las piernas y la seguridad de que ha intervenido la mano de Dios. Esta tensión toma forma en el folletín entrecortado y trágico y en el sufrimiento del melodrama que tiene final milagrosamente feliz.


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VALERIA SAGER tiene 27 años, vive en La Plata (Buenos Aires) y es profesora de letras en la Universidad Nacional de La Plata.


ARRIBA

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“Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible”, escribe Borges en “Tema del traidor y del héroe”, un cuento en el que un ídolo nacional de Irlanda, Fergus Kilpatrick, es, al mismo tiempo, un conspirador. Y para redimirlo y, sobre todo, para construirlo como mito nacional se conviene en armar una muerte violenta que lo dignificará para la posteridad, como si fuera una representación teatral, como en un drama en el que el personaje es él mismo y que se repetirá en las generaciones sucesivas y convertirá en mito al personaje, en héroe al traidor, que antes de serlo fue héroe. Como en la literatura.

Borges reitera, y no sólo en este cuento, que la literatura es, en puridad, lo mismo que la historia. O, a la inversa, que la historia es lo mismo que la literatura. De lo cual se deduce fácilmente que, en la línea del pensamiento idealista berkeleiano, la historia no existe, la realidad es una ilusión, la identidad es una mera duplicación, una esencia que se repite con rasgos accidentales: puestos sobre el cañamazo del tiempo, un mero accidente para el idealista. Así en 1824 Kilpatrick fue Julio César, pero no tanto el César de la literatura clásica latina, el de Cicerón o del poema de Marco Anneo Lucano, sino el Julio César de la homónima pieza dramática de Shakespeare; y a su vez Kilpatrick prefiguró a Lincoln, dado que murió a causa de un balazo en circunstancias profundamente semejantes, y a su vez a John F. Kennedy, quien, por su parte, tuvo un final que ya estaba prefigurado en el crimen que segó la vida del presidente uruguayo Juan Idiarte Borda, el 25 de agosto de 1897 a la salida de un Te Deum.

Escribir en 1944 “que la historia copie a la literatura es inconcebible”, aunque fuera dicho en un tono visiblemente paródico, era una provocación que entonces los practicantes del discurso de la historia no podían tomar muy en serio, que en el mejor de los casos tolerarían como un juego literario, una afirmación sin trascendencia, sin efectos en la propia labor historiográfica en cuanto tal. En Uruguay a fines de 1988 aparecieron tres novelas, de manera ilustrativamente simultánea, aunque no concertada: Bernabé, Bernabé, de Tomás de Mattos; Hombre a la orilla del mundo, de Milton Schinca y Los papeles de los Ayarza, de Juan Carlos Legido. Los cimientos del inconmovible mundo de la novela histórica, según el modelo decimonónico al amparo de la filosofía positivista, que junta u homologa lo ocurrido con la verdad, estos cimientos que venían moviéndose con vigor desde la aparición en 1962 de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier –por más que en aquel momento nadie la interpretó en cuanto “novela histórica”– se sacudieron con más fuerza, en 1974, con la publicación de Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos. En Uruguay hubo que esperar hasta ese límite último de la década del ochenta para que el basamento se resquebrajara.

El vasto corpus latinoamericano que prosperó desde el texto de Carpentier, y que Seymour Menton ha llamado, sin mucho esfuerzo imaginativo, “Nueva novela histórica”, tiene una serie de peculiaridades que tanto Menton como otros críticos y teóricos de la literatura contemporánea vienen estudiando con esmero en la última década y pico, entre los que se destaca muy especialmente Noé Jitrik. Una de esas características, tiene que ver con la desacralización de los héroes patrios o regionales. En buena medida, la novela histórica que podría llamarse “clásica”, la que en América Latina se dispara, a imitación de Walter Scott y de Stendhal, a comienzos del siglo XIX, prefiere la ficcionalización de los ciudadanos comunes o de los tipos sociales estimados representativos del colectivo social. De todos modos, hay que remarcarlo, los sujetos políticos más destacados están allí, oficiando como un soporte de los valores fundamentales, salvo cuando son demonizados, como el Rosas de José Mármol en Amalia. Más que a esos representantes del “pueblo”, tomados como casos ejemplares y modélicos, a la novela que se escribe hacia fines del siglo XX le interesa trabajar –la observación corresponde a Menton– con el retrato sui generis de “las personalidades históricas más destacadas”. (2)

Me interesa plantear el problema del héroe y del villano, es decir, el lugar de la ética y, en consecuencia, la significación posible de este binomio en el discurso social, su peso en la ideología oficial y en la alternativa –si es que esta comparece–, la correlación posible entre historia y ficción. Sin desmedro del uso de otros ejemplos y de las consiguientes interpolaciones, me detendré en un caso delicado, el de Fructuoso Rivera y los charrúas, a partir de algunos textos de dos autores: Lanza y sable y el relato “La cueva del tigre”, de Eduardo Acevedo Díaz, un narrador fundamental que hace su obra al filo del novecientos y, por otra parte, Bernabé, Bernabé, de Tomás de Mattos, tanto la edición de 1988 como la que el autor llama “versión definitiva”, publicada en 2000. Con todo, antes de entrar en algunos aspectos del tema elegido, convendría proponer algunas cuestiones teóricas ineludibles al objeto de trabajo.
Capitalizando una larga reflexión sobre historia y discursividad que, en rigor, se potenció con el estructuralismo en los años sesenta y, en particular, con un texto fundacional de Roland Barthes (“El discurso de la historia”), Hayden White en su ensayo “La poética de la historia”, afirma que


  “El historiador se enfrenta con un verdadero caos de sucesos ya constituidos, en el cual debe escoger los elementos del relato que narrará. Hace su relato incluyendo algunos hechos y excluyendo otros, subrayando algunos y subordinando otros. Ese proceso de exclusión, acentuación y subordinación se realiza con el fin de constituir un relato de tipo particular. Es decir, cada historiador trama su relato”. (3)

1#. Notaspara la exposición sobre historia y novela histórica. Congreso Nacional de Profesores de Historia, Paysandú, Uruguay, 12 de octubre de 2002.
2. La nueva novela histórica de la América Latina, 1979-1992, Seymour Menton. México, F.C.E., 1993: 43.
3. Incluido en Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México, F.C.E., 1992: 13-46.


El historiador hace, desde esta óptica, una “metahistoria”, esto es, construye una forma particular de historia de acuerdo con los modelos configuradores por los que ha optado. Partiendo de estos supuestos, la conclusión a que llega White es evidente: en la medida en que es un narrador, el proceso de trabajo del historiador no difiere mucho del que puede afrontar el novelista. Uno y otro tienen que seleccionar documentos, elegir episodios, excluir varios de estas mismas series y, sobre todo, crear un relato. Ejercer la escritura. Esta secuencia de pensamiento es retomada por Linda Hutcheon en su libro A Poetics of Posmodernism. History, Theory, Fiction (New York/London, 1988), en el que se corrobora que una de las modalidades del nuevo discurso historiográfico y ficcional, de uno y de otro –aclárese–, es el de la recuperación de figuras marginales o excéntricas, de olvidados y postergados tras los relatos sobre las “grandes personalidades” que, hasta comienzos del siglo XX, marcaban el compás de la historia, tendencia también visible en paradigmas narrativos como La guerra y la paz, de Tolstoi.
La cuestión no es sólo compleja, por más que en los últimos tiempos ha adquirido ribetes de vulgarización fácil y aun de trivialización, sino que también es crucial para los días que corren y, desde luego, para la dupla historia/ficción o, más restrictamente, historia/novela. ¿Un problema de límites o un problema de fueros? Al postular la existencia de una filosofía sustancialista de la historia y otra analítica, Arthur Danto arriba, en primera instancia, a que el problema central es que “el pasado se encuentra significativamente limitado por nuestra ignorancia del futuro” (4). Por tanto: vemos lo pasado en función de nuestras claves presentes y, a la vez, lo utilizamos como una apuesta para la construcción de un futuro. En segunda
instancia, Danto se opone al distingo entre descripción e interpretación:


  “La historia es una [...] en el sentido de que no existe nada que uno pueda denominar una descripción pura, contrastándola con algo diferente que se denomine interpretación. Hacer historia sin más es emplear una concepción abarcadora que, en términos de Beard, vaya más allá de lo dado” (“Historia y crónica”, en op. cit.: 58)

Esto implica que es imposible la duplicación del pasado, su relación, digamos, puramente especular. Una pretensión de este tipo, para utilizar otra imagen borgiana, sería la de afrontar el mismo esfuerzo de representación fidelísima del mapa de un territorio completo, tarea sólo posible en la medida en que el mapa calque ese entero territorio, lo cual sólo puede arrojar un imposible absurdo. Sin embargo, no se puede desconocer que la tarea del historiador, como lo recuerda Danto para quienes han decidido –o preferido– olvidarlo, implica la relación de los hechos narrados con lealtad al principio de lo real, es decir, contar lo que sucedió y contar “en el orden en que ocurrieron, o en su defecto, permitirnos decir en qué orden ocurrieron”. No es esta la tarea necesaria y suficiente de la novela histórica, sea clásica o nueva –pero sobre todo esta última– y no sólo por la buscada invención de personajes que “realmente” no ocurrieron, como Felisa en Acevedo Díaz, por poner un ejemplo al azar. No sólo por la libre creación de diálogos que no pudieron ocurrir que, en todo caso, funcionan de modo verosímil al servicio de lo narrado y con un grado de lealtad fuerte al referente, sino porque –con distintos grados de aplicación– también es posible la alteración de los hechos, la subversión de la cronología. No es el caso, sin embargo, del texto de Tomás de Mattos ni, menos aún, de los de Acevedo Díaz. Pero esto ocurre, cada vez más. Porque en este proceso, lo central no sería tanto la estrategia productiva de los discursos, la posición del narrador, los sujetos representados, sino, desde la narración de la historia y la narración literaria de referente histórico, lo importante sería el lugar que adopta algo que llamaré “pedagogía del discurso”. Lo fundamental sería, justamente, la estrategia a seguir por las derivaciones de este discurso, por sus postulaciones, por los efectos a corto y largo plazo de esa pedagogía que no logra desprenderse, en ningún caso –pero menos aún en un texto metahistoriográfico–, de una ética y una política. Este es un asunto central en ocasión de la lectura de un texto de estas características que se postula en una dimensión ficcional.

¿Existe un límite admisible o es posible crear o recrear el personaje histórico y la situación que fuere? Hayden White o Michel Foucault, para sólo poner dos casos del new historicism, pueden analizar el fenómeno de historia y discursividad con el distanciamiento que ofrece estar situado en una cultura que no tiene un contacto casi íntimo con su pasado más inmediato, que no tiene la necesidad agobiante de ese pasado para lanzarse hacia adelante. Correspondería preguntarse si desde América Latina es posible hacer lo mismo. En otros términos: ¿hasta dónde es legítimo que un discurso que se presenta como “literario” que, si algo es, busca un efecto estético más allá de cualquier fidelidad a un referente, haga del héroe un traidor, y del traidor un héroe? Después de todo, la singularidad del objeto hace a la configuración de un modelo. Ni Foucault ni Hayden White, tuvieron la menor noticia sobre la novela histórica del siglo XIX latinoamericano y, tampoco, seguramente, conocieron la de la actualidad. Salvo que se crea que el modelo teórico sirve, sin mayores márgenes de error, para abarcar cualquier forma de producción; salvo que se adhiera a esa posición inmanentista, entonces habría que considerar con más cuidado la necesaria teorización sobre el objeto latinoamericano, sin la cual no es posible discutir a fondo los problemas particulares y las diversidades que esta presenta.

Un ejemplo tentador, un desvío, puede introducir alguna sugerencia. Hay una canción del contemporáneo Cuarteto de Nos, “El día que Artigas se emborrachó”, que armó un buen escándalo local cuando se editó hacia fines de los noventas. La visión que se ofrece del caudillo en este texto responde, parodia y aun repudia la casi unánime asunción de Artigas en cuanto héroe inmaculado de la orientalidad/uruguayidad, del liberalismo, del socialismo o el precursor del militar magnánimo, según la versión a la que uno quiera plegarse: “Se emborrachó /Pero como ningún libro nunca lo contó /por eso ahora agárrense /se los cuento yo”. Antihéroe degradado, en esta canción irritante –que dio lugar a la intervención coactiva del Estado cuando apareció en fonograma–, Artigas se embriagaba sin tasa, después que “perdió la guerra”, como indica el estribillo, y en esas condiciones deja embarazada a una prima “medio retardada”, confunde a una linda “china” con su servidor el “negro Ansina”. Podría decirse que una respuesta a esta letra es la recuperación de una esencialidad de la imagen que construyó la historiografía tradicional y que, de algún modo, reside en cada uruguayo por obra y gracia de la educación primaria: “Sos orgullo uruguayo/ tu grandeza no tiene fin/ los gurises de esta tierra/ te recuerdan siempre así”. Eso predicó a lo largo de todo 2002 una cadena de octosílabos, que constituye la publicidad de la yerba “Canarias”. Como se ve, los símbolos patrios también son adoptados por el mercado sin pudor. Pero el rebajamiento del héroe o, a contracorriente, la exaltación mítica y aun mística, vienen de muy lejos. La canción del “Cuarteto de Nos” puede encontrar un precedente hace más de un siglo y medio. Se trata del “Cielito del blandengue retirado”, pieza publicada en hoja suelta entre 1821 y 1823, según está catalogada en la Biblioteca Nacional, y así fue recuperada por Lauro Ayestarán (5). Nada se sabe de su autor es anónimo,
salvo que no era nada afecto al poder de los caudillos:


  Sarratea me hizo cabo,
Con Artigas jui sargento,
El uno me dió cien palos,
Y el otro me arrimó ciento.

Su repulsa no se detiene ahí. Se transforma en furia que involucra a los hombres de las ciudades que trabajan al servicio de
los caudillos y sus insurrecciones:

 

Cielito, cielo que sí,
Oye cielo mis razones
Para amolar á los sonsos
Son estas regoluciones

Yo conozco á los Puebleros
Que mueven todo el enriedo,
son unos hijos de Puta,
Ladrones que meten miedo.
(Ayestarán, art. cit.: 328-329).


Este poema apela a la eficacia de la oralidad popular, a la cercana tradición del cielito, forma inventada o reinventada –según como se mire– por Bartolomé Hidalgo, para atacar de este modo brutal a los caudillos. Y para defender implícitamente el lugar de la “civilización”: el progreso económico, la paz, la auspiciosa multiplicación del capital. Pero, ¿a qué o quién defiende el “Cuarteto de Nos”? En principio, es claro, que a ningún interés de clase concreto, a ningún sistema político. Es, en cierta forma, el triunfo de la expresión de una anomia ideológica que cifra en la parodia el sentido último de su mensaje, como el de tantas otras de sus canciones, como Charly García en su revival del himno nacional argentino, dígase de paso. En el plano más visible se reacciona contra la canonización unánime del héroe broncíneo. Si bien se mira, esa canción oficia como un síntoma que no puede desoírse, en el que radica la gran diferencia con su precedente el cielito anticaudillesco. Estamos ahora ante el agotamiento de la capacidad redentora de un hombre que es todos los hombres, un ideologema que parece carecer de sentido para las generaciones más nuevas que no tienen fe, ni futuro venturoso a la vista, ni siquiera futuro, y que por eso mismo responden con la desacralización y la ruptura, la puesta en el vacío. “Detrás de nosotros no hay nada, un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”, escribió Juan Carlos Onetti en El pozo, en 1939. Y la frase no en vano ha sido citada tantas veces en los últimos años, puesto que ha sido adoptada casi como un lema de los que han perdido el futuro y, por lo tanto, no pueden encontrar sentido alguno en el pasado. Ni siquiera en ese poncho protector de todas las variaciones que en Uruguay se ha encarnado en Artigas.

Del otro lado, la canción que ayudó a competir a una marca de yerba en el duro mercado de esta crisis, no contiene la menor alusión al grado militar de Artigas, cosa que sí enfatiza, por ejemplo, la popular letra de Ruben Lena, “A Don José”, que no en vano sirvió como cortina musical el 27 de junio de 1973, el día del golpe de Estado militar. Porque hasta ese punto puede resemantizarse un texto en favor de intereses contrapuestos al espíritu o la intención del creador y de sus intérpretes, pronto perseguidos por el régimen que la usó el día de su bautismo. Aun así, “El héroe de mi país”, predica una verdad incuestionable: “los gurises de esta tierra/ te recuerdan siempre así”. Así, como gran héroe sin fin. Con un ajuste retórico menos mayestático y hasta con arranques de criollismo ad usum (“gurises” y no “niños”, por ejemplo), parece ser una versión posmoderna de un divulgado texto ufano del poeta batllista Ovidio Fernández Ríos, un texto con el que se infligió el castigo de la interpretación in pectore a muchas generaciones de estudiantes uruguayos: “El padre nuestro Artigas/ Señor de nuestra tierra/ Que como un sol llevaba/ La libertad en pos/ Hoy es para los hombres/ El verbo de la Gloria/ Para la historia un genio/ Para la Patria un Dios”. El espíritu, no la letra, no diverge mucho al de la cláusula con que concluye, apodícticamente, la canción yerbatera: “Tu nombre es esperanza/ Tu camino, hay que seguir”. Los antecedentes, es cierto, podrían multiplicarse e incluso se podría ir bastante más atrás del previsible texto de Fernández Ríos o de los más complejos de Emilio Oribe (Artigas y el astro) y de Sara de Ibáñez (Artigas), escritos a mediados de los años cincuenta. Se podría remontar hasta 1911, cuando aparece la extensa y curiosa composición estructurada en versos endecasílabos La Leyenda del Patriarca (Canto a Artigas), de Ángel Falco (Montevideo, Orsini Bertani), un poeta que por lo menos hasta cinco años antes, en 1907, era anarquista, y de los que no temen mezclarse entre las multitudes y salir mal parados de los enfrentamientos con la policía (6). Sin embargo, en el poema de 1911, su Artigas no difiere en absoluto del que acababa de pergeñar Zorrilla de San Martín en La Epopeya de Artigas (1910). Dice Falco: “Artigas era el Genio iluminado/ Que tuvo la profética locura;/ El noble General de las derrotas/ Triunfantes [...]” (op. cit.: 22).

4. “Filosofía de la historia substantiva y analítica”, Arthur Danto en Historia y narración. Barcelona, Paidós, 1989: 52. (Traducción de Eduardo Bustos).
5.
“La primitiva poesía gauchesca en el Uruguay (1812-1851)”, Lauro Ayestarán, en Revista del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios, Montevideo, Nº 1, diciembre de 1949: 327-330.

6. Según informa Carlos Zubillaga, en 1907 Falco fue herido en un enfrentamiento con la policía y, posteriormente, detenido, acusado de ser un instigador de una manifestación violenta contra la Legación de España a causa del fusilamiento del anarquista Ferrer en la península. Véase Poesía social del 900, Carlos Zubillaga (comp.). Montevideo, Colihue-Sepé, 2000. Para 1911 Falco se había incorporado al batllismo, según me informa el profesor Carlos Demasi.

El caso Rivera es más simple y más complejo, antes que nada por la peripecia del personaje real: jefe de Artigas y luego del ocupante lusobrasileño y luego de la insurrección de 1825, y más tarde primer presidente constitucional –momento en que encabezó el exterminio de los charrúas–, y poco después insurrecto contra el gobierno de Oribe y pronto, por ello, primera figura de uno de los bandos hoy llamados “históricos” o “tradicionales”. Esto sin contar sus idas y vueltas durante la Defensa de Montevideo, la prisión en Brasil, el retorno, el nuevo exilio, el reingreso al país que frustró la muerte. Nunca más ajustado el lugar común que en este caso: una vida de novela, más aventuresca, por cierto, que la de sus compadres Lavalleja u Oribe. O, mejor: una psicología de novela, la del héroe o el villano, depende de cómo se lo vea. Por eso entró con mayor éxito en el territorio de la narrativa y entró por la puerta grande, por la obra de Acevedo Díaz, quien lo hace participar en todas las novelas de su ciclo histórico (Ismael, Grito de Gloria, Nativa y Lanza y sable, publicadas entre 1888 y 1914), reservándole en la última un entero capítulo. “Proteo” lo llama, el del cambio perpetuo, el de lo inasible, lo lábil y, por lo tanto, aquello en que no se puede confiar –según las ideas de Acevedo Díaz– para construir una nación sólida y bien dirigida. También lo hace participar en uno de los textos más interesantes del siglo XIX, al que Acevedo Díaz elabora como crónica histórica en base a los apuntes de su abuelo el general Antonio Díaz: “La boca del tigre”, al fin insertado como capítulo VIII y último de su libro Épocas militares de los países del Plata (1911). Antes lo había reescrito en cuanto narración breve, con visos de ficción, estableciendo una leve, pero significativa, alteración titular: “La cueva del tigre”. Es la historia de la operación masacre de los charrúas en el norte del país. Rivera encabeza el operativo. Y así como Acevedo Díaz, apelando a un narrador en tercera persona que todo lo gobierna, había dicho en Lanza y sable que don Frutos presidió “el primer desgobierno de la República” (7) , en el desenlace de “La cueva del tigre” echa mano a una frase lapidaria: “Esta fue la última hazaña charrúa, provocada por un acto de barbarie del presidente Rivera” (8). En la crónica omite la responsabilidad del presidente, o la generaliza a toda la fuerza que este encabeza o, mejor, al partido que representa: “Esta fue la última hazaña charrúa, provocada por un acto de condenable barbarie”(9). “Acto de barbarie” o “acto de condenable barbarie”; el sustantivo no es inocente. Los civilizados (Rivera y el ejército uruguayo) se enfrentan a los bárbaros (los charrúas), dicho sea en términos de Sarmiento tan poco cuestionados durante todo el siglo XIX. Al bárbaro corresponde la violencia irracional, el apartamiento de la convivencia armónica, la tozuda determinación de estancarse en el tiempo contra todo avance en las costumbres y la sociabilidad. Eso, el charrúa, al que Acevedo Díaz en ninguna ocasión idealiza, ni siquiera juzga como un “otro” en sí mismo respetable: los llama “horda sombría” y “banda formidable” poniéndose, hábilmente, en el punto de vista de los estancieros, cuyo ganado consumen los indios a su arbitrio y, por cierto, en desmedro de los intereses del capital; los compara a animales, a toros, en el momento de la resistencia desigual y desesperada. Pero Rivera, que sí era un “civilizado”, un portador de los altos valores de Occidente, se comporta como bárbaro en la medida en que se vale de la astucia y el engaño: elude el camino del diálogo, del honor o, si se quiere, del enfrentamiento franco. Se hace pasar por amigo ante sus enemigos; promete prosperidad y ofrece muerte por la espalda. Para Acevedo Díaz la acción de Rivera es condenable porque atenta contra altos valores (nobleza, sinceridad, ejercicio legítimo de la violencia) y, también, porque destruye una tribu que había ayudado a construir la patria, que había peleado con el “protocaudillo”, como lo llama en otras ocasiones.

7. Lanza y sable, Eduardo Acevedo Díaz. Montevideo, Biblioteca Artigas, Colección de Clásicos Uruguayos, 1965: 153. (Prólogo de Emir Rodríguez Monegal). (1ª ed. 1914).
8. “La cueva del tigre”, Eduardo Acevedo Díaz, en Cuentos Completos, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1999: 55. (Edición crítica, prólogo, bibliografías y notas de Pablo Rocca). Originalmente publicado en 1894.
9. “Exterminio de una raza. La Boca del Tigre”, Eduardo Acevedo Díaz, en Épocas militares en los países del Plata. Buenos Aires, Martín García Librero-Editor, 1911: 419.


De Mattos no sólo se fundamenta en estos textos de Acevedo Díaz, sino que, además, sigue a pie juntillas las indicaciones de este que, después de todo, no son sino convicciones compartidas desde mediados del siglo XIX. El Rivera de Tomás de Mattos, como el de Acevedo Díaz, es el baqueano, el gran conocedor de la mentalidad criolla, el simpático, el “que sabía leer mejor que nadie las emociones” (10). Es Proteo. Y es, también de modo claro en una discusión entre Josefina y Narbondo que define el territorio ideológico de la novela, el culpable del “exterminio de una raza”, acusación que sostiene con firmeza Josefina. Claro que, al margen de estas coincidencias sustanciales, hay una diferencia no menos importante en la voz narrativa elegida por uno y por otro: de la tercera persona se pasa a la primera y, además, el narrador elegido es una mujer del siglo XIX, otra voz excluida, como se ha repetido con razón innúmeras veces. Esto no es más que un simulacro que, en todo caso, le permite establecer cierta supuesta imparcialidad ante ese épico mundo masculino, al tiempo que le permite horadar otros planos del diálogo entre ficción y realidad. Ya no estamos en el esfuerzo empecinado de construir una nación ordenada y jerárquica, como creía Acevedo Díaz, sino en un país de 1988 que sale de una dictadura feroz, que se enfrenta a sus consecuencias éticas ineludibles y que dividieron a la sociedad, las del juicio o la absolución a los militares culpables de otra forma de la barbarie. Tanto en Acevedo Díaz como en de Mattos hay una escapatoria a este estigma de la República que se mancha de sangre a poco andar. Para Acevedo Díaz esta puede ser la afirmación constante y empecinada de lo que en el prólogo a Lanza y sable llama la “sociabilidad” nacional, en base al orden, el respeto a las instituciones, la sujeción a una autoridad limpia y legítima. Artigas se le aparece, en ese plan, según lo visualiza en Ismael, como el único capaz de sujetar la sociabilidad en ciernes, la de un conjunto inarticulado de seres analfabetos. Para de Mattos, el prócer encarna la justicia económica, único camino firme para que una comunidad viva en armonía. Esta lectura estaba implícita en la complicidad de Artigas con los indios en la versión original de 1988, y el hecho de que no se hiciera expresa irritó a Washington Lockhart, quien desde las páginas del semanario Brecha, y en cartas a otros medios, acusó a de Mattos de no condenar a Rivera y de tratar a Artigas –asumiendo la voz de los personajes decimonónicos que hablan en la novela– como bandolero y contrabandista. En la versión de 2000 de Mattos parece aceptar esa sugerencia que Lockhart hiciera pública con bastante violencia, o parece querer saldar su más alto respeto a la figura de Artigas. Un ejemplo lo prueba. En 1988 cerraba el diálogo sobre lo gratuito o inevitable de la masacre charrúa con palabras de Narbondo, en las que descalifica a Artigas porque se retira al Paraguay y, con eso, se le hace fácil quedarse con las manos limpias.
En la versión de 2000 agrega dos párrafos. Me limitaré a transcribir parte del primero, el que interesa a efectos de la rectificación que califica la posición del propio autor, quien no quiere, ahora, dejar espacio a ninguna duda sobre su posición y
su interpretación del pasado:

  “Que te conste que yo, en la oportunidad de plantearle esos cuestionamientos, no había mencionado a Artigas. Fue él [Narbondo], por sí, y por razones que imagino, quien lo evocó. Porque no es casual, a mi juicio, que la disgregación de los charrúas coincida con las nuevas asignaciones –y hasta devoluciones– de tierras que le quitaron toda legitimidad a los títulos de propiedad emanados del gobierno artiguista y que desarticulaba por completo su plan de privilegiar a los más infelices” . (11)

“Genocida”, pintó una mano anónima en un grafito sobre la plataforma que sostiene el monumento al primer presidente emplazado en Tres Cruces, justo debajo de la inscripción que estampa su nombre; “Viva el general Rivera”, pintó Ricardo Storm en un ángulo de su retrato del caudillo datado en 1989, quizá como reinvindicación del jefe criollo a raíz del amplio debate que no lo favoreció en los meses que se sucedieron a la publicación de Bernabé, Bernabé. ¿Cuál es el límite? ¿O caben las dos posibilidades?
Al fin de cuentas, si se piensa en personajes como Rivera, “que la historia copie a la literatura”, contrariamente a lo que deja caer Borges, no es tan inconcebible. Y menos raro es, aun, que la literatura se sirva de la historia, a veces para mejor borrarla, otras para sacudir el polvo a los mitos y perturbar un poco más allá de lo que la prudencia partidaria indica. Otras tantas veces, para reforzar mitos y prejuicios o construir nuevas dimensiones de estas dos opciones. Digámoslo claramente: cualquier operación es posible, puede, incluso, ser válida y hasta estéticamente óptima, pero sea como sea siempre será una operación ideológica que involucrará una visión del mundo, una idea de la justicia, de la libertad. De eso habla, también y quizá más que ninguna otra forma discursiva, la novela histórica. Los personajes puestos en movimiento y en el cuadro de un emprendimiento colectivo buscan algo, representan algo más allá del mero artificio literario. Theodor Adorno pensaba que “las obras de arte son exclusivamente grandes por el hecho de que dejan hablar a lo que oculta la ideología” (12) ; pero no siempre son grandes y dejan hablar, muy a menudo, a la ideología, al prejuicio, al clisé, a un cuadro de valores estable, dispuesto a inclinarse a venerar el pasado o a escarmentarlo. De pronto, como propuso Walter Benjamin en la sexta de sus luminosas “Tesis de la filosofía de la historia”, ocurre que “ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer” (13). Quién es el enemigo, quién el héroe o el villano es algo que, con las cartas a la vista –también con las de la literatura que camina sobre la cornisa de la metahistoria– habrá que debatir todo aquel que intervenga en el examen de la vida social.

10. Bernabé, Bernabé, Tomás de Mattos. Montevideo, Banda Oriental, 1988: 155.
11. Bernabé, Bernabé, Tomas de Mattos. Montevideo, Alfaguara, 2000: 69.
12. Notas sobre literatura, Theodor Adorno. Madrid, Ariel, 1962. (Traducción de Manuel Sacristán). [1958].
13. “Tesis de filosofía de la historia”, Walter Benjamin, en Ensayos escogidos. Buenos Aires, Sur, 1967: 45. (Versión castellana de H.A. Murena).
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PABLO ROCCA , Montevideo (1963).
Es profesor de Literatura Uruguaya y Latinoamericana y responsable del Programa de Documentación en Literaturas Uruguaya y Latinoamericana en la Universidad de la República. Ejerce la crítica cultural en diversos medios montevideanos y del extranjero desde 1985. Entre sus libros puede mencionarse: 35 años en Marcha (Crítica y literatura en el semanario Marcha y en Uruguay); Horacio Quiroga, el escritor y el mito; y Historia de la literatura uruguaya contemporánea, codirección con Heber Raviolo.
 

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Los imaginarios y sus héroes
por Carolina González Pini

En una sociedad donde todo está creado con un fin y nunca sin causa, nos sabemos parte de imaginarios que nos facilitan rayas blancas y amarillas en rutas, a las que no le faltan sus amplias banquinas por si nos desviamos un poco. Somos seres "sociales" por naturaleza, como dicen los manuales de ciencias humanas, pero con necesidades básicas que van sobre ruedas cuatro por cuatro y patés de oca franceses. Los hombres ganamos cada vez más claves de acceso, carnets, clasificaciones, prejuicios y bonos de descuento.
Los límites son los grandes héroes de la historia, sus dicotomías lograron guerras, naciones, campos de concentración y carteras Louis Vuitton de piel de cocodrilo. Parecen difusos en las pantallas todopoderosas donde no existen tiempos ni distancias, donde teclas rigen los intercambios sin caras. Sin embargo, hoy son más fuertes que nunca, y sino habría que preguntarle a Bush por qué no le manda unas caritas sonrientes por el messenger a Saddam, escribiendo un par de "jajaja" cuando lo amenaza con una bomba nuclear. La realidad virtual no es aquella poción mágica para la fraternidad y convivencia pacífica como vaticinaban algunos optimistas y muchos vendedores de software. El mundo todavía se divide en mapas, en representaciones conformadas por simples puntos y rayas que se convierten en banderas, partidos de fútbol y restaurantes de comidas típicas.
Los imaginarios sociales son creaciones necesarias para orientarnos en este mundo, guías para pensar, predecir y afirmar. ¿Qué sucedería si un film hollywoodense nos mostrara un soldado americano con cara de pocos amigos bombardeando Nagasaki? Obviamente su director se perdería el postre en los Oscars. Refuerzo visual del sentido común, el cine ha servido muy bien de repositor de los estantes con clasificaciones mentales y viejos prejuicios. Y no sólo en las primeras de westerns. En las últimas semanas en Cinecanal, que transmite a toda América Latina, abundan las películas de guerra o con motivos heroicos. Liberando de culpas a las casualidades, parecería que aquella parodia de un capítulo de los Simpsons –donde un musical estilo N´Sinc de Bart y compañía sirve para enviar mensajes subliminales para enlistarse en la marina– es más tangible que las risas que pretendía sacar.
En Rocky IV, donde la guerra fría se juega en un ring de boxeo, la hegemonía de Estados Unidos está en manos de un Stallone rudo, valiente y con un corazón de oro. En la pelea, la euforia del público comunista ante la imagen de su líder no dista mucho de las imágenes falsas de los festejos en Afganistán que la CNN intercalaba con las quince tomas de las torres cayendo. Todos en la misma bolsa de locura, maldad innata y barbarie. George W. Bush puede refugiarse en cualquiera de sus dioses del olimpo holywoodense, aunque le faltarían algunas anfetaminas y un poco de gimnasio. En las últimas semanas, en los programas de los canales de cable, uno podía elegir entre mirar el bombardeo de Bagdad o ver cómo Shwarzenegger jugaba a ser Zeus, arriesgando su vida para salvar a un pueblo inocente que sufre las consecuencias de los hijos de Fausto orientales.
Pearl Harbour, la mejor transposición de la bandera americana a efectos especiales, sonido digital y pochoclos con Coca Cola, nos muestra cómo los pobres soldados tienen que abandonar sus cervezas y dejar a las mujeres bailando al atardecer, para subirse a sus superaviones a luchar contra los grises japoneses. Qué suerte para los guionistas que el cine es un juego donde se puede pegar, cortar y fabricar ficción y realidad, si no muchos estarían tildados de mentirosos con los documentos actuales que corroboran que los americanos ya sabían de la bomba. ¿Habrá empezado ya el casting para la pareja perfecta cenando en las torres gemelas?
Qué decir de 15 minutos, reflejo mirado con soberbia del ansia de todo extranjero de conquistar la gran manzana del mapamundi. Demás está decir de nuestra fiel compañera de estas producciones, la nunca bien ponderada previsibilidad, que hace que los villanos hablen en un inglés gutural mezclado de repente con frases en ruso, árabe o hindú, total es todo lo mismo: trabalenguas de aquel foco del mal, como le gusta decir a Bush.
Pero el cine no es único protagonista. ¿Acaso no tenemos programas televisivos que imitan la vida real, donde el guión es nuestra cotidianeidad y el argumento nuestra rutina? Adoramos al que se tira en un sillón a sufrir porque de repente se siente en un zoológico humano, o a la que se pinta durante tres horas las pestañas. Era evidente a su vez que la industria televisiva tenía que buscar un reality show distinto, hay y hubo demasiados, y para vernos en el espejo ya tenemos algunos en casa. Y qué mejor que una guerra, en vivo y en directo. Petróleo, hegemonía y sacamos a Friends de los primeros puestos del ranking: negocio redondo. Nos falta ver a Saddam yendo al baño y a Bush lavándose los dientes, pero esas escenas deben estar aún en tratativas. Qué mejor que ver una guerra de verdad desde la televisión, las 24 horas, con miles de cámaras y por supuesto sus conductores, opinólogos, criticólogos y gente que repite siempre lo mismo. Nuevos héroes, villanos y sobre todo muertes inocentes.
Películas, canciones, chicos lindos enamorados, un poco de pizzas, cerveza y al horno quince minutos: receta perfecta para la identidad nacional.
Eso sí, podemos refugiarnos en el cine iraní, protegido por esa aura intelectualista que puede muchas veces confundir talento con privilegios a la hora del café en una reunión de amigos. Tampoco es cuestión de defenestrar y poner a otros en pedestales, porque las estatuas también son talladas a mano. Podemos elegir entre El Día de la Independencia o Presidente por un día, pero también tenemos El club de la pelea, y Robert de Niro no sólo es el valiente policía de 15 minutos sino a su vez logra conmocionarnos sin caer en el sentimentalismo de sus "despertares". Sabemos que nuestros héroes no son más que ideales inalcanzables que definen un deber ser, la lucha entre el bien y el mal que nos afirma el sentido común. Está en nosotros ver que la injusticia social no se resuelve con un abogado de ojos azules que se emociona frente a la cámara, ni que las balas de Bagdad son efectos de sonido.

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CAROLINA GONZALEZ PINI
tiene 23 años y vive en Buenos Aires.


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